(Ciclo A – 2014)
“Este Niño será luz para iluminar a las naciones paganas y
gloria del Pueblo de Israel” (cfr. Lc
2, 22-40). Un anciano se acerca a un joven matrimonio hebreo que ha llevado a
su niño recién nacido para presentarlo y ofrendarlo al Señor, según lo
prescribía la ley mosaica. La escena podría dar lugar a confusión si se analiza
con la sola razón humana: el anciano podría ser un viejo conocido de los
jóvenes esposos, que se acerca a ellos para felicitarlos por el hijo recién
nacido; los esposos, a su vez, al tiempo que reciben gustosos los cumplidos del
anciano Simeón y le muestran orgullosos su primogénito, acuden al templo como
tantos otros matrimonios hebreos que acuden a cumplir con los preceptos
mosaicos. Sin embargo, nada más lejos de esto, pues no se trata de una mera escena
familiar, aunque pueda parecerlo: el anciano Simeón es un profeta, que ha sido
iluminado e instruido por el Espíritu Santo acerca del Mesías Salvador de
Israel y de la humanidad; la joven madre que sostiene en sus brazos al niño
recién nacido es la Madre de Dios; el frágil niño que tiene apenas días de
nacido es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que viene
arropado en brazos de su Madre y oculto en el cuerpecillo de un niño; el esposo
recio y viril que acompaña a la joven madre es solo su esposo legal, pues no es
padre biológico del Niño, sino solo padre adoptivo, ya que el Niño ha sido
concebido en las entrañas purísimas de la Virgen y Madre por obra del Espíritu
de Dios y si bien ha nacido virginal y milagrosamente de su Madre y Virgen en
el tiempo, ha sido engendrado en la eternidad en el seno de su Padre Dios, “entre
esplendores sagrados”, como “Luz eterna de Luz eterna”.
Aquí está la razón de la festividad de la Iglesia en este
Domingo y de la expresión del anciano Simeón: iluminado por el Espíritu Santo,
el anciano Simeón ve en el Niño Dios, llevado por la Virgen en sus brazos, no a
un simple niño, sino al Niño Dios, es decir, a Dios hecho Niño sin dejar de ser
Dios; a Dios, que es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios
Padre, y que por eso resplandece con un brillo más esplendoroso que miles de
millones de soles juntos. Simeón dice que “sus ojos han contemplado al Salvador”,
que es “luz para iluminar a las naciones paganas y gloria del Pueblo de Israel”:
el Niño que lleva la Virgen en sus brazos es el Salvador porque es Dios
encarnado, es el Niño Dios, que luego en la Cruz entregará en sacrificio su
Cuerpo y su Sangre para la salvación de los hombres, y ese Salvador es “luz que
ilumina a las naciones paganas”, porque es Dios Hijo, engendrado por el Padre
en su seno, desde la eternidad, y como el Padre es Luz y le comunica al Hijo de
su Ser divino, el Hijo también es Luz eterna como el Padre, y así el Hijo que
es Salvador, es Luz que es Vida eterna, que iluminará y vivificará a la
humanidad entera, que vive en las tinieblas y en las sombras de muerte, las sombras
del pecado y las sombras que son los ángeles caídos, los demonios. San Simeón
dice también que ese Niño es la “gloria de Israel”, porque la gloria de Dios es
luminosa, porque en la Sagrada Escritura la gloria divina es sinónimo de luz,
de modo que así como el Niño será luz y vida eterna para los pueblos paganos,
lo será también, y en primer lugar, para el Pueblo de Israel. Todo esto significa que quien contemple a este niño, como el anciano Simeón, será iluminado por el Niño Dios, puesto que es Luz, pero puesto que es Luz Eterna, es una Luz que al mismo tiempo es Vida y Vida eterna, es decir, es una luz que da vida, que vivifica, que comunica de la vida misma de Dios a todo aquel a quien ilumina. Y puesto que Dios, que es Luz y Vida, es también Amor, aquel que contemple a Cristo, recibirá su luz, su vida y su Amor, que es un amor eterno, porque es el amor mismo de Dios; es Dios, que es Amor. Pero lo opuesto también es verdad: todo aquel que se niegue a contemplar a Cristo, Luz del mundo, permanecerá en las tinieblas y sombras de muerte, en esta vida y en la otra, para siempre. Es por esto que el cristiano debe imitar al anciano Simeón: es piadoso, está en el templo, se acerca con amor y respeto a la Virgen, le pide a su Niño, lo toma entre sus brazos y lo adora con fe y con amor, para luego profetizar acerca del Niño, iluminado con la luz del Espíritu Santo.
Pero el anciano Simeón profetiza no solo acerca del Niño, sino también acerca de la Madre, la cual
participará de los amargos dolores que sufrirá su Hijo en su Pasión salvadora: “A
ti, una espada de dolor te atravesará el corazón”, y esa sucederá cuando la
Virgen, al pie de la Cruz, contemple la agonía y la muerte del Hijo de su Amor.
Pero estas palabras de San Simeón, si para la Virgen constituyen la profecía
del dolor más grande de su vida, un dolor que la hará morir en vida, para
nosotros sin embargo constituyen la fuente de nuestra esperanza, porque son el
fundamento de María como Corredentora, ya que significan que la Virgen se
asociará con su dolor, al pie de la Cruz, a la Pasión redentora de su Hijo
Jesús. Y como la Virgen es nuestra Madre por un don del Amor del Sagrado
Corazón de Jesús, Ella querrá obtener nuestra salvación doblemente: por ser
nuestra Madre celestial y por ser Corredentora.
“Ahora Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque
mis ojos han visto la salvación: luz de las naciones paganas y gloria de tu
Pueblo Israel”. Lo que el anciano Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, dice
del Niño Dios que María sostiene entre sus brazos, lo debe decir el fiel
católico, iluminado por la fe de la Iglesia, de la Eucaristía que el sacerdote
ministerial sostiene en sus manos luego de la consagración, porque la
Eucaristía es ese mismo Jesús Salvador, Luz de Dios que ilumina a las almas que
viven en tinieblas mundo y les concede la Vida eterna. Así, lo que el Niño fue para el anciano Simeón, eso debe ser la Eucaristía para el cristiano: la luz que guíe los pasos de su vida terrena y la gloria que lo ilumine en la vida eterna, en los cielos.
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