(Domingo
XXXII - TO - Ciclo C – 2016)
“Son hijos de Dios y herederos de la resurrección” (Lc 20, 27-38). Los saduceos, que “niegan
la resurrección” –creían que Dios se desinteresaba de sus creaturas por lo
cual, además de negar la resurrección de la carne, negaban también la Divina
Providencia y la inmortalidad del alma[1]-,
tratan de poner en una situación sin salida a Jesús, citando la ley del “levirato”
y exponiendo el hipotético caso de una mujer que se casa y enviuda siete veces,
preguntan a Jesús “de quién será la mujer” en la resurrección. Con este
ejemplo, tratan de poner en ridículo la idea de la resurrección, haciéndola
aparecer como algo absurdo –una mujer que en el más allá tiene siete maridos: “Cuando
resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por
mujer?”-, o bien como algo directamente imposible e inexistente. En realidad, lo
que reflejan los saduceos con este ejemplo es que la idea que tienen acerca del
más allá es bastante primitiva o burda, pues solo caben una de dos opciones: o el
más allá y la resurrección son una mera extrapolación de esta vida terrena, o
bien, directamente la niegan en su existencia. Con su respuesta, Jesús no solo revela
que la resurrección existe, sino que además revela sus características, que
difieren de esta vida terrena: “En este mundo los hombres y las mujeres se
casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la
resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los
ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos
van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando
llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque
Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”.
El dilema de los siete esposos es falso, pues en el cielo los que resuciten “no
se casarán”; no morirán, porque son “semejantes a los ángeles”, es decir, sus
cuerpos y almas serán glorificados, por lo cual la vida en el más allá no es
una mera extrapolación de esta vida; la resurrección existe por lo que “los
muertos van a resucitar” y la razón es que el Dios que los habrá de resucitar –el
Único Dios Verdadero- “no es un Dios de muertos, sino de vivientes”.
Pero Jesús dirá, además de que la resurrección existe y de
cómo es, es decir, sus características, algo sorprendente: que Él es la misma
resurrección: “Yo Soy la Resurrección y la Vida, el que crea en Mí, aunque muera,
vivirá” (Jn 11, 25). En otras
palabras, Jesús quiere decir que el Dios que habrá de resucitar a los muertos,
el Dios Viviente por el que todo ser vivo tiene vida, “el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob”, es Él, porque Él es “la Resurrección y la Vida”.
Y
en otro pasaje, Jesús revelará algo más en relación a la resurrección: para aquel
que es “justo” –es decir, para el que vive en estado de gracia santificante y
lucha para erradicar el pecado de sí mismo-, la resurrección comienza ya, aquí,
en esta vida, pues está contenida en la Eucaristía: “Yo soy el pan de la vida.
Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; este es el pan que
baja del cielo, para que quien lo coma no muera” (Jn 6, 44-51). El que come “el Pan de Vida”, que es Él –“Yo Soy el
Pan de Vida”-, aunque muera a esta vida terrena con la muerte corporal, sin
embargo, al haberse alimentado con el Pan Vivo bajado del cielo, que concede la
Vida eterna del Cordero a quien lo consume, ese tal “vivirá” en el cielo, es
decir, “no morirá”, porque resucitará a la vida eterna en razón, precisamente,
de la Vida divina que recibió en esta vida mortal, contenida en la Eucaristía. En
Jesús, resucitado y glorioso, está contenida nuestra propia resurrección, según
afirma un Padre de la Iglesia: “En el último día la muerte será vencida. La
resurrección de Cristo, después del suplicio de la cruz, contiene
misteriosamente la resurrección de todo el Cuerpo de Cristo. Así como el cuerpo
visible de Cristo fue crucificado, sepultado y seguidamente resucitó, así
también el Cuerpo entero de los santos de Cristo está crucificado con él y no
vive ya en sí mismo... Pero cuando vendrá la resurrección del verdadero cuerpo
de Cristo, su Cuerpo total, entonces, los miembros de Cristo que hoy son
semejantes a huesos secos, se juntarán unos con otros (Ez 37,1s), encontrando
cada uno su lugar y “todos juntos lleguemos al hombre perfecto, a la medida de
Cristo en su plenitud (Ef 4,13).
Entonces la multitud de los miembros formarán un cuerpo, porque todos pertenecen
al mismo cuerpo (Rm 12, 4)”[2]. Ahora
bien, la novedad que los católicos debemos dar al mundo no es solamente que la
resurrección existe y que Jesús resucitó, sino que ese Jesús resucitado, vivo,
glorioso, lleno de la luz, de la vida y del Amor de Dios, está con su Cuerpo
glorificado y resucitado en la Eucaristía y que comunica de su gloria y de su
vida eterna a quien lo recibe en gracia, con fe y con amor en la Comunión
Eucarística, aunque no lo hace a quien no lo recibe, por lo que se puede decir
que quien no recibe a Jesús Eucaristía es -parafraseando a Orígenes-, “un miembro de
Cristo semejante a un hueso seco”, sin vida, con lo cual vemos la importancia
de la Comunión Eucarística para poder resucitar, y que no da lo mismo, en
absoluto, comulgar o no comulgar.
“Son
hijos de Dios, y herederos de la resurrección”. Somos hijos de Dios en virtud
del bautismo sacramental –quien no lo recibe, no es hijo de Dios-, y por lo
tanto, somos también “herederos de la resurrección”, por cuanto el germen de
vida divina ha sido ya injertado en nuestras almas al momento de recibir el
bautismo. Por lo tanto, los católicos debemos considerarnos sumamente
afortunados, porque no solo creemos que la resurrección existe sino que, cada
vez que comulgamos, incorporamos a nuestras almas, más que la semilla o el
germen de la resurrección, al Dios Viviente y Tres veces Santo, el Dios que es la
Vida divina y la Resurrección en sí misma, Jesús Eucaristía.
Es esta alegre noticia, que Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos transmite su vida divina, la que los católicos debemos transmitir al mundo, más que con discursos, con obras de misericordia y santidad de vida.
Es esta alegre noticia, que Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la Eucaristía y desde la Eucaristía nos transmite su vida divina, la que los católicos debemos transmitir al mundo, más que con discursos, con obras de misericordia y santidad de vida.
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