“La paz les dejo, mi paz les doy” (cfr. Jn 14, 27-31a). Antes de morir en la cruz, Jesús deja enormes dones para su Iglesia: su Amor,
La paz de Jesús no es la paz del mundo, la que se construye sobre la base de tratados de amistad entre los pueblos; no es la paz de la guerra, esa paz endeble que se sostiene por la fuerza de las armas; no es la paz de quien simplemente se ha cansado de litigar, y decide dejar de pelear.
La paz de Cristo es otra paz, es la paz que da Él, no “como la da el mundo” (cfr. Jn 14, 27), porque la paz mundana es una paz superficial; la paz de Cristo es la paz que brota del perdón de Dios al hombre. En Cristo, Dios Padre perdona al hombre, no le tiene en cuenta sus ofensas, sus ultrajes, su falta de amor, incluso hasta su odio deicida, aquel odio que lo lleva a crucificar y a matar al Hombre-Dios. La paz de Cristo no es ni para un hombre, ni para un pueblo, ni para una generación, sino para toda la humanidad, enemistada con Dios desde Adán y Eva.
La paz de Cristo abarca a todos los hombres de todos los tiempos, y a diferencia de la paz de los tratados humanos, impuestos por los más fuertes luego de una guerra, es decir, como consecuencia del poder de la violencia y de las armas, la paz de Cristo es una paz basada en el Amor divino, que es quien vence en la lucha entre el Mal, surgido del corazón angélico y del corazón humano, y el Bien, que brota del Corazón único de Dios Trino como de una fuente inagotable.
La paz de Cristo es la paz que Dios concede a todo hombre, y por medio de esta paz, declara no solo finalizada para siempre la enemistad con la humanidad, iniciada por los primeros Padres en el Paraíso, sino que declara una nueva etapa en la relación entre Él y los hombres, una relación de amistad: “Ya no os llama siervos, sino amigos” (cfr. Jn 15, 13-15), tal como les dice Jesús en la Última Cena, relación que será sellada con
La paz de Cristo no solo concede calma y tranquilidad al alma, sino que la prepara para el encuentro definitivo, en la eternidad, con Dios Uno y Trino. La calma que sobreviene al alma, como consecuencia de la paz de Cristo, es el preludio de la alegría que experimentan los bienaventurados, en la contemplación gozosa de la Trinidad por toda la eternidad.
El alma que recibe esta paz celestial, fruto del amor y del perdón divinos, no tiene ninguna excusa para no conceder la paz y el perdón a sus enemigos, porque es un requisito indispensable para gozar del Amor de Dios para siempre.
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