“El
que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-33). Los proselitistas humanos
hallarían muy sorprendente esta política de Jesús: cuando inmensas multitudes
lo siguen, Él, en lugar de atraerlas con fáciles promesas, como suele hacerse,
pone sin embargo en el más fuerte aprieto la sinceridad de su adhesión,
obligando a quien quiera seguirlo, a desprenderse de absolutamente todo lo que
no sea el amor a Él. Es decir, contrariamente a lo que harían los políticos y
los líderes de religiones meramente humanas, que con tal de ganar adeptos
fácilmente, los atraen con promesas de dádivas –las cuales, en la gran mayoría
de los casos, no pueden cumplir-, Jesús, por el contrario, se muestra sumamente
exigente para con aquellos que quieran seguirlo: deben despojarse absolutamente
de todo lo que poseen; de lo contrario, no son dignos de ser discípulos de Él: “El
que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.
De
esta manera, los que siguen a Jesús confían en la Divina Providencia -según su
enseñanza de Lc 12, 22: “No andéis
solícitos por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os
vestiréis”-, pero además, tienen que estar libres de toda preocupación mundana,
que es lo que está significado en la frase: “los muertos que entierren a sus
muertos” (cfr. Lc 9, 57): son los
que, absortos en las preocupaciones mundanas, no tienen inteligencia del Reino
de Dios; los que así obran no tienen el espíritu de infancia y prefieren su
propio criterio al de Jesús[1]. Es
decir, el discípulo que sigue a Jesús, debe tener su corazón desapegado de los
bienes materiales y su razón libre de su juicio propio y adherida a Jesucristo,
la Verdad Absoluta de Dios.
“El
que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”. Entonces, lo
que Jesús quiere decir es que si las riquezas, el amor familiar, e incluso el
juicio propio y el amor a la vida impiden su seguimiento, ese tal no puede ser
su discípulo, por lo que hay que estar desprendidos y desapegados de ellos. Por
otra parte, lo que hay que notar es que, para el seguimiento de Jesús, las
cosas son al revés que cuando se trata de los negocios del mundo: cuando se
trata de lograr el éxito en negocios mundanos, son elementos esenciales el
dinero y los bienes materiales[2];
pero cuando se trata del seguimiento de Jesús, el dinero y los bienes
materiales, y toda clase de asuntos mundanos, son más bien una carga y un
lastre pesados, que hacen difícil y hasta imposible su seguimiento.
La
razón es que, para seguir a Jesús por el camino de la cruz, se necesita estar
desapegado de todos esos amores y tener solo el amor a Jesús y a la cruz, cualquier
otro amor, hace imposible llevar la cruz por el camino del Calvario, porque el
corazón humano solo tiene espacio para un solo amor: o el amor a sí mismo, a su
juicio propio y a los bienes materiales, o el amor a Jesús y a su cruz. Uno de
los amores, pero no los dos, y esa es la razón por la cual, quien no renuncia a
todo lo que posee, no puede ser discípulo de Jesús.
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