jueves, 10 de febrero de 2011

Día del Enfermo: el dolor es un don del cielo que hay que agradecer


Al conmemorar el día del enfermo en la Santa Misa, recurrimos a Dios para que escuche nuestras súplicas a favor de ellos, para que cure sus dolencias y alivie sus pesares. Colocamos en las intenciones de la misa los pedidos por todos aquellos que padecen diversas enfermedades, unas más graves que otras.

Recordamos también, en primer lugar, a las apariciones de la Virgen en Lourdes, pues es por todos conocido que el agua milagrosa de la fuente realiza prodigios de curación de modo constante.

Tenemos presentes entonces a todos los enfermos, a los de la familia, a los amigos, a los conocidos, y para todos deseamos una pronta recuperación y un alivio de sus pesares.

Venimos a misa para pedir por la curación de las enfermedades de nuestros seres queridos, pero no tenemos en cuenta, casi nunca, que también debemos venir a agradecer por esas enfermedades, porque según la doctrina de la Iglesia, la enfermedad –y junto con ella, el dolor, la tribulación, la angustia- es un inmenso don del cielo, al cual no terminaremos de agradecer, ni en esta vida, ni por toda la eternidad, en la otra.

El dolor es un don, aún cuando desde nuestro modo humano de ver las cosas no podamos entenderlo y, en muchos casos, cuando no podamos aceptarlo, o aún más, cuando nos rebelemos y no lo aceptemos.

Son varias las razones por la cual el dolor es un don, y un don grandísimo, venido del cielo, y una de estas razones es que, se puede afirmar, con toda seguridad, que el Espíritu Santo visita al enfermo, y lo asiste, santificándolo con su Presencia, evitando que el alma se desvíe por caminos ajenos a los caminos de Dios.

Otra de las razones principales por las que el dolor es un don, es el hecho de que la enfermedad es una participación a la cruz de Jesús, y así lo cree la Iglesia Católica: “Que los enfermos vean en sus dolores una participación a la Pasión de Jesús”[1]; además, en el ritual de los sacramentos, en una de las oraciones introductorias para el sacramento de la unción, se afirma que el enfermo “contribuye a la salvación del mundo”, al unirse al sacrificio en cruz de Jesús.

De esta manera, el enfermo, en su misma enfermedad, en aquello que le provoca dolor, encuentra su más grande felicidad y consuelo, no por la enfermedad en sí misma, sino porque, por la misericordia de Dios, es asociado, sin ningún mérito suyo, a la cruz de Jesús, a Jesús crucificado, que con el dolor y la tribulación de la cruz, salva al mundo y le dona el Espíritu del Amor divino.

El dolor, la enfermedad, y todas las tribulaciones que traen aparejadas, son un don venido del cielo, que debemos agradecer, y la acción de gracias más perfecta es la Santa Misa, renovación sacramental del sacrificio de Jesús.


[1] Cfr. Liturgia de las Horas.

No nos alimentamos de migajas, sino con lo más exquisito del banquete del Padre: la carne del Cordero, el Pan de Vida eterna, y el Vino de la Alianza


“Los perros comen las migajas que tiran los hijos” (cfr. Mc 7, 24-30). La respuesta de la mujer fenicia le vale, como recompensa a su fe en Jesucristo, la curación de su hija, afectada no por una enfermedad, sino por una posesión demoníaca. Inmediatamente después de su respuesta, Jesús le concede lo que pide, la expulsión del demonio del cuerpo de su hija, de tal manera que, cuando llega a su casa, la encuentra reposando en la cama, como signo de que ya está en paz, sin la agitación diabólica sobre su cuerpo.

El episodio es sumamente ilustrativo acerca del valor de la fe y de la humildad, representados en grado heroico en la mujer fenicia: la mujer que hace el acto de fe que le vale arrancar un milagro de Jesús, es fenicia, y procedente de Siria, es decir, es pagana, tal como Jesús mismo se lo hace ver: “Deja que coman primero los hijos, y luego comerán los cachorros”.

Es decir: “No pidas un milagro tú, que no eres hebrea, no perteneces al Pueblo Elegido, los hijos; luego será el tiempo de los milagros para los cachorros, es decir, para los paganos”. Contrariamente a lo que podría parecer, la mujer no se ensoberbece, ni se siente ofendida, al ser comparado con un cachorro de perro, como hace Jesús a propósito; en vez de enojarse y ofenderse, da una muestra de humildad heroica, al no solo aceptar pasivamente la comparación, sino al aplicársela a ella misma: ella se coloca en el lugar de los cachorros que comen de la mesa de los amos: “Hasta los cachorros comen de las migajas que caen de la mesa de los hijos”.

La mujer fenicia, en su humildad, reconoce que Jesús, el Mesías, ha venido para los hijos, es decir, para los hebreos, los que constituyen el Pueblo Elegido, pero a la vez, movida por su también enorme fe en la condición de Jesús como Dios, implora, como lo hace un cachorro al pie de la mesa, que espera que caiga un resto de comida, un milagro, la expulsión del demonio que atormenta a su hija.

La mujer fenicia reconoce que los hijos merecen “la comida principal”, es decir, el hecho de que Jesús ha venido, en primer lugar, para los hebreos, y que ellos por lo tanto son destinatarios de sus milagros, pero al mismo tiempo confía en la misericordia de Jesús, que no dejará de atender el reclamo por su hija, concediéndole la curación, así como los hijos del dueño de casa, luego de haber satisfecho su apetito con los manjares principales, dejan que los animales se alimenten con las sobras.

La mujer da una muestra de humildad y de fe heroicas: de humildad, porque no solo acepta ser comparada con un perro, sino que asume la comparación activamente, aplicándola para sí; de fe, porque cree en Jesús como Mesías y como Dios, con poder capaz de arrojar los demonios.

Da muestras también de un gran amor por su hija, porque es el amor de madre el que la lleva a humillarse, para obtener la curación.

Desde que los judíos negaron a Cristo, los bautizados hemos pasado a constituir el Nuevo Pueblo Elegido, el destinatario principal y central del amor del Padre, que alimenta a sus hijos con un manjar exquisito: carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu, el Cuerpo de Cristo resucitado; Pan de Vida eterna, la Eucaristía, y Vino de la Alianza Nueva y eterna, la Sangre del Cordero de Dios.

No nos alimentamos con las sobras, sino con lo más selecto y exquisito del banquete celestial.

¿Somos capaces de la misma fe, del mismo amor, y de la misma humildad, de la mujer fenicia?

martes, 8 de febrero de 2011

Del Corazón de la Iglesia, la Eucaristía, brota el manantial de agua viva, la gracia divina


“Lo que sale del corazón es lo que hace impuro al hombre” (cfr. Mc 7, 14-23). Los fariseos enseñaban la purificación legal de las manos, para evitar la contaminación, mientras que, en otros casos, prohibían la ingesta de ciertos alimentos, como por ejemplo, la carne de cerdo.

Con sus enseñanzas, Jesús echa por tierra estas creencias y prescripciones declarando, por un lado, que todos los alimentos son buenos, en tanto y en cuanto provienen de Dios Creador, y por otro lado, enseñando qué es lo que realmente hace impuro al hombre, y es su propio corazón.

No son los alimentos los que vuelven impuro al hombre, sino el propio corazón: de este nacen las fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez”.

De esto se ve que de nada sirve la prohibición de alimentos, porque nada tienen que ver con la real impureza humana, y al mismo tiempo se cae en la cuenta de que nada, absolutamente nada, puede hacer el hombre, para remediar la situación. Debido a que el corazón está contaminado y oscurecido desde el nacimiento por la mancha del pecado original, el cual es de origen espiritual, ninguna fuerza humana o angélica, y mucho menos los animales, aún cuando sean sacrificados con esa intención, puede quitar el pecado del corazón humano.

Sólo la sangre de un Cordero, que viene de los cielos, enviado por el Padre, y sacrificado en el ara de la cruz, está en grado de quitar la mancha del pecado original, fuente no solo de la corrupción espiritual del hombre, sino fuente también de su enfermedad corporal y responsable de su destino de muerte.

Pero la Sangre del Cordero no se limita a quitar el pecado: además de quitar el pecado del corazón, la Sangre del Cordero, cayendo sobre el corazón humano desde la cruz, lo purifica y lo santifica, donándole la gracia divina, que lo convierte en hijo adoptivo de Dios y en imagen del Hombre-Dios.

“Lo que sale del corazón es lo que hace impuro al hombre”. Si del fondo del corazón humano salen las impurezas, porque está contaminado, del fondo y de las entrañas del Corazón del Hombre-Dios, colgado en la cruz, sale la Sangre, y con la sangre, la Gracia divina, que cayendo como un torrente impetuoso arrasa con las impurezas del corazón humano y lo santifica, transformándolo en una copia viva del Corazón de Jesús.

Si de las entrañas del hombre sale el pecado, de las entrañas del Hombre-Dios brota la gracia santificante, que sanea y limpia el corazón humano convirtiéndolo en un “río de agua viva” (cfr. Jn 7, 37) que brota hasta la vida eterna. Pero también de las entrañas de la Madre Iglesia brota un manantial de vida que purifica al hombre, porque es de su seno, el altar eucarístico, de donde surge la Fuente del agua viva, la Gracia Increada, Cristo Eucaristía.

Del Corazón de la Iglesia, la Eucaristía, brota el manantial de agua viva, la gracia divina.

Dejan el mandato de Dios por aferrarse a tradiciones humanas


“Dejan el mandato de Dios por aferrarse a tradiciones humanas” (cfr. Mc 7, 1-13). Los fariseos le reprochan a Jesús que sus discípulos no cumplen el precepto legal de lavarse las manos antes de comer, convencidos de que están poniendo a Jesús en un callejón sin salida, al acusarlo a Él, indirectamente, de incumplir con la ley de Moisés.

Jesús les contesta reprochándoles en la cara su hipocresía: se dicen cumplidores de la ley, pero olvidan los Mandamientos de Dios, entre los cuales está el “honrar a padre y madre”, algo que los fariseos no hacen pues, con el pretexto del cumplimiento legal, son capaces de dejar sin alimentos a sus propios padres: según las prescripciones farisaicas, un judío podía excusarse de ayudar con sus bienes a sus padres, diciéndole: “Los bienes con los que podría ayudarte los ofrezco al templo”.

Contrariando a los fariseos, Jesús les hace ver que esto no constituye más que una tradición humana –no la ley de Moisés, obviamente, sino los preceptos farisaicos-, que se coloca en el lugar de los mandamientos de Dios: con el pretexto de cumplir una ley, que es un precepto inventado por los hombres, los fariseos olvidan el precepto dado por Dios, el del amor al prójimo.

La calificación que merecen los judíos por hacer tales cosas –olvidarse de la caridad, de la misericordia, de la compasión, con el pretexto de servir a Dios- es muy dura: los llama “hipócritas” (cfr. Mt 23, 13), “sepulcros blanqueados, llenos de huesos de muertos y de inmundicia” (cfr. Mt 23, 27), “raza de víboras” (cfr. Mt 3, 1-12), “Dos veces hijos del infierno” (cfr. Mt 23, 15), “guías ciegos” (cfr. Mt 23, 16), “ciegos insensatos” (cfr. Mt 23, 17); “llenos de hipocresía y de maldad por dentro” (cfr. Mt 23, 18); “Llenos de robo y de injusticia” (cfr. Mt 23, 25), “asesinos” (cfr. Mt 23, 31).

Pero estos duros calificativos no son solamente para los fariseos, sino que es el calificativo que merece todo bautizado, sea religioso o laico, que usa la religión para olvidar a su prójimo: un sacerdote, un padre de familia, un hijo, un hermano, es decir, cualquiera que olvide la compasión y la caridad, escudándose en la religión, merece el mismo reproche por parte de Jesús.

Nadie está exento de ser un fariseo, puesto que el fariseísmo es el cáncer de la religión, y nadie está exento de contraer el cáncer; nadie está exento de caer en el mismo error farisaico, es decir, utilizar la religión y el nombre de Dios como pretexto para el propio egoísmo, para la falta de perdón, para el rencor, para la crítica demoledora.

No nos excusan las misas diarias, el rezo del Rosario, ni siquiera las confesiones: si no hay amor al prójimo en el interior, toda la práctica religiosa no es más que una máscara, una pátina de pintura al agua que se diluye con la primera lluvia, tal como sucede con los sepulcros blanqueados.

lunes, 7 de febrero de 2011

Es necesaria una mayor fe en la Presencia real de Jesús en la Eucaristía


“Muchos le rogaban que les dejase tocar al menos los flecos de su manto; los que tocaban su manto quedaban curados” (cfr. Mc 6, 53-56)). En el pueblo o caserío adonde llega Jesús, la gente se amontona a su alrededor, y le pide que aunque sea les deje tocar su manto, y los que tocan su manto, quedan curados, según el relato del evangelio.

De esta escena se desprende la intensidad de la fe de quienes acuden a Jesús, porque sin mediar palabra de Jesús, el solo hecho de tocar, no su humanidad, sino un objeto suyo, como su manto, quedan curados. Se trata de una actitud en todo similar a la actitud de la hemorroísa, quien pensaba que con solo tocar los flecos de su manto se curaría, como efectivamente sucedió (cfr. Mt 9, 18-26). Los dos episodios evangélicos están estrechamente relacionados, y de ambos se desprende la fortaleza de la fe de aquellos que se acercan a Jesús.

Tienen fe en Jesús como hacedor de milagros, como taumaturgo, como obrador de prodigios; por otro lado, y aunque el relato evangélico no lo diga, acuden a Jesús por dolencias físicas, las cuales quedan instantáneamente curadas, debido al poder que emana de Jesús. Que el poder salga de Jesús, se ve en el episodio de la hemorroísa: Jesús se da cuenta de que ha salido un flujo de energía divina de Él, y la causa de esta salida, ha sido la fe de la mujer, y es por eso que luego Jesús alaba su fe.

“Muchos le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; los que tocaban su manto quedaban curados”. En el evangelio, aquellos que tenían una enfermedad corporal, y deseaban ser curados, tenían tanta fe en Jesús, que con solo tocar su manto, no su humanidad, quedaban curados. Ni siquiera hacía falta, al igual que en el caso de la hemorroísa, que Jesús diera una orden, para que la enfermedad desaparezca: con sólo tocar su manto, quedaban curados.

Si los discípulos del evangelio quedaban curados en sus cuerpos, con sólo tocar el manto, ¿qué puede sucederle a un alma que, en la comunión eucarística, no toca el manto de Jesús, sino que, incorporando al Corazón Eucarístico de Jesús, es tocada ella por la gracia divina en la raíz del ser? ¿No es algo infinitamente más grande y sublime que ser curados en el cuerpo por tocar el manto de Jesús, que ser tocados por el Cuerpo y la Sangre de Jesús en lo más profundo del alma? ¿No es esto lo que sucede en cada comunión eucarística? ¿No entra acaso el alma en contacto directo, íntimo, personal, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, cuando comulga?

“Muchos le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; los que tocaban su manto quedaban curados”. El cristiano puede obtener de Jesucristo algo mucho más grande que la curación corporal, y puede alcanzar de Cristo algo mucho más sublime que su manto, y es su Cuerpo y su Sangre, y con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad, y esto podría llevarlo a las más altas cumbres de la santidad, al unirlo íntimamente a Cristo, y por Cristo, en el Espíritu, al Padre.

Y si no hay curación, en el sentido de crecimiento en santidad, es entonces que le falta al cristiano algo de lo cual abundaban la hemorroísa y los contemporáneos de Jesús: fe.

Si la comunión sacramental eucarística –en estado de gracia- no produce, más que una curación, un acrecentamiento del grado de santidad, es porque al alma le falta lo que a los discípulos de Jesús le sobraba: fe en Jesucristo y en su Presencia real eucarística.

jueves, 3 de febrero de 2011

Vosotros sois la luz del mundo

“Vosotros sois la luz del mundo” (cfr. Mt 5, 3-16). La frase con la cual Jesús describe a sus discípulos debe ser leída a la luz de otra frase suya: “Yo Soy la luz del mundo” (…). Jesús es la luz del mundo, Él, en cuanto Cordero de Dios, es “la luz de la Jerusalén celestial” (cfr. Ap 21, 23), que alumbra con su resplandor eterno a los ángeles y a los santos en el cielo. Jesús es Luz eterna que procede de la Luz eterna que es Dios Padre, tal como lo cree y lo reza la Iglesia en su Credo: “Dios de Dios, Luz de Luz”[1]; es una luz divina, sobrenatural, celestial, desconocida para el hombre, inaccesible para el hombre carnal y privado de la gracia, y es una luz que no es inerte, sin vida, sino que es una luz que es Vida en sí misma, Vida eterna, y que comunica de esa vida a quien ilumina; es una luz que es Vida y es una Vida que es Amor, que ama y transforma en el amor de Dios a quien ilumina.

Es de esta luz, que es Él mismo en Persona, la que es comunicada al alma en el momento del bautismo, haciendo al alma partícipe de la belleza, de la luminosidad, del esplendor, de la hermosura y de la gracia de Dios, y es por este motivo que Jesús dice a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo”, no por los discípulos en sí mismos, sino porque han recibido de Cristo Dios la luz de la gracia y la luz de la fe, que los convierte en imágenes vivas suyas, luz y resplandor eterno de la luz eterna que es Dios Padre. La luz de Dios, Dios, que es luz, se comunica a las almas por el bautismo y por los sacramentos, y quien la recibe, queda iluminado y es portador de esta luz, así como un cirio encendido queda iluminado y porta la luz que ha sido encendida en él (es esto lo que se significa en el rito del bautismo, cuando se enciende la candela tomando el fuego del cirio pascual: Cristo está en el alma bautizada, iluminándola, así como la llama está en la candela).

Es cristiano es "luz del mundo" porque Dios Padre ha encendido la luz de la gracia en su alma en el momento del bautismo, pero para iluminar al mundo con esta luz interior, es decir, para que esta luz interior, que está en la raíz y en lo más profundo del ser del hombre, ilumine el mundo en tinieblas, es necesario el obrar, pero no un obrar cualquiera, sino un obrar misericordioso. Es esto lo que dice el profeta Isaías: "Si compartes tu pan con el hambriento, despuntará tu luz como una aurora" (cfr. 58, 7-10). Una obra de misericordia, realizada exteriormente, es una manifestación al exterior de la luz interior que ilumina al alma: esto es lo que sucede con santos como la Madre Teresa de Calcuta, por ejemplo, pero también con cualquier acto de amor verdadero y puro, como el amor de una madre a su hijo, de un hijo a sus padres, de los hermanos entre sí, o un acto de perdón hacia un enemigo. Por el contrario, una obra impiadosa, un acto inhumano, refleja que en ese corazón sólo hay tinieblas y oscuridad, y ausencia de la luz de Cristo.

“Yo Soy la luz del mundo (…) Vosotros sois la luz del mundo”. Para comprender un poco más estas afirmaciones de Jesús, es necesario confrontar la luz con aquello que se le opone radicalmente, la ausencia de luz, es decir, las tinieblas y la oscuridad, como las que sobrevienen en la tierra cuando el sol se oculta, o cuando se interrumpe la luz artificial, teniendo en cuenta sin embargo que, en el mundo espiritual, las tinieblas nunca son tinieblas inertes, sin vida, como sucede en el mundo terrenal, sino que son tinieblas vivas, formadas y habitadas por los ángeles caídos.

Otra imagen que puede servir para este propósito, es el sol: el sol proporciona luz, y con la luz, calor, y con la luz y el calor, da además vida al planeta, ya que los seres necesitan del sol para vivir. La ausencia de sol significa ausencia de luz, de calor, de vida, y cuanto más prolongada, tanto más se nota en la naturaleza -por ejemplo, los vegetales no crecen como debieran si están en la oscuridad, y los animales no pueden encontrar su alimento-, ya que ningún ser vivo puede subsistir sin su luz. Es por este motivo que no hay nadie tan necio que pueda decir: “No necesito de la luz del sol para vivir”, desde el momento en que su subsistencia corporal depende de vegetales y de animales que para vivir necesitan del sol, y si esta dependencia del sol se da en la tierra, cuánto más se la dependencia para vivir en el mundo espiritual, en donde el sol no es un astro inerte, sino Jesucristo, Dios eterno, Sol de justicia: si en la tierra nadie puede vivir sin el sol, en la vida del espíritu nadie puede vivir sin Cristo Dios, y sin embargo, lamentable y tristemente, cuántos hay, entre los cristianos, que sí dicen, temerariamente: “No tengo necesidad de Dios para vivir”. ¡Cuántos cristianos, inmersos en las tinieblas, dicen: "No tengo necesidad de la Misa del Domingo para vivir, no tengo necesidad de Cristo Eucaristía para vivir", sin saber que así se apartan ellos mismos de la Fuente inagotable de Vida y de Amor!

¡Cuánto dolor causan a los Sagrados Corazones de Jesús y de María estas almas que prefieren la oscuridad, la soledad, el vacío y la muerte de las tinieblas, a la luz, al amor, y a la compañía de las Personas de la Trinidad! Con su actitud, hacen realidad las palabras del evangelista Juan: “El Verbo era Dios (…) era la luz (…) la luz era la vida de los hombres (…) el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (…) pero los hombres rechazaron la luz y amaron las tinieblas, porque sus obras eran malas”.

Entonces, lo que es el sol a la tierra, es el Sol de justicia, Jesucristo, al mundo del espíritu: Él es el Sol que da Luz, la luz eterna de Dios; es el Sol que da Vida, la Vida eterna de Dios; es el Sol que comunica Amor, el Amor misericordioso y eterno de Dios.

Cuanto el alma más se acerque a este sol divino, más recibirá de su luz, de su calor, de su vida, y más resplandecerá en su interior, y más se reflejará en su obrar misericordioso. Y como ese sol está en la Eucaristía, es la Eucaristía, cuanto el alma más se acerque a la Eucaristía –no significa comulgar en la mano, que así nos alejamos más de Él-, por la oración, la adoración, y la contemplación, más luz, más vida, y más amor recibirá de Cristo Dios, porque Cristo Eucaristía es la Fuente Increada de luz, de vida y de amor divinos.

Por el contrario, cuanto más se aleje el alma del Sol de justicia, Jesucristo, más lejos se encontrará de la fuente de luz, y a medida que se aleje, se irá internando en las sombras preternaturales, sombras vivas, sombras que son la muerte del espíritu. Y quien se interne en las sombras, se aleja no sólo de la luz, sino también de la vida y del amor, y por eso se puede afirmar que quien está lejos de Cristo Eucaristía habita “en sombras de muerte”, aún cuando respire, abra los ojos, se mueva, camine.

Un acto de amor por lo tanto para ese prójimo que vive en la oscuridad, será acercarlo a la fuente de la luz y del amor de Dios, no tanto por sermones y por reproches, sino por el amor misericordioso, obrado a su favor, y por la oración silenciosa, el sacrificio que nadie ve, el ayuno que sólo lo ve Dios, clamando piedad y misericordia por Él.

Es de esta forma, tratando de acercar, por medio de la misericordia, del sacrificio, de la oración y del ayuno, al prójimo que se encuentra en sombras de muerte, que el cristiano se vuelve “luz del mundo”.



[1] Cfr. Misal Romano.

martes, 1 de febrero de 2011

Fiesta de la Presentación del Señor


La Virgen presentó a Jesús en el templo (…) Cuando Simeón lo vio, dijo: ‘He visto al Salvador: luz para alumbrar las naciones y gloria de Israel’” (cfr. Lc 2, 22-40).

La Virgen María, junto a San José, lleva a su Hijo Jesús, recién nacido, para ser presentado en el Templo, cumpliendo con lo prescripto con la ley, que decía que el primogénito varón debía ser consagrado a Dios. Al entrar ellos en el templo, sale a su encuentro el anciano Simeón en quien, dice el Evangelio, “moraba el Espíritu Santo”, toma al Niño en sus brazos, y profetiza sobre Jesús, alabando a Dios porque ha cumplido lo que le había sido anunciado: que no moriría antes de ver al Salvador. No son por casualidad, ni por retórica poética, las palabras de Simeón referidas al Niño Dios: lo llama “luz para alumbrar las naciones” y “gloria del Pueblo de Israel”.

Simeón, como dice el Evangelio, está “inhabitado por el Espíritu Santo” (cfr. Lc 2, 25), lo cual quiere decir que Simeón ve algo que los demás no ven, y si dice que ese Niño, que ingresa en el templo llevado en brazos por su Madre, es “luz” de las naciones y “gloria” del Pueblo de Israel, es porque es así: Cristo es Dios, y como Dios, es luz eterna (cfr. Jn 8, 12)que procede de la luz eterna increada, Dios Padre, y como la luz es sinónimo de gloria en el lenguaje bíblico, Cristo Luz de las naciones es la gloria del Pueblo de Israel, de donde proviene según la estirpe humana. El Niño que lleva la Virgen Madre a ser presentado en el templo es Dios Hijo, Luz de Luz, resplandor de la gloria del Padre, que viene a iluminar al mundo y a las almas que viven “en tinieblas y en sombra de muerte” (cfr. Is 9, 2; cfr. Mc 4, 12-23) a causa del pecado original, y a causa de que el demonio, Príncipe de las tinieblas, es el señor del mundo, luego de haber sido arrojado del cielo por Miguel y sus ángeles (cfr. Ap 12, 7-9). El demonio, príncipe de la oscuridad y de la muerte, reina en el mundo y ejerce su dominio tiránico sobre las almas, inyectándoles a todas el pestilente veneno del rechazo de Dios, arrastrando a las almas fuera de la fuente de Vida, de Luz y de Amor que es Dios Trinidad, sumergiéndolas a todas en la muerte y en la oscuridad.

El Niño que trae en sus brazos la Virgen Madre viene para derrotar definitivamente a este príncipe infernal, y lo hará cuando, de grande, suba a la cruz y derrame su sangre, y con su sangre, su Espíritu, que es luz divina. La efusión de sangre de su Sagrado Corazón traspasado en la cruz, constituirá el momento de la derrota del príncipe de las tinieblas, y del triunfo definitivo de Dios, quien con su Espíritu, donará al mundo la Vida, la Luz y el Amor de Dios.

El sacrificio del Cordero, Presentado como Niño por su Madre en el templo, traerá consigo la derrota de Satanás y de los ángeles apóstatas, los cuales, enceguecidos ante la divina luz que brota del costado traspasado del Redentor, serán precipitados en el infierno al final del tiempo.

Mientras tanto, la estirpe de la Madre Virgen, los hijos adoptivos de Dios, nacidos al pie de la cruz, son convertidos también ellos en luz, al igual que el Hijo de Dios, al serles infundido en sus almas la luz del Espíritu Santo en el bautismo, y están llamados a sostener el combate contra las tinieblas. Del mismo modo a como la Virgen presentó en el templo a su Hijo, para que este iluminara el mundo con la luz del Amor divino, así el cristiano debe iluminar el mundo con la luz de Cristo, y el modo de comunicar esa luz es por medio del amor y la compasión para con el prójimo, incluido el enemigo.

Los cristianos, incorporados al Hijo de Dios por el bautismo, reciben de Él de su misma luz, y están así llamados a ser también ellos, como lo es Jesús, “luz del mundo”, por medio de la misericordia, de la caridad, de la compasión, del amor sobrenatural a Dios y al prójimo.

“Yo soy la luz del mundo (cfr. Jn 8, 12), y vosotros sois la luz del mundo en Mí” (cfr. Mt 5, 14), dice Jesús a los bautizados, porque los bautizados han recibido la gracia de la filiación divina y la luz de la fe, y por eso están llamados a dar testimonio de Cristo, el Cordero de Dios, Luz eterna de Luz eterna, que alumbra con su resplandor divino la Jerusalén celestial (cfr. Ap 21, 23), por medio de la misericordia y del amor.

Pero el mundo vive en tinieblas, y si el mundo vive en tinieblas, y si las tinieblas parecen celebrar su triunfo más resonante, es porque los hijos de la luz han claudicado en su misión de alumbrar el mundo, y han entrado a formar parte del ejército de las tinieblas. El mundo vive en tinieblas porque una gran mayoría de cristianos ha claudicado en su misión de ser luz del mundo.

“Yo soy la luz del mundo (cfr. Jn 8, 12), y vosotros sois la luz del mundo en Mí”. Sin Jesucristo, luz del mundo, nada podemos ser ni hacer, y sólo somos tinieblas. De nuestra libertad depende ser luz o ser tinieblas.