(Domingo
XXIII - TO - Ciclo C – 2016)
“El
que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo (…) Cualquiera
de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (…)
Cualquiera que no me ame (…) más que a su propia vida, no puede ser mi
discípulo” (Lc 14, 25-33). Jesús enumera las condiciones necesarias para ser discípulo suyo, lo cual nos hace ver que ser cristianos no es solamente haber recibido el
bautismo, la Primera Comunión y la Confirmación, y que tampoco alcanza con la asistencia dominical a la Santa Misa: además de todo esto, ser cristianos, es decir, discípulos de Jesús, es “cargar la
cruz”, “renunciar a todo lo que se posee”, “amar a Cristo más que a la propia
vida”. ¿Cómo podemos entender estas palabras de Jesús?
Se
pueden entender en un sentido literal, como es en el caso de los consagrados,
que renuncian a los bienes materiales y a la posibilidad de formar una familia,
y también en el sentido espiritual, entendiendo por la “renuncia de todo lo que
se posee”, a todo aquello que impide la unión con Dios: la concupiscencia, el
pecado, los vicios, el mal, etc. Es decir, Jesús nos advierte que para ser su
discípulo se debe renunciar, en el caso de los consagrados, a los bienes
materiales y al hecho de formar una familia, pero sobre todo, se trate de
consagrados o no, la renuncia es a todo lo que nos impide la unión con Dios y
pertenece al hombre viejo: el orgullo, la soberbia, la vanidad, el
materialismo, etc. No puede ser discípulo de Jesús quien no esté dispuesto a
renunciar a los bienes terrenos y a la concupiscencia de la carne y de la vida.
Quien
quiera ser discípulo de Jesús, debe estar dispuesto ya sea a renunciar a todo
lo material y a la posibilidad de formar una familia, como los consagrados, y
también a renunciar a todo lo que es propio de la naturaleza humana sometida
bajo el yugo del pecado original. Este es el significado de “cargar la cruz de
todos los días, ir detrás de Jesús y dejar la propia vida”: la cruz no es el
problema afectivo que puedo tener; no son los problemas económicos; no son los
problemas familiares; no son las circunstancias externas: la cruz es el hombre
viejo, el hombre carnal, el hombre al que le atraen las concupiscencias de la
carne y de la vida; el hombre que se resiste a orar; el hombre que se resiste a
la gracia; el hombre que no desea morir a sí mismo, porque eso implica comenzar
a cumplir los Mandamientos de Jesucristo y no los de Satanás; cargar la cruz es
cargar a ese hombre viejo, cargado de malicia, de tendencia al mal, lleno de
vanidad y de orgullo, y es a ese hombre viejo al que hay que crucificar en el
Calvario, para que muera y así nazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por
la gracia santificante, el hombre nacido del Agua y la Sangre que brotan del
Corazón traspasado de Jesús, que tiene a la Virgen por Madre, a Dios por Padre,
a Jesús por Hermano y al Espíritu Santo como el Amor con el cual amar su nueva
vida de hijo de Dios y a su Nueva Familia, la familia que Dios le regala por la
gracia. Pero para que esto suceda, es decir, para que el hombre viejo pueda
morir, es necesario llevarlo al Calvario, yendo detrás de Jesús, cada día,
todos los días, para así terminar de morir a esta vida terrena para comenzar a
desear la vida eterna, para dejar de ansiar los bienes de este mundo “cuya
figura pasa” (cfr. 1 Cor 7, 31) pronto
porque ya llega “el cielo nuevo y la tierra nueva” (cfr. Ap 21, 1) prometidos por Jesús, que “hace nuevas todas las cosas”.
Estas
son entonces las condiciones para seguir a Jesús y ser sus discípulos, aunque
también hay que agregar que Jesús da las condiciones para el martirio: “Cualquiera
que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus
hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi
discípulo”. Este “renunciar a la vida”, se entiende en sentido literal, es
decir, el que quiera ser discípulo de Jesús, tiene que estar dispuesto,
literalmente, a entregar su vida terrena en pos de este seguimiento –de manera
tal que deba ser su cuerpo sin vida colocado en un ataúd para luego ser
sepultado- , lo cual puede darse en el marco de una persecución sangrienta, y
es el caso de los mártires, aunque se refiere también al caso de estar
dispuestos a perder la vida, también literalmente, antes que cometer un pecado
mortal o venial deliberado, tal como lo pidió Santo Domingo Savio el día que
hizo su Primera Comunión: “Morir antes que pecar”. En el mismo sentido, San
Ignacio de Loyola afirma: “Que se pierda el mundo, antes que decir una sola
mentira”. Santa Teresa de Ávila: “En esto de hipocresía y vanagloria, gloria a
Dios, jamás me acuerdo haberle ofendido que yo entienda; que en viniéndome
primer movimiento, me daba tanta pena, que el demonio iba con pérdida y yo
quedaba con ganancia, y así en esto muy poco me ha tentado jamás”[1].
Jesús
nos advierte que debemos estar dispuestos a morir, literalmente hablando, antes
de cometer un pecado mortal o venial deliberado –esto quiere decir dispuestos a
morir antes que decir una “mentira leve”, y aquí vemos la magnitud y las
exigencias de lo que significa el seguimiento de Jesucristo y sus exigencias-,
si es que queremos ser sus discípulos: “Cualquiera que venga a mí y no me ame
más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y
hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Hasta que no
estemos dispuestos a perder la vida, literalmente hablando, antes de cometer un
pecado mortal o venial deliberado, no podemos ser discípulos de Nuestro Señor
Jesucristo.
La
renuncia tiene por objeto poseer a Jesús; quien no está dispuesto a renunciar,
se queda con sus bienes, pero se pierde de tener a Jesús, lo cual significa una
gran pérdida y el caer en manos del enemigo de las almas, como dice Santa
Teresa de Ávila: “Acordaos, hijas mías, aquí en la ganancia que trae este amor
consigo y de la pérdida por no le tener, que nos pone en manos del tentador, en
manos tan crueles, manos tan enemigas de todo bien y tan amigas de todo mal”[2]. Para
poseer a Jesús, que está en la Eucaristía, y al Amor de su Sagrado Corazón
Eucarístico, es que el cristiano debe “cargar la cruz”, “renunciar a todo lo
que posee”, “amar a Jesús más que a la propia vida”.
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