Jesús llama a San Mateo
(Caravaggio)
En esta bella pintura del Caravaggio, que se está en la Iglesia San Luis de los franceses en Roma, se expresa la belleza del llamado de Jesús a San Mateo. El Señor entra como un rayo de luz y con su brazo extendido ilumina la vida de los pecadores aferrados a la mesa de recaudación. Algunos están tan absortos y apegados al dinero que ni advierten su presencia, otros miran con indiferencia, alguno duda si responder o no. Mateo se siente llamado en su miseria, y sabemos cómo continúa la historia, lo deja todo para seguir a Jesús. Ojalá que nosotros hoy nos sintamos llamados y respondamos con generosidad porque el Señor ha venido a sanar a los que están enfermos y a buscar a los que estaban perdidos.
(Monseñor Ariel Torrado Mosconi)
“Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví (…) y le
dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió” (Lc 5, 27-32). El Evangelio relata la
vocación de San Mateo: Jesús “salió”, dice la Escritura, “vio a un publicano
llamado Leví y le dijo: Sígueme”. Inmediatamente, “dejándolo todo”, según la
misma Escritura, Leví –San Mateo-, “lo dejó todo y lo siguió”. La llamada a San
Mateo y su inmediata conversión –puesto que responde de manera instantánea a la
vocación de Jesús- recuerda a la de Simón, Andrés, Santiago y Juan (cfr. Mc 1, 14-20): también los Apóstoles “lo
dejan todo” ante el llamado de Jesús. En ambos casos, las actividades que
realizan, implican toda su vida, toda su existencia, y en ambos casos, la
respuesta al llamado de Jesús es inmediata, instantánea. Esto nos lleva a
preguntarnos qué es lo que vieron –Simón, Andrés, Santiago y Juan y, en este
caso, Leví- en Jesús, para que dejen todo lo que representa no solo el trabajo
al que se dedican, sino toda su vida anterior, que está representada en ese
trabajo. Simón, Andrés, y los demás Apóstoles, al ser llamados por Jesús, están
trabajando como pescadores; Leví, está trabajando como recaudador de impuestos,
una ocupación que lo hacía ser particularmente rechazado por el pueblo hebreo,
puesto que lo veía doblemente como un enemigo: porque trabajaba para el imperio
romano, que en ese momento los oprimía, y eso lo convertía en una especie de
traidor, y porque recaudaba sus impuestos, lo que lo convertía en una especie
de sanguijuela, que absorbía prácticamente todo el producto de sus esfuerzos.
¿Qué
es lo que ven los Apóstoles y Leví, al ser llamados por Jesús? Ven en Jesús lo
que vieron los santos de todos los tiempos: no ven a un hombre más entre tantos;
no ven al “hijo del carpintero” (Mt 13, 55); no ven “al carpintero, el hijo de José y María” (Mc 6, 3):
en la llamada de Jesús, ven al Hombre-Dios, el Mesías, Dios Hijo encarnado, que
los llama a unirse a Él en la obra de la redención de la humanidad; ven al
Cordero de Dios, que con la Sangre de sus heridas abiertas, impregna la cruz y
quita los pecados del mundo; ven al Redentor, al Hombre-Dios, a Aquel que es la
santidad en sí misma, y que los llama a dejar la vida de pecado, propia del
hombre viejo –por eso Jesús dice que “no ha venido a llamar a justos, sino a
pecadores”-, representada en las ocupaciones en las que trabajan, para nacer a
la vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de los que, muriendo al
pecado, viven en la santidad de la que los hace partícipe la gracia. Con su
llamado, Jesús irrumpe en sus vidas, iluminando sus vidas -inmersas en el
pecado, como toda vida del hombre viejo-, con la luz de su Ser trinitario,
sacándolos no solo de sus ocupaciones diarias, sino también de esta vida
terrena, vida en la que domina el pecado, para conducirlos a la feliz eternidad,
por medio de la participación a su Pasión, Muerte y Resurrección. Esto es lo
que explica que tanto los Apóstoles como Leví –San Mateo- dejen “todo” y lo
sigan: porque ven en Jesús el llamado a dejar la vida de pecado, para comenzar
a vivir la vida nueva de la gracia, no dudan ni un instante en ir en pos de
Jesús, que por la cruz los conducirá al cielo.
“Jesús
salió y vio a un publicano llamado Leví (…) y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo
todo, se levantó y lo siguió”. También hoy, a nosotros, desde la Eucaristía,
desde el silencio del sagrario, Jesús nos dice, como a Leví: “Sígueme”. Y también
hoy, nosotros, pecadores como Leví, vemos en Jesús Eucaristía al mismo
Hombre-Dios del Evangelio, que nos llama a dejar la vida de pecado, para nacer
a la vida nueva de los hijos de Dios. Pero a diferencia del episodio del
Evangelio, en el que Leví organiza y ofrece “un gran banquete en su casa”, al
cual invita a Jesús, es Jesús quien organiza un gran banquete, el Banquete
escatológico, la Santa Misa, en la Casa del Padre, la Iglesia, y nos invita a
degustar un manjar exquisito, que por su delicia celestial es desconocido para
los hombres: el Pan Vivo bajado del cielo, el Vino de la Alianza Nueva y
Eterna, y la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo,
la Eucaristía. Y es esta Eucaristía, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su
Divinidad, y todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, los que nos
impulsan, como a Leví, a “dejarlo todo y seguirlo”; es la Eucaristía la que nos
impulsa a dejar el pecado y la vida de pecado, como requisito sine qua non es imposible consumir la
Eucaristía, es decir, unirnos al Hombre-Dios en su Cuerpo sacramentado, para
recibir de Él su santidad.
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