"Sus muchos pecados le son
perdonados, porque ha amado mucho" (Lc 7, 36-50). Una mujer,
conocida por ser pecadora pública, se arroja a los pies de Jesús y comienza a
llorar tanto sobre sus pies, que debe secarlos con sus cabellos; luego
besa los pies de Jesús, y por último los perfuma, derramando un
costoso perfume. El gesto de la mujer pecadora es ocasión para el falso escándalo de un fariseo, que piensa que Jesús no
debería permitir esto que hace la mujer, puesto que se trata de una "pecadora".
En la mente del fariseo, Jesús no debería permitir a la mujer el acercarse
siquiera, debido a su condición de pecadora, puesto que los fariseos, que se
consideraban a sí mismos puros y justos, porque eran religiosos, temían quedar
contaminados con la impureza espiritual del pecado (esto es lo que justifica
su actitud el Viernes Santo cuando se niegan a entrar en casa de Pilato, para
poder celebrar la Pascua).
Sin embargo, Jesús no solo permite que
la mujer pecadora realice esta obra, sino que la pone como ejemplo del amor que
brota de un corazón contrito y humillado, e incluso le dice a Pedro -que es el
primer Papa-, que la mujer pecadora, que se ha arrepentido, posee en su corazón
más amor que el mismo Pedro, comparando la actitud de uno y otro en relación a
Él: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los
pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado
con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que
entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza;
ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume". Jesús compara lo que
la mujer pecadora hizo y lo que Pedro no hizo -Pedro no lavó los pies de Jesús,
mientras que la mujer los ha bañado con sus lágrimas; Pedro no le dio el beso
de saludo, mientras que la mujer pecadora no ha dejado de besar los pies de
Jesús; Pedro no ha ungido con aceite la cabeza de Jesús, mientras que la mujer
pecadora ha ungido sus pies con perfume-, y concluye que la diferencia entre
una y otra actitud, es la diferencia en el amor que hay entre el corazón de
Pedro y el de la mujer pecadora: en el corazón de la mujer, que muchos dicen
que es María Magdalena, hay mucho amor, hay mucha contrición por los pecados,
hay mucha adoración, que surge del corazón contrito y humillado y agradecido
por haber recibido la Misericordia Divina; en el caso de Pedro, por el
contrario, no hay tanto amor, porque no ha habido muchos pecados, y esto es lo que
justifica la conclusión de Jesús: "Por lo cual, Yo te digo: sus pecados,
que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al
que poco se le perdona, poco ama".
Este episodio nos muestra cuán distinta es la visión de los hombres -y de los hombres religiosos, representada en
el fariseo-, y la visión de Dios: mientras el hombre mira el exterior y las
apariencias -la condición de ser "pecadora pública"-,
Dios en cambio mira en lo más profundo del corazón, buscando el contenido del
corazón, el amor puro, la contrición y la humildad, y cuando esto encuentra, se
alegra y se dona a sí mismo a este corazón, sin reservas.
Puesto que María Magdalena representa
a toda la humanidad, caída en el pecado, tanto su corazón contrito y humillado -contrición y humillación expresadas en las lágrimas que bañan los pies de
Jesús-, como el amor de adoración a Cristo Jesús en cuanto Hombre-Dios -expresado en el
perfume que derrama a sus pies-, constituyen el ideal del corazón que está a
punto de recibir la Eucaristía. El que comulga, debe pedir la gracia de
tener un corazón como el de María Magdalena: un corazón contrito y humillado,
que derrama lágrimas de arrepentimiento, y un corazón lleno de amor y de
adoración, que derrama lágrimas de alegría por el Amor de Dios que viene a su encuentro oculto en algo que parece pan pero que ya no lo es. El que comulga debe recibir a Jesús
con el mismo corazón y con el mismo amor con el que lo recibió María Magdalena.
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