miércoles, 17 de abril de 2024

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”

 


“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 44-51). Jesús se nombra a Sí mismo como “Pan Vivo bajado del cielo”. Para contraponer esta figura nueva, jamás aplicada por nadie para sí mismo como lo hace Jesús, trae a la memoria el maná del desierto, al cual los judíos consideraban como al “pan bajado del cielo”. Es verdad que el maná del desierto era un “pan bajado del cielo” y en esto se parece a Jesús, quien se auto-proclama como “Pan bajado del cielo”, pero las diferencias con el Pan que es Jesús son mayores que las coincidencias. La única similitud es que ambos vienen del cielo: el maná, porque es un pan dado por Dios, por un milagro divino; el Pan Vivo que es Jesús, también viene del cielo y es un milagro divino, por cuanto es un don de Dios Padre. Las diferencias consisten en que el maná del desierto era un pan material, que alimentaba el cuerpo -por eso Jesús les dice que sus padres comieron ese pan pero murieron- y que solo les servía para que no muriesen por hambre en su peregrinar hacia la Jerusalén terrena. El maná del desierto, entonces, era un pan material, que saciaba el hambre corporal y que impedía solamente la muerte corporal por inanición y su substancia era una substancia similar al pan terreno que el hombre consume todos los días. En otras palabras, puede decirse con toda razón que era un “pan muerto”, sin vida, en el sentido de que al ser material, no tenía vida en sí mismo, aunque servía para conservar la vida terrena.

El Pan Vivo bajado del cielo, que es Jesús, se diferencia en cambio porque es un Pan, precisamente, “vivo”, porque tiene vida en Sí mismo, desde el momento en que posee la Vida Eterna, que es la vida del mismo Señor Jesús. Al ser un “Pan Vivo”, que vive con la vida eterna, comunica de esta vida eterna a quien lo consume con fe, con amor y con piedad y en estado de gracia y es esto lo que dice Jesús: “El que coma de este pan vivirá eternamente”, es decir, si bien morirá en la primera muerte, la muerte corpórea, no sufrirá la segunda muerte, que es la eterna condenación, porque al haberse alimentado en esta vida con la Sagrada Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, posee ya en esta vida, en germen, la vida eterna, vida que se desarrollará en su plenitud en el momento de pasar por el umbral de la muerte, de esta vida a la otra. El Pan Vivo bajado del cielo, que es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, concede la vida eterna, la vida divina de la Trinidad, a quien lo consume con fe y con amor y por eso no “morirá eternamente”, sino que “vivirá eternamente”, porque el alma se alimenta con la substancia divina de la Trinidad, que es eterna por definición.

“Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo”. Quien se alimenta de la Eucaristía, posee ya en germen, la vida eterna, la vida misma de la Santísima Trinidad, la vida del Sagrado Corazón de Jesús. Si alguien comprendiera estas verdades de la fe católica, no dejaría pasar ni un solo día sin alimentarse de la Eucaristía.

“Yo Soy el Pan de Vida”

 





“Yo Soy el Pan de Vida” (Jn 6, 30-35). Le piden a Jesús un signo para que crean en Él y como prueba, traen al recuerdo el maná bajado del cielo, al que ellos le llaman “el pan bajado del cielo”. Gracias a este maná, dicen, sus antepasados pudieron alimentarse y así atravesar el desierto hasta llegar a la Tierra Prometida. Los judíos están convencidos de que ese maná, recibido cuando Moisés los guiaba por el desierto, es el verdadero y único maná bajado del cielo.

Pero Jesús los saca del error en el que se encuentran: el verdadero maná no es el que les dio Moisés; el verdadero Pan de vida no es lo que comieron sus antepasados en el desierto; el Verdadero Pan bajado del cielo es Él mismo, que entregará su Cuerpo y su Sangre glorificados, una vez atravesado el misterio pascual, oculto en lo que parece pan pero no es pan, sino Él en Persona, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y este Verdadero Maná, este Verdadero Pan bajado del cielo, que es un don del Padre y no de Moisés, es la Sagrada Eucaristía. Esto es lo que quiere decir Jesús cuando les dice: “No es Moisés el que les dio el pan del cielo; es mi Padre quien les da el Verdadero Pan del cielo”.

El Verdadero Pan del cielo es entonces la Eucaristía, porque el maná que recibió el Pueblo Elegido en el desierto era un pan material, milagroso, sí, porque venía del cielo, pero era solo pan; en cambio la Eucaristía viene del cielo, viene del seno del Padre y es el Verdadero Maná bajado del cielo, porque contiene el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hijo del Padre Eterno, Nuestro Señor Jesucristo. Además, el maná que recibieron a través de Moisés les permitió atravesar el desierto terreno, para llegar a la Jerusalén terrenal, alimentando sus cuerpos y evitando así que fallezcan de hambre; en el caso de la Eucaristía, el Pan bajado del cielo, enviado por el Padre, alimenta principalmente el alma, para evitar que el alma desfallezca ante las tribulaciones de la vida y concede al alma una participación en la fortaleza divina, que le permite atravesar el desierto del tiempo y de la historia humana para llegar, no a la Jerusalén terrena, sino a la Jerusalén celestial.

Si queremos atravesar el desierto de la vida con la fortaleza, la serenidad, la alegría y la paz del mismo Jesucristo, para así llegar a la Jerusalén celestial, hagamos entonces el propósito de alimentarnos del Verdadero y Único Maná celestial, el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía.


jueves, 11 de abril de 2024

“Ustedes son testigos de todo esto”

 



(Domingo III -TP - Ciclo B – 2024)

         “Ustedes son testigos de todo esto” (Lc 24, 35-48). Jesús resucitado les resume su misterio pascual de muerte y resurrección, les renueva la misión de anunciar dicho misterio a toda la humanidad y para eso “les abre la inteligencia”, para que puedan comprender “las Escrituras”, la Palabra de Dios. En otras palabras, les abre la inteligencia con la luz del Espíritu Santo, para que puedan comprenderlo a Él, que es la Palabra de Dios por excelencia. Sin esta luz del Espíritu Santo, el ser humano se pierde en las estrechas fronteras de su razón natural y tiende, por naturaleza, a dejar de lado lo que no entiende, como por ejemplo los milagros de Jesús y, lo que es más grave todavía, deja de lado todo lo sobrenatural que el misterio pascual de Jesús implica. Eso es lo que sucedió con Lutero, con Calvino, y con todos los reformadores protestantes, los cuales, al rebelarse contra la Iglesia Católica, perdieron la luz del Espíritu Santo y se quedaron con su sola razón natural, lo cual les hizo perder por completo la esencia, el sentido y la razón misma de ser de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y resurrección.

         Esto mismo nos puede pasar a nosotros los católicos, en relación al misterio pascual y a su actualización sacramental y litúrgica en el tiempo, que es la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía y así es como surge el modernismo, el progresismo, descartando y dejando de lado todo lo que no entiende, todo el misterio sobrenatural que posee la Santa Misa y la Sagrada Eucaristía. Esto es lo que explica que hayan sacerdotes que bailen en Misa, o que celebren Misa vestidos de payasos -literalmente-, de raperos, de osos de peluche o incluso que ambienten la Misa con objetos satánicos como los de Halloween, todo lo cual está debidamente documentado. Esto es lo que explica la ausencia de sacralidad en la música, la gran mayoría de la cual parecen pésimas baladas pseudo-sentimentales de la década de los setenta, con letras religiosas; es lo que explica que se haya perdido por completo la hermosa arquitectura de las catedrales católicas, que reflejaban en la Edad Media lo sagrado, desde el principio hasta el fin, reemplazando dichas catedrales por edificios vacíos de sacralidad y llenos de mundanidad. Todo esto se produce cuando el hombre no posee la luz del Espíritu Santo y cuando esto sucede, todo lo reduce al estrecho límite de su comprensión, cayendo en un malsano racionalismo, dejando de lado todo el misterio sobrenatural absoluto que, originándose en la Trinidad, desciende sobre la Iglesia y se manifiesta en su arquitectura, en su música, en su prédica. Lo más grave de todo es la pérdida del sentido sobrenatural en cuanto a Jesús -no se lo considera más el Hombre-Dios ni tampoco que prolongue su Encarnación en la Eucaristía- y en cuanto a su misterio pascual, que es salvar a la humanidad de la eterna condenación para conducirla al Reino de los cielos, reduciendo el contenido de su mensaje a una serie de consejos de auto-ayuda que ni siquiera son útiles para la vida de todos los días, dando la impresión de que la Iglesia es una especie de ONG religiosa que se encarga de la ecología y del medio ambiente y no de la salvación de las almas, de la lucha contra las pasiones y contra el Enemigo de Dios y de los hombres, el Ángel caído, Satanás.

         Nuestra religión católica es una religión de misterios y así lo dice el Misal Romano ya al inicio de la Misa: “Hermanos, confesemos nuestros pecados para que podamos participar dignamente de estos sagrados misterios”. El sacerdote da la absolución de los pecados veniales al inicio de la Misa, para que participemos con dignidad de un misterio, el misterio más grande de todos, la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, que se llevará a cabo por la liturgia eucarística. La Eucaristía es un misterio -que nos alimentemos con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hijo de Dios-, la Confesión es un misterio -que la Sangre del Cordero caiga sobre nuestras almas quitándonos nuestros pecados-, la Confirmación es un misterio -que recibamos a la Tercera Persona de la Trinidad en nuestras indignas almas-; en definitiva, toda nuestra religión es un misterio sobrenatural absoluto y si Jesús no nos infunde su Espíritu Santo, si Jesús no nos ilumina con su luz divina, caemos en el peor de los racionalismos, que nos impide precisamente vivir y practicar nuestra religión como una religión de misterios absolutos originados en la Santísima Trinidad, reduciendo todo a lo que hacen los protestantes, una simple reunión fraterna religiosa en donde se recuerda con la memoria la Última Cena y reduciendo al cristianismo a una especie de terapia de auto-ayuda emocional y afectiva, que tiene que acompañarse de lastimosos cantos sensibleros para despertar emociones de auto-compasión en los que se dicen cristianos. Esto último es lo que sucede en una secta evangelista, pero no es la religión católica. Además de pedir el perdón de los pecados al inicio de la Santa Misa, debemos pedir la asistencia del Espíritu Santo para que, iluminados por su luz divina, participemos dignamente de los Santos Misterios del Altar Eucarístico, la Santa Misa.


Jesús multiplica panes y peces

 


Jesús multiplica panes y peces (cfr. Jn 6, 1-15). ¿Cómo se produjo este milagro y qué significado tiene? El milagro es un milagro de orden físico, material, en el que se multiplican, o mejor, se crean de la nada, los átomos, las moléculas, las células, de la materia que forma parte de los peces y también del pan, de manera tal que donde antes había un solo pez y un solo pescado, luego del milagro puede haber diez, cien o mil de cada uno, según la disposición de la Divina Sabiduría. Jesús puede hacer este milagro desde el momento en el que es Dios y al ser Dios es Omnipotente y al ser Omnipotente, es Creador de la materia: crear la materia significa traer al ser y a la existencia algo que antes no era y no existía, tal como sucedió al inicio de los tiempos, con la creación del universo. Si Cristo puede crear el universo de la nada, con su poder divino, no es difícil pensar que también puede crear de la nada un puñado de panes y un poco de pescados, lo cual, comparado con el milagro de la creación del universo, es un milagro casi insignificantes. Esto es en cuanto a cómo se produjo el milagro en sí mismo.

La otra pregunta que nos debemos responder es acerca del significado: ¿cuál es el significado de este milagro?

Por un lado, tenemos el obvio significado inmediato, que es el de dar de comer y así satisfacer el hambre de una multitud de unas diez mil personas, las que se habían congregado para escuchar a Jesús. Con los panes y los pescados, Jesús satisface el hambre corporal de los hombres.

El otro significado es sobrenatural: el milagro de la multiplicación de panes es el anticipo y la prefiguración de otro milagro, infinitamente más grandioso que el de la multiplicación de panes y peces e incluso también que el de la creación del universo y es la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Con su Cuerpo y su Sangre, Jesús alimentará las almas de sus discípulos, saciando así el hambre espiritual de Dios y de su Amor, de su Paz, de su Alegría, de su Fortaleza, que todo ser humano posee desde que nace, aun cuando ni siquiera se dé cuenta de ello.

Jesús multiplica panes y peces en el Evangelio, saciando el hambre corporal de miles de personas; en la Santa Misa, Jesús hace un milagro infinitamente más grandioso y es el de convertir el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, para multiplicar su Presencia Eucarística, para alimentarnos con su divinidad, con el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. A nosotros, entonces, no nos da pan material ni carne de pescado, sino el Pan de Vida eterna, el Pan Vivo bajado del cielo y la Carne del Cordero, la Sagrada Eucaristía. Postrémonos entonces en acción de gracias y en adoración ante este milagro de su Sagrado Corazón.


miércoles, 10 de abril de 2024

“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios”

 


“El que es de la tierra pertenece a la tierra (…) el que es enviado de Dios habla palabras de Dios” (Jn 3, 31-36). Juan el Bautista diferencia dos tipos de seres humanos: el hombre terrenal, carnal, incapaz de percibir las cosas del cielo y de la vida eterna y el hombre “enviado por Dios”, que está en el mundo pero no es del mundo, que vive con su vida humana pero sobre todo con la Vida eterna que le comunica el Hijo de Dios por medio de la gracia transmitida por los sacramentos.

De acuerdo a esto, debemos preguntarnos qué clase de hombres somos, si somos seres terrenales y carnales o seres humanos que, por un llamado de Dios, estamos destinados al Cielo.

Los cristianos, que por el Bautismo hemos sido convertidos en templos del Espíritu Santo, que por la Comunión nos alimentamos con un alimento celestial, el Cuerpo y la Sangre del Cordero, que por la Confirmación hemos recibido el Amor Santísimo del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, vivimos en la tierra, pero ya no pertenecemos a la tierra, porque nuestro destino eterno es el Reino de los cielos. En otras palabras, los cristianos, al menos en teoría, ya no somos o no deberíamos ser hombres terrenales, carnales, que hablan cosas de la tierra o que se preocupan exclusivamente por las cosas de la tierra, olvidando el Reino de los cielos y la Vida eterna, la misma Vida eterna que recibimos en germen en cada Eucaristía. Si el cristiano se vuelve un hombre terreno y carnal, dejándose atraer por las atracciones del mundo, dejándose llevar por sus pasiones sin control, entonces está traicionando su destino de eternidad, está olvidándose que ya no pertenece a este mundo, sino que está llamado a ser ciudadano celestial de la Ciudad Santa, la Jerusalén del cielo. No se trata de ir por la vida dando sermones, porque no está ahí el testimonio cristiano, sino en las obras, porque son las obras las que demuestran que la fe está viva. Son nuestras obras de misericordia -paciencia, caridad, humildad, fortaleza, etc.-, las que demostrarán a los hombres terrenos que hay otra vida, la Vida eterna en el Reino de Dios, al cual todos estamos llamados. Esforcémonos entonces por vivir como hombres enviados por Dios, como hijos adoptivos de Dios, como hijos de la luz y luchemos para no ser hombres terrenales y carnales, destinados a ser estrellas fugaces que luego se pierden en la oscuridad del Abismo para siempre.

 


“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu” (Jn 3, 7b-15). Jesús les está revelando a sus discípulos acerca de una nueva forma de nacer, una forma de nacer que es desconocida para los hombres: se trata del nacimiento de lo alto, del nacimiento del Espíritu Santo. Nicodemo no entiende de qué le está hablando Jesús, cree que, literalmente, un hombre debe nacer de nuevo tal como nace por primera vez, es decir, desde el vientre de la madre. Pero Jesús le aclara de qué se trata: es un nacimiento nuevo, desconocido para los hombres, un nacimiento de Dios, un nacimiento del Espíritu Santo de Dios. Luego Jesús les da una señal de cómo se habrá de producir este nuevo nacimiento, como consecuencia de la efusión del Espíritu Santo y es cuando les anticipa proféticamente que Él habrá de ser crucificado y traspasado: “Así como Moisés elevó en alto la serpiente, así es necesario que el Hijo del hombre sea elevado en alto, para que todo aquel que crea en Él, tenga vida eterna”. El “ser elevado en alto” es, por supuesto, el momento de la crucifixión y el modo en el que los que crean en Él tendrán vida eterna, es cuando reciban, a través de su Sangre derramada en la cruz, el Espíritu Santo. Es decir, el Espíritu Santo que el mismo Jesús les infundirá a los discípulos con la Sangre derramada en el Calvario, es el mismo Espíritu que se infundirá a través de los Sacramentos, principalmente el Sacramento del Bautismo y es el que concederá a los hombres que lo reciban la Vida eterna, la Vida divina, la Vida absolutamente sobrenatural del Sagrado Corazón de Jesús, que es a su vez la Vida Eterna de la Trinidad.

“Tienen que nacer de nuevo, de lo alto del Espíritu”. Desde que recibimos el Bautismo sacramental, desde ese momento, iniciamos una nueva vida, la vida de los hijos de Dios, porque recibimos el Espíritu Santo que nos hizo nacer de lo alto, no ya como hijos humanos de padres humanos, sino como hijos adoptivos del Padre celestial. Ésa es la razón por la que nuestro ser, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestras obras, nuestras palabras, deben reflejar la vida nueva de los hijos de Dios, quienes “estamos en este mundo, pero no somos de este mundo”, porque pertenecemos al Reino de los cielos y hacia Él nos dirigimos cada día que pasa en esta vida terrena.

“El que no cree en el Hijo ya está condenado”


 

“El que no cree en el Hijo ya está condenado” (Jn 3, 16-21). En estos tiempos, en los que predomina en ciertos ambientes eclesiásticos una falsa concepción de la Misericordia Divina -Dios perdona todos los pecados, sin importar si hay o no arrepentimiento, lo cual es falso, porque la Misericordia Divina perdona los pecados solo cuando hay arrepentimiento-, las palabras del Evangelio, fuertes y precisas, van en contra de esta falsa concepción de la Misericordia de Dios: “En el que no cree en el Hijo ya está condenado”. Es decir, quien no cree en Jesucristo -el Jesucristo de la Iglesia Católica, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía-, aun ya desde esta vida “está condenado”, en el sentido de que, si se produjera su muerte en este estado de incredulidad, efectivamente se condenaría, irreversiblemente, en el Infierno. No se pude contradecir a la Palabra de Dios, ni se puede intentar tergiversar su contenido, porque sería una temeridad, de manera que solo cabe una interpretación y es interpretar lo que la Palabra de Dios dice textualmente. Al referirse a los que “no creen en Cristo” -y por lo tanto ya están condenados-, se refiere no solo a los ateos, quienes al no creer en Dios no creen obviamente en el Hijo de Dios, sino también a quienes creen en un cristo falso, como los protestantes, evangelistas, judíos, o como quienes creen en deidades que son demonios, como las religiones panteístas de tipo oriental y cualquier clase de secta. A todos estos les cabe la advertencia de la consecuencia de no creer en el Único y Verdadero Cristo: ya están condenados. Pero también están comprendidos muchísimos católicos, quienes por ignorancia culpable, por moda, por esnobismo, por descuido de su fe católica o por alguna otra razón, no creen en el Único y Verdadero Cristo, que está presidiendo, como Rey que es, a la Iglesia Católica, desde su trono real, el sagrario, en la Eucaristía. A estos católicos también les cabe la advertencia, que sería así: “El que no cree en el Señor Jesús, Hijo de Dios, Presente en la Eucaristía, ya está condenado”. No hay términos medios: o creemos en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía y así salvamos nuestras almas, o rechazamos esa Presencia y nos condenamos. Por supuesto que, mientras vivamos en el tiempo, hay tiempo de acudir a la Divina Misericordia, para pedir perdón por el pecado de incredulidad y así comenzar el camino de la conversión y de la salvación, pero a ese camino hay que emprenderlo de una vez, porque el tiempo pasa, se acaba y no vuelve más y, además, lamentablemente, son muchísimos los católicos que, paradójicamente, cometen el mismo error de los ateos, los protestantes, los judíos, los evangelistas y los sectarios: no creen en Jesús Eucaristía. Si queremos salvar nuestras almas y las de nuestros seres queridos, pidamos la gracia de no caer nunca en el pecado de incredulidad o bien de salir de él, si es que ya estamos en él, para así dar inicio a nuestra salvación en Jesús Eucaristía.