lunes, 5 de marzo de 2012

No juzguen y no serán juzgados



“Sean misericordiosos, perdonen, no juzguen y no serán juzgados” (Lc 6, 36-38). Jesús nos aconseja ser misericordiosos para con el prójimo, porque si damos misericordia, recibiremos misericordia: “Den y se les dará”, y esta misericordia, en este caso, es eminentemente espiritual, porque se trata del perdón y del juicio benigno para con el prójimo, actos que asemejan al alma al mismo Dios.
Por el contrario, el juicio inmisericorde y mordaz, la crítica despiadada e infundada, constituyen una falta de caridad que, además de no venir de Dios ni conducir a Dios, son tan grandes y tan graves, que repugnan al mismo Dios, volviendo al alma que hace la crítica desagradable a los ojos de Dios e indigna de estar ante su presencia.
El prejuicio, el juzgar la intención del prójimo malévolamente, el condenarlo de modo anticipado, negándose a la misericordia, constituye un grave ultraje a la persona, a la que vez que llena de oscuridad y de tinieblas el corazón de quien emite el juicio.
Esto provoca un gravísimo daño espiritual a la Iglesia de Jesucristo, tanto más cuando los juicios despiadados, inmisericordiosos, faltos de toda caridad y compasión, carentes de comprensión para con la debilidad humana, son hechos por católicos practicantes, sobre los sacerdotes, que ya se encuentran expuestos a críticas feroces y despiadadas por parte de quienes quieren demoler la Iglesia.
Lo que debería hacer el cristiano, frente a la falta objetiva de su prójimo –mucho más si este es un sacerdote-, es, una vez percatado de la falta, guardarla en su corazón, y llevarla ante el sagrario, o ponerla en la oración, en el Rosario, implorando misericordia y perdón para quien ha cometido la falta –cuando esta es real y no imaginaria, como sucede en la gran mayoría de los casos-, y debería acompañar esta oración de súplica con penitencias, ayunos y mortificaciones.
En otras palabras, de la presunta falta de su prójimo, el cristiano debe hablar con Dios, con el lenguaje de la oración y de la penitencia, para implorarle misericordia y pedirle por el crecimiento en santidad de su prójimo.
Cualquier otra cosa –difamación, calumnia, habladuría, juicio mendaz, ligero e infundado-, viene del demonio, porque todo eso, en el fondo, bien en el fondo del corazón, se origina en un solo hecho: en la falta de amor, en el orgullo y la soberbia.

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