“La Virgen presentó a Jesús en el templo (…) Cuando Simeón lo vio, dijo: ‘He visto al Salvador: luz para alumbrar las naciones y gloria de Israel’” (cfr. Lc 2, 22-40).
La Virgen María, junto a San José, lleva a su Hijo Jesús, recién nacido, para ser presentado en el Templo, cumpliendo con lo prescripto con la ley, que decía que el primogénito varón debía ser consagrado a Dios. Al entrar ellos en el templo, sale a su encuentro el anciano Simeón en quien, dice el Evangelio, “moraba el Espíritu Santo”, toma al Niño en sus brazos, y profetiza sobre Jesús, alabando a Dios porque ha cumplido lo que le había sido anunciado: que no moriría antes de ver al Salvador. No son por casualidad, ni por retórica poética, las palabras de Simeón referidas al Niño Dios: lo llama “luz para alumbrar las naciones” y “gloria del Pueblo de Israel”.
Simeón, como dice el Evangelio, está “inhabitado por el Espíritu Santo” (cfr. Lc 2, 25), lo cual quiere decir que Simeón ve algo que los demás no ven, y si dice que ese Niño, que ingresa en el templo llevado en brazos por su Madre, es “luz” de las naciones y “gloria” del Pueblo de Israel, es porque es así: Cristo es Dios, y como Dios, es luz eterna (cfr. Jn 8, 12)que procede de la luz eterna increada, Dios Padre, y como la luz es sinónimo de gloria en el lenguaje bíblico, Cristo Luz de las naciones es la gloria del Pueblo de Israel, de donde proviene según la estirpe humana. El Niño que lleva la Virgen Madre a ser presentado en el templo es Dios Hijo, Luz de Luz, resplandor de la gloria del Padre, que viene a iluminar al mundo y a las almas que viven “en tinieblas y en sombra de muerte” (cfr. Is 9, 2; cfr. Mc 4, 12-23) a causa del pecado original, y a causa de que el demonio, Príncipe de las tinieblas, es el señor del mundo, luego de haber sido arrojado del cielo por Miguel y sus ángeles (cfr. Ap 12, 7-9). El demonio, príncipe de la oscuridad y de la muerte, reina en el mundo y ejerce su dominio tiránico sobre las almas, inyectándoles a todas el pestilente veneno del rechazo de Dios, arrastrando a las almas fuera de la fuente de Vida, de Luz y de Amor que es Dios Trinidad, sumergiéndolas a todas en la muerte y en la oscuridad.
El Niño que trae en sus brazos la Virgen Madre viene para derrotar definitivamente a este príncipe infernal, y lo hará cuando, de grande, suba a la cruz y derrame su sangre, y con su sangre, su Espíritu, que es luz divina. La efusión de sangre de su Sagrado Corazón traspasado en la cruz, constituirá el momento de la derrota del príncipe de las tinieblas, y del triunfo definitivo de Dios, quien con su Espíritu, donará al mundo la Vida, la Luz y el Amor de Dios.
El sacrificio del Cordero, Presentado como Niño por su Madre en el templo, traerá consigo la derrota de Satanás y de los ángeles apóstatas, los cuales, enceguecidos ante la divina luz que brota del costado traspasado del Redentor, serán precipitados en el infierno al final del tiempo.
Mientras tanto, la estirpe de la Madre Virgen, los hijos adoptivos de Dios, nacidos al pie de la cruz, son convertidos también ellos en luz, al igual que el Hijo de Dios, al serles infundido en sus almas la luz del Espíritu Santo en el bautismo, y están llamados a sostener el combate contra las tinieblas. Del mismo modo a como la Virgen presentó en el templo a su Hijo, para que este iluminara el mundo con la luz del Amor divino, así el cristiano debe iluminar el mundo con la luz de Cristo, y el modo de comunicar esa luz es por medio del amor y la compasión para con el prójimo, incluido el enemigo.
Los cristianos, incorporados al Hijo de Dios por el bautismo, reciben de Él de su misma luz, y están así llamados a ser también ellos, como lo es Jesús, “luz del mundo”, por medio de la misericordia, de la caridad, de la compasión, del amor sobrenatural a Dios y al prójimo.
“Yo soy la luz del mundo (cfr. Jn 8, 12), y vosotros sois la luz del mundo en Mí” (cfr. Mt 5, 14), dice Jesús a los bautizados, porque los bautizados han recibido la gracia de la filiación divina y la luz de la fe, y por eso están llamados a dar testimonio de Cristo, el Cordero de Dios, Luz eterna de Luz eterna, que alumbra con su resplandor divino la Jerusalén celestial (cfr. Ap 21, 23), por medio de la misericordia y del amor.
Pero el mundo vive en tinieblas, y si el mundo vive en tinieblas, y si las tinieblas parecen celebrar su triunfo más resonante, es porque los hijos de la luz han claudicado en su misión de alumbrar el mundo, y han entrado a formar parte del ejército de las tinieblas. El mundo vive en tinieblas porque una gran mayoría de cristianos ha claudicado en su misión de ser luz del mundo.
“Yo soy la luz del mundo (cfr. Jn 8, 12), y vosotros sois la luz del mundo en Mí”. Sin Jesucristo, luz del mundo, nada podemos ser ni hacer, y sólo somos tinieblas. De nuestra libertad depende ser luz o ser tinieblas.
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