“Jesús
fue a un lugar desierto a orar” (cfr. Mc
1, 29-39). Toda la actividad apostólica de Jesús –predicación, curación de
enfermos, expulsión de demonios- está centrada en la oración: todo surge de la
oración, y todo lo que Jesús vive en su vida de apostolado es llevado a la
oración. La actividad externa de Jesús, por la cual Jesús dialoga con los
hombres e increpa a los demonios, está precedida por el diálogo interior de
amor con Dios Padre -es decir, la oración-, y a su vez, es de este diálogo de amor con Dios Padre -la oración-, que Jesús
comunica de ese Amor a los hombres a la par que infunde el terror divino a los
demonios. Jesús nos muestra, de esta manera, que aun siendo Él el Hombre-Dios, su vida en la tierra está centrada por la oración, y así nos muestra cómo tiene que ser nuestra vida cristiana: centrada en la oración.
El motivo es que la vida humana transcurre en el tiempo pero a la vez participa de la eternidad por la Encarnación del Verbo, de modo que toda la historia humana se dirige hacia la eternidad y así lo hace el tiempo y la historia personal de cada hombre -cada segundo de tiempo terreno que vemos transcurrir en el reloj, es un segundo menos que nos separa de la eternidad, del encuentro cara a cara con Dios en la eternidad-, por eso es una necesidad imperiosa el establecer contacto con Dios, que es la eternidad en persona, porque el correr de los días del hombre se dirige de modo inexorable hacia el encuentro con Dios eterno, y este contacto se establece de modo anticipado, en el tiempo, por medio de la oración. En este sentido, la oración no debe ser entendida -o mal entendida- como un medio de comunicación automático entre dos entes autómatas, sino que debe ser entendida como lo que es, un diálogo de amor entre dos seres: Dios Uno y Trino de un lado, y el hombre, su creatura amada, del otro lado. Muchos cristianos rehúyen la oración porque la consideran precisamente como una recitación automática y mecánica de oraciones o más bien de palabras repetidas de memoria y dichas, en el mejor de los casos, de modo obligado, que se da entre dos autómatas, o entre la persona y un ser superior que está por ahí en algún lado, sin escuchar o sin prestar atención a lo que se le está diciendo, y es así como o abandonan la oración, o directamente no comienzan nunca a hacer oración en sus vidas.
El motivo es que la vida humana transcurre en el tiempo pero a la vez participa de la eternidad por la Encarnación del Verbo, de modo que toda la historia humana se dirige hacia la eternidad y así lo hace el tiempo y la historia personal de cada hombre -cada segundo de tiempo terreno que vemos transcurrir en el reloj, es un segundo menos que nos separa de la eternidad, del encuentro cara a cara con Dios en la eternidad-, por eso es una necesidad imperiosa el establecer contacto con Dios, que es la eternidad en persona, porque el correr de los días del hombre se dirige de modo inexorable hacia el encuentro con Dios eterno, y este contacto se establece de modo anticipado, en el tiempo, por medio de la oración. En este sentido, la oración no debe ser entendida -o mal entendida- como un medio de comunicación automático entre dos entes autómatas, sino que debe ser entendida como lo que es, un diálogo de amor entre dos seres: Dios Uno y Trino de un lado, y el hombre, su creatura amada, del otro lado. Muchos cristianos rehúyen la oración porque la consideran precisamente como una recitación automática y mecánica de oraciones o más bien de palabras repetidas de memoria y dichas, en el mejor de los casos, de modo obligado, que se da entre dos autómatas, o entre la persona y un ser superior que está por ahí en algún lado, sin escuchar o sin prestar atención a lo que se le está diciendo, y es así como o abandonan la oración, o directamente no comienzan nunca a hacer oración en sus vidas.
La
oración jamás es esto último, una comunicación inerte entre dos autómatas, porque
la oración es un diálogo libre de amor entre dos seres libres que se aman,
aunque con amores distintos, porque Dios Trino nos ama con Amor eterno e
infinito, y nosotros lo amamos con nuestro amor humano, que es siempre pequeño,
mezquino, egoísta, limitado.
“Jesús fue a un lugar desierto a orar”. Así como hace Jesús en el Evangelio,
que va al desierto a hacer oración, así debemos hacer nosotros, ir al desierto,
lugar ideal para hacer oración, puesto que su misma aridez y la ausencia de atractivos
mundanos ayudan al alma en su diálogo de amor con Dios, al impedirle la
distracción. Pero si Jesús fue a rezar a un desierto de arena, para nosotros en cambio no es necesario trasladarnos
geográficamente; basta con introducirnos en nuestro propio corazón, para
encontrar un desierto que cuanto más árido es, más desea la benéfica lluvia de
la gracia de Dios.
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