“Por
sus frutos los conoceréis” (Mt 7,
15-20). Jesús compara a las personas con árboles que dan frutos: así como los
árboles buenos dan solo frutos buenos, y así como los malos dan solo frutos
malos, de igual modo sucede con las personas.
Pero el ejemplo se restringe a las personas religiosas, y
específicamente, a aquellas que son cristianas católicas, las que han recibido
el bautismo y, aún más a aquellas que practican de modo activo la religión. El ejemplo
es necesario, puesto que la religión y la religiosidad, es decir, su práctica,
son algo que aparece como común a todos, como cuando alguien ve a lo lejos un
bosque: todos los árboles le parecen iguales, sin distinguir si unos están
enfermos o sanos.
La analogía con los frutos permite descubrir cuál es el
espíritu que anima a la persona: así como un árbol enfermo, es decir, que está
intoxicado con alguna plaga, da frutos malos, también intoxicados, así también
una persona, que aunque siendo religiosa no está animada por el Espíritu Santo,
sino por el espíritu de las tinieblas, da frutos espirituales malos: su llegada
es sinónimo de división, de discordia, de enfrentamiento, de faltas de caridad.
Por el contrario, la persona que está animada por el Espíritu Santo, es como el
árbol cuyas raíces llegan hasta un arroyo de aguas límpidas: sus frutos
espirituales son: caridad, comprensión, perdón.
Finalmente, el cristiano que no da frutos buenos es, en las
palabras de Cristo, un falso profeta, un anti-cristo que usa la religión y su
práctica para esconder sus malos propósitos; es un lobo disfrazado de oveja, un
engañador serial que, lejos de reflejar a Cristo y su misericordia, se
convierte en un tenebroso destello del Príncipe de este mundo.
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