“La
niña no está muerta, sino que duerme” (Mt
9, 18-26). Jesús acude al funeral de la hija de un funcionario; al llegar,
pronuncia esta frase, en medio de quienes están dolidos por la muerte de una
niña, y por eso no es de extrañar la reacción de algunos, que “se ríen” de
Jesús, tal como lo dice el Evangelio: “Y se reían de Él”. No es de extrañar el
hecho de que se rían de Jesús, dadas las circunstancias: ha muerto una niña, un
ser que no ha llegado aún a la flor de la edad; todos, en el velorio, están
lógicamente conmocionados, inmersos en la tristeza y el llanto lógicos que
provoca la muerte y, en este caso, mucho más, tratándose de alguien joven, de
alguien que tiene un futuro por vivir. En esas circunstancias dramáticas, llega
Jesús, que para muchos circunstantes en el velorio, puede ser un desconocido y,
en medio del dolor y contra toda evidencia, les dice, delante del cadáver de la
niña, que la niña no está muerta, sino que “duerme: “La niña no está muerta,
sino que duerme”.
Sin
embargo, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”, es
porque Él es el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, y para
Él, la muerte del hombre, sin dejar de ser lo que es, muerte, separación del
cuerpo y del alma, es solo eso, un sueño, porque Él, con su poder divino, con
su omnipotencia, puede, con solo quererlo, volver a unir el alma con el cuerpo,
y regresar a la vida a quien ha muerto. Cuando Jesús dice: “La niña no está
muerta, sino que duerme”, dice, en verdad, que la niña ha muerto, pero lo dice
de un modo poético, porque Él sabe que ante su poder divino, la muerte ha sido
vencida para siempre, desde la cruz, y que ha sido rebajada a algo menos que un
sueño, y por eso es que dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”. E inmediatamente
después, confirmando su condición de Hombre-Dios, hace regresar el alma de la
niña, que ya se había separado de su cuerpo, y le ordena que se una a su cuerpo
sin vida, para que vuelva a tener vida, y la niña vuelve a vivir. En el
lenguaje poético del Hombre-Dios, la niña “despierta”; en el lenguaje de los
hombres, “vuelve a vivir”.
Pero
este milagro de Jesús es un pequeñísima muestra de lo que Él puede hacer,
porque en cuanto Hombre-Dios, Él puede resucitar –y de hecho lo hará, al final
de los tiempos, en el Día del Juicio Final- a todos los hombres de todos los
tiempos, para ser juzgados en el Último Día de la historia humana. En ese Día,
los hombres buenos, los que se hayan “dormido” en la gracia de Dios, en paz con
Dios y con sus hermanos, “despertarán” para la gloria eterna, para la dicha sin
fin, para la alegría que no conocerá ocaso; los hombres malos, en cambio,
aquellos que cerraron sus ojos con odio a Dios y a sus hermanos en sus
corazones, despertarán para no descansar jamás, por siglos sin fin.
“La
niña no está muerta, sino que duerme”. Que la Madre de Dios nos conceda, a
nosotros y a nuestros seres queridos, el cerrar los ojos, el día de nuestra
muerte, en la gracia de Dios, para que el Día del Juicio escuchemos, de labios
de su Hijo Jesús: “Despierta, tú que duermes, siervo bueno y fiel, y pasa a
gozar del Reino de mi Padre para siempre”.
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