jueves, 27 de diciembre de 2012

Octava de Navidad 4 2012



         El inicio del Evangelio de Juan describe tanto la procedencia eterna como el Nacimiento en el tiempo del Niño de Belén: “En el principio era el Verbo (…) El Verbo estaba junto a Dios y era Dios (…) El Verbo era la vida y la luz que ilumina a todo hombre (…) El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (…) El Verbo, vida y luz de los hombres, vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (cfr. Jn 1ss).
         El Niño de Belén es el Verbo que procede eternamente del Padre, que en junto al Padre y al Espíritu Santo es un solo Dios, y como Dios es vida divina y luz eterna; como Verbo, se encarna en el seno virgen de María –el Verbo se encarnó-, para comunicar a los hombres de esa vida divina y de esa luz eterna.
El Niño Dios es la luz divina que viene a este mundo en tinieblas, para derrotar definitivamente las tinieblas del infierno, del error y de la ignorancia, y es vida divina, que viene a dar de esa vida a quienes viven en el mundo, muertos a la vida de Dios, a causa del reino del pecado en la tierra.
Este Nacimiento temporal del Verbo eterno, Nacimiento que tiene como fin derrotar a las tinieblas y comunicar vida divina a los hombres, es descripto por Zacarías en su cántico en términos de luz solar: “Nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte”. El “Sol que nace de lo alto”, no es el astro sol alrededor del cual giran los planetas: es Cristo, Luz de Luz eterna, Sol de justicia, de cuyo Ser divino trinitario emana una luz más brillante que miles de millones de soles juntos, luz que es, al mismo tiempo, vida y vida eterna; luz que es, al mismo tiempo, Amor y Amor eterno, celestial, el Amor mismo de Dios; luz que es fortaleza divina, porque procede de Dios Trino, que es luz en sí mismo. Esta luz, este “Sol que nace de lo alto”, que viene a nuestro mundo revestido de la naturaleza humana del Niño de Belén, es vida, y por eso da vida a quienes habitan en este mundo “en tinieblas y en sombras de muerte”, y una vez que les da de su vida divina, los ilumina con su luz eterna, haciéndolos participar de esa misma luz, que es vida y que es amor, y que por eso enamora al hombre.
Lamentablemente, en este hórrido mundo, sometido al pecado y a su ley de muerte, mundo cuyo rey es el Príncipe de las tinieblas, muchos se acostumbran al mal, al error, al pecado y a la ignorancia; muchos prefieren los mandamientos de Satanás, el rey del mal y de la mentira, antes que los mandamientos de Dios, y es por esto que el Evangelista San Juan dice: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”.
Por el contrario, quien recibe al Niño de Belén, en su pensamiento, por la fe, y en su corazón, por la comunión eucarística, en donde este Niño prolonga su Encarnación y Nacimiento, recibe su gracia, su vida y su luz, que lo convierten en hijo de Dios: "Pero a todos los que lo recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios" (cfr. Jn 1, 12).

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