“Sus
numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor” (Lc 7, 36-50). Una mujer pecadora se
acerca a Jesús, se arrodilla ante Jesús, baña sus pies con sus lágrimas, los
seca con sus cabellos y los unge con perfume. Un fariseo, sentado a la mesa con
Jesús, se escandaliza por el hecho de que es una pecadora; Jesús, leyendo el
pensamiento del fariseo –Jesús lo podía hacer porque era Dios-, le hace ver a
Pedro que la actitud de la mujer pecadora expresa un profundo amor porque le
han sido perdonados muchos pecados, lo cual no sucede con aquellos a quienes le
han sido perdonados pocos pecados. La actitud de la mujer pecadora –en quien
está representada la humanidad pecadora que se arrepiente de sus pecados- es
importante para comprender tanto la contrición del corazón, como la esencia del
sacramento de la confesión, el cual muchas veces no alcanza su eficacia en las
almas, al faltar lo que se da en la mujer pecadora y que es, precisamente, la
contrición del corazón. En la contrición del corazón –es decir, en el
arrepentimiento perfecto de los pecados-, el alma, tocada por la gracia
santificante, tiene conciencia clara tanto de la malicia de sus pecados, como
de la santidad de Dios Trino: en la contrición, el alma alcanza un
arrepentimiento perfecto, porque la mueve a no querer pecar más, ni el temor al
infierno, ni el deseo del cielo, sino el amor a Dios, a quien ha contemplado,
en el silencio, en la intimidad y en la profundidad de su corazón. El alma contempla a Dios en su majestad, y en su Trinidad de Personas, en sí mismo, pero sobre todo lo contempla en el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y en la Crucifixión de ese Verbo, y se da cuenta, también iluminada por la gracia, de que han sido sus propios pecados, los que han crucificado al Verbo de Dios, al Hombre-Dios Jesucristo. El alma se da cuenta también que cada pecado actual, es decir, cada tentación no combatida, cada tentación consentida, cada tentación, que a ella le provoca placer, a Jesús, crucificado, le provoca, por el contrario, más dolor; se da cuenta que sus pecados son la causa de la coronación de espinas, de la flagelación, de la crucifixión, y se duele profundamente, y ahí comienza la contrición, la trituración del corazón, por así decirlo, por el dolor y por el amor, porque se duele por haberle provocado tanto dolor -hasta llegar a la muerte de su Dios Encarnado- con sus pecados, y comienza a amarlo con locura. Entonces, ya no es que teme tanto al Infierno -que lo sigue temiendo-, ni es que desea tanto el cielo -que lo sigue deseando-, sino que empieza a amar con locura a su Dios, y por lo tanto, toma la firme determinación de no pecar más, no tanto por temor al infierno, y tampoco por deseo del cielo, sino por verdadero dolor de los pecados y por un profundo amor a su Dios Encarnado y por él crucificado.
Esta contrición del corazón está expresada en la oración atribuida a Santa Teresa de Ávila[1]: “No me mueve mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte./Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido;/muéveme el ver tu cuerpo tan herido;/muéveme tus afrentas y tu muerte,/Muéveme en fin, tu amor de tal manera/que aunque no hubiera cielo yo te amara/y aunque no hubiera infierno te temiera./No me tienes que dar por que te quiera,/porque aunque cuanto espero no esperara/lo mismo que te quiero te quisiera./”.
Esta contrición del corazón está expresada en la oración atribuida a Santa Teresa de Ávila[1]: “No me mueve mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte./Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/clavado en una cruz y escarnecido;/muéveme el ver tu cuerpo tan herido;/muéveme tus afrentas y tu muerte,/Muéveme en fin, tu amor de tal manera/que aunque no hubiera cielo yo te amara/y aunque no hubiera infierno te temiera./No me tienes que dar por que te quiera,/porque aunque cuanto espero no esperara/lo mismo que te quiero te quisiera./”.
En
el caso de la mujer pecadora –muchos dicen que es María Magdalena-, la
contrición del corazón se expresa en las abundantes lágrimas que bañan los pies
de Jesús y en el derramar el perfume para ungirlos con él, pero se acompaña
además de un profundo cambio de vida, puesto que la Tradición habla de la
conversión y de la santidad de vida de María Magdalena, desde el momento del
perdón de Jesucristo, hasta del día de su muerte (de hecho, es una de las
grandes santas de la Iglesia Católica).
“Sus
numerosos pecados le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor”. La
contrición perfecta de María Magdalena, el arrepentimiento perfecto de sus pecados,
fruto de la contemplación del Amor de Dios materializado en Jesucristo y su propósito
de enmienda, expresados en su santidad de vida posteriores a su encuentro
personal con Jesús, son el ejemplo para todo penitente que se acerca a la
confesión sacramental, para que la confesión sacramental no sea algo rutinario,
mecánico, vacío, sino un encuentro íntimo, personal, y un diálogo de amor entre
un Dios que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8)
y un penitente que es “nada más pecado”, como dicen los santos, pero que está
dispuesto a dejarse transformar, por la gracia santificante, en ese Dios Amor, porque
ése es el objetivo de la Confesión sacramental: transformar al penitente, que
es “nada más pecado”, en una participación y en una imagen viviente del “Dios
Amor”. La escena del Evangelio es una imagen de lo que debería suceder en toda
confesión sacramental: el penitente debería acudir a la confesión sacramental
movido no solo por el dolor de los pecados, sino ante todo, movido por el deseo
de ser transformado en una copia viviente del Dios Amor; para obtener esa gracia,
es que debe invocar a María Magdalena, ejemplo de arrepentimiento y de
contrición perfecta del corazón.
[1] Aunque algunos lo atribuyen a
San Juan de Ávila: ya que la idea central del soneto aparece en su obra “Audi
filia” en las siguientes palabras: “Aunque no hubiese infierno que amenazase,
ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por
sólo el amor de Dios lo que obra”. -cap. L. El soneto apareció por primera vez
impreso en la obra titulada Vida del
Espíritu (Madrid, 1628), del doctor madrileño Antonio de Rojas; cfr. http://www.corazones.org/jesus/poesia/a_cristo_doliente.htm
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