jueves, 20 de febrero de 2025

“Amad a vuestros enemigos”

 


(Domingo VII - TO - Ciclo C - 2025)

         “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6, 27-38). Con este mandato, el de “amar al enemigo” Jesús nos revela que la religión católica que Él fundó no es una religión que surja de la mente humana ni de los ángeles, tal como sucede con la totalidad de las otras religiones, incluidas el protestantismo y el islamismo. Estas sí son inventadas por hombres: por Lutero en el primer caso y por Mahoma en el segundo, pero la religión católica no, sino que es creada a partir de la revelación del Hombre-Dios Jesucristo y la prueba de ello es este mandato, el de “amar a los enemigos”. El fundamento para esta afirmación que el amor al enemigo, tal como lo pide Jesús, va más allá de las fuerzas naturales, porque según la naturaleza, al enemigo, por definición, no se lo ama, desde el momento mismo en el que es enemigo: al enemigo, en primer lugar, se lo combate con todas las fuerzas; en segundo lugar, se le puede y se le debe tener una consideración humanitaria, pero ante todo se lo debe combatir, pero no amar; es por esto que decimos que el amar al enemigo es una absoluta novedad revelada por Jesús: “Amad a vuestros enemigos”. Es verdad que en el Antiguo Testamento existía un mandamiento similar en relación a los enemigos, pero esto se limitaba al campo de batalla y se reducía más bien, a un trato humanitario y compasivo para con el enemigo vencido. Fuera del campo de batalla, en la relación de todos los días y sobre todo en relación al prójimo que por algún motivo era considerado enemigo, se aplicaba la ley del Talión: “ojo por ojo y diente por diente”. Esto significa que al enemigo debía aplicarle, en venganza y justificado por la ley, un daño recíproco al que me había hecho, esto es lo que literalmente significaba: “ojo por ojo, diente por diente”. Sin embargo, desde Jesús, la ley del Talión queda suprimida definitivamente y para siempre y es reemplazada por un nuevo mandato, el de amar al enemigo: “Ama a tus enemigos”. Entonces, si con la ley del Talión se buscaba a través de la venganza un equilibrio de justicia –un ojo por un ojo, un diente por un diente-, ahora, con la ley de Jesucristo, la de amar al enemigo, la misericordia prevalece por encima de la justicia y la venganza desaparece del horizonte del cristiano. Esta es la razón por la cual un verdadero cristiano jamás busca venganza, sin tener en cuenta el daño recibido, aunque no por ello pueda dejar de reclamar una justa reparación por el daño sufrido por su enemigo.

Algo que hay que considerar en el mandamiento de Jesús, es que es verdaderamente nuevo y distinto al mandamiento del Antiguo Testamento, porque en el Antiguo Testamento sí se mandaba amar al enemigo, pero en el mandato de Jesús hay un elemento esencial que lo hace totalmente distinto y la novedad del mandamiento de Jesús radica en la cualidad del amor con el cual debemos amar al enemigo. Cuando prestamos atención, Jesús nos dice que debemos amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado” –“Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”[1]-, y esto significa una diferencia radical con el amor al enemigo del Antiguo Testamento, porque el amor con el que nos ama Jesús es substancialmente otro distinto al amor meramente humano: ya no se trata del amor humano, como en el Antiguo Testamento, sino del Amor divino del Sagrado Corazón, que se derrama sin límites en la Cruz, desde su Cuerpo herido y su Corazón traspasado. Es decir, el amor con el cual hay que amar al enemigo, no es el amor humano, el cual está corrompido por el pecado original y por lo tanto es limitado, egoísta, superficial y se deja llevar por las apariencias: el amor con el que se debe amar a los enemigos es el Amor con el cual Jesús nos ha amado desde la Cruz y ese Amor es el Amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad.

Aquí podemos ver con claridad la novedad radical del mandato de Jesús, que indica que la religión católica proviene de Dios y no de los hombres: cuando Jesús nos dice que debemos amar al enemigo “como Él nos ha amado” y Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor de su Sagrado Corazón, que es el Amor-Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo. Es con este Amor Divino con el cual Jesús nos perdonó e imploró misericordia para nosotros, a pesar de que nosotros éramos los que le dábamos muerte por nuestros pecados: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Imitando a Jesús, así es como debemos obrar nosotros cuando recibamos alguna injuria por parte de nuestros enemigos: no es suficiente no guardar rencor ni tampoco perdonar por motivos meramente humanos: a nuestros enemigos debemos perdonarlos con el mismo perdón con el que Jesucristo nos perdonó desde la Cruz y amarlo con el Amor del Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Ésta es la única manera de vivir cristianamente el mandato de Jesús de amar al enemigo. Por el contrario, quien no solo no perdona a su enemigo, sino que además busca venganza, obra como un anti-cristo, en el sentido de ser contrario al mandato de Cristo. Solo podemos llamarnos “cristianos” cuando, con la ayuda de la gracia, tratemos de imitar a Jesús perdonando a nuestros enemigos como Él nos perdonó en la cruz, siendo nosotros sus enemigos y además pidamos la gracia de hacerlo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Este amor al enemigo no quita, por otra parte, que se deba buscar la justicia, tanto humana como divina, cuando sea el caso.

Algo que debemos tener en cuenta es que, si bien el amar a nuestros enemigos depende de nuestra libertad, debemos saber que si persistimos en nuestro enojo y deseo de venganza y no perdonamos y no amamos, entonces se nos aplicarán las palabras de Jesús: “La medida que uséis, la usarán con vosotros”[2]. En otras palabas, si negamos la misericordia a nuestros enemigos, no recibiremos misericordia de parte de Dios.

Una última consideración a tener en cuenta en el mandato al enemigo es la siguiente y es que se debe hacer una clara distinción entre los que consideramos simplemente “enemigos personales”, a los cuales hay que amar como Jesús nos manda, y los enemigos de Dios, de la Patria y de la Familia, porque a estos últimos no solo no se los debe amar, sino que se los debe combatir, con las armas adecuadas en cada caso. Así lo enseña Santo Tomás de Aquino; dice el santo que callar y soportar una injuria dirigida contra uno mismo, es algo meritorio y laudable, pero que callar y soportar una injuria dirigida contra Dios –y, por extensión, contra la Patria, don de Dios-, es “suma impiedad”. Es decir, callar ante los enemigos de Dios y de la Patria es algo contrario al Evangelio. El mandato del amor a los enemigos vale para los enemigos personales: a los enemigos de Dios y de la Patria hay que combatirlos, de modo cristiano, pero hay que combatirlos. De lo contrario, como lo dice Santo Tomás, cometeríamos el grave pecado de la suma impiedad. Por ejemplo, este mandato no se aplica contra el invasor y usurpador inglés, que ocupa ilegítimamente nuestras Islas Malvinas: no quiere decir que porque Jesús nos manda amar al enemigo, debemos renunciar a su reclamo y al hecho de que deben abandonar las Islas y pedir perdón por la usurpación, además de reparar por el ultraje ocasionado contra nuestra Patria. Por el contrario, se debe combatir a ese enemigo. Lo mismo cabe contra los enemigos de Dios, como la Masonería, el Comunismo, el Liberalismo y otras sectas que buscan destruir su Iglesia: no cabe para ellos el amor al enemigo, porque ellos ultrajan el nombre de Dios; cabe combatirlos, de modo cristiano, como dijimos, sin malicia en el corazón, pero combatirlos con todas nuestras fuerzas.

“Amad a vuestros enemigos”. Debido a que no poseemos, por naturaleza, el Amor con el cual poder perdonar y amar a nuestros enemigos tal como lo hizo Jesús con nosotros en la cruz, debemos por lo tanto recurrir a la fuente del Amor Misericordioso, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, en donde encontraremos Amor más que suficiente para amar a nuestros enemigos con el mismo Amor con el que Jesús nos amó desde la Cruz, el Divino Amor del Padre y del Hijo, la Persona-Amor de la Trinidad, el Espíritu Santo.

 



[1] Cfr. Jn 13, 34-35.

[2] Mc 4, 21-25.


miércoles, 12 de febrero de 2025

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!”

 



(Domingo VI - TO - Ciclo C - 2025)

“Bienaventurados vosotros… ¡Ay de vosotros…!” (cfr. Lc 6, 17. 20-26). Jesús pronuncia lo que podríamos denominar el “Sermón de las Bienaventuranzas y los Ayes”: las bienaventuranzas son para algunos; los ayes o lamentaciones para otros. Tenemos que preguntarnos entonces cuáles son estas bienaventuranzas y cuáles son los ayes, para saber en qué grupo estamos. Algo que hay que tener en cuenta al considerar tanto las bienaventuranzas como los ayes, es que estos se comienzan a vivir en esta vida, es decir, son temporales, pero también pueden constituir el estado eterno del alma, dependiendo del momento en el que alma se encuentra en el momento de morir; esto quiere decir que si bien en esta vida podemos pasar de un estado -bienaventuranza- al otro -ayes-, en la otra vida, en la vida eterna, tanto las bienaventuranzas, como los ayes, son para siempre.

Comenzando por las bienaventuranzas, para Jesús son bienaventurados los que participan de su Cruz, de la Santa Cruz del Calvario. Así es como deben entenderse todas las bienaventuranzas, a la luz de la Santa Cruz de Jesús. Por oposición, los ayes se dan en quienes rechazan la cruz de Jesús.

Un ejemplo es el de la pobreza de la bienaventuranza, que no es la misma pobreza de la tierra, sino algo totalmente distinto, porque es la Pobreza de la Cruz. En la primera bienaventuranza, Jesús dice: “Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”: la pobreza de la que habla Jesús es ante todo la pobreza de la Cruz. ¿Cuál es esa pobreza? En la Cruz, Jesús no posee nada material que sea suyo: los clavos de hierro, el leño de la Cruz, el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, son todos bienes prestados por Dios Padre para que Jesús lleve a cabo la redención humana. También existe la Pobreza espiritual de la Cruz y es la de sentirse necesitado de Dios, como lo hace Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. La Pobreza de la Cruz es material, como la de la tierra, pero ante todo es espiritual, porque es la condición del espíritu humano que se siente necesitado de una sola cosa, de un solo Ser y ese Ser es Dios Uno y Trino y a Él le confía su espíritu, no solo en el momento de la muerte, sino en cada segundo de su existencia terrena.

Cada bienaventuranza, entonces, debe leerse a la luz de la Cruz de Jesús: es bienaventurado el cristiano que, con amor, piedad y devoción, participa de la Santa Cruz de Jesús, porque la Cruz de Jesús es el Único Camino para llegar al Cielo.

Pero también los ayes deben interpretarse de acuerdo a la Cruz de Jesús, porque el “ay” le corresponde al alma que, voluntariamente, rechaza la Cruz.

En el primer “ay”, Jesús se refiere a los ricos, pero no se trata solamente de los ricos materialmente hablando, sino de aquellos que, suficientes de sí mismos, consideran que no tienen necesidad de Jesucristo, de su Cruz, de sus Sacramentos, de su Iglesia.

Por ejemplo, en el primer “ay”, Jesús dice: “Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo”. Jesús sí se refiere a la riqueza material, pero solo a la riqueza material vivida de manera egoísta, porque no está mal el ser rico materialmente hablando, si estas riquezas son adquiridas honradamente: según Jesús, el rico puede salvarse siendo rico, con la condición de que comparta su riqueza con los demás. Quien sea rico, pero al mismo tiempo avaro, egoísta, no se llevará nada de su riqueza a la otra vida, en la vida eterna se verá con las manos vacías y como su corazón estaba apegado a las riquezas, no tendrá consuelo. Quien es rico materialmente en esta vida, pero egoísta, vivirá en el “ay”, eternamente en la otra vida.

Es a esta riqueza material a la cual hace referencia en primer lugar Jesús, aunque también Jesús habla de otra riqueza, la riqueza espiritual, una riqueza que solo produce bienaventuranza: es la riqueza del que lo tiene todo, aun sin tener nada materialmente hablando, porque tiene consigo la riqueza que concede la gracia santificante y esa riqueza es incalculable, porque por la gracia el alma participa de la vida y de la luz de la Trinidad y esto significa que el alma en gracia es la más rica y valiosa del universo, porque está iluminada por la luz de la Trinidad y porque las Personas de la Trinidad inhabitan en ella. Quien tiene en sí la gracia de los sacramentos, es el más rico de los hombres y quien no la posee, es el más miserable de los hombres, aun cuando lo posea todo, materialmente hablando y es así como vemos cómo hay quiénes, entre el Nuevo Pueblo Elegido, los católicos, muchos repiten la misma historia del Pueblo Elegido, el sustituir al Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía, Fuente Increada de la gracia santificante y la Gracia Increada en Sí misma, la Fuente de la riqueza espiritual, por ídolos de barro, o de oro que nada valen, porque comparados con la Eucaristía, cualquier ídolo de oro puro vale menos que el barro. La gracia y sobre todo la Fuente de la Gracia, Jesús Eucaristía, es la mayor riqueza y quien deja pasar la gracia, quien deja pasar Eucaristía tras Eucaristía, deja pasar la riqueza infinita del Amor de Dios y si así persiste hasta la muerte, vivirá eternamente en el desconsuelo, por haber dilapidado el tesoro de la gracia.

Al reflexionar en el Sermón de las Bienaventuranzas y de los Ayes, debemos considerar en cuál de ambos grupos estamos y, sobre todo, en cuál grupo queremos estar por la eternidad, teniendo en cuenta que el grupo que elijamos, bienaventuranzas o ayes, se comienza a vivir aquí en la tierra.

sábado, 8 de febrero de 2025

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!”


 

(Domingo V - TO - Ciclo C - 2025)

“¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” (Lc 5,1-11). En las lecturas y también en el Evangelio, hay un hilo conductor y es el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, que comienza en los cielos, para finalizar también en los cielos, misterio que pasa por la tierra y se concreta en el misterio eucarístico. Toda la Liturgia de la Palabra se centra en la Eucaristía. En la primera lectura, el profeta Isaías es llevado a los cielos, en donde le sucede algo que representa a la Eucaristía; luego de lo cual, el profeta es enviado a predicar el misterio del Mesías que ha de venir a salvar al mundo, Mesías que es Jesucristo; en la segunda lectura, el Apóstol predica acerca del misterio pascual de muerte y resurrección, el mismo misterio que vio el profeta Isaías en los cielos y que él, como Apóstol de la Iglesia Católica, ahora predica por todo el mundo; finalmente, en el Evangelio, el milagro de la pesca, está prefigurado también el misterio de la Eucaristía.

En la primera lectura, el profeta Isaías describe una experiencia mística, en la cual es llevado a los cielos: allí ve a Dios “sentado en un trono excelso (…) con las orlas de su manto llenando el Templo”. El profeta describe también a uno de los coros angélicos, los serafines, los cuales entonan el cántico de triple adoración -como un anticipo de la revelación de la Trinidad de Personas en Dios-, el trisagio de alabanzas o triple cántico de santidad: “¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!” Toda la tierra está llena de su gloria”. El profeta narra cómo el Templo “se llena de humo”, indicando con eso el incienso que se quema en honor a la Trinidad Santísima, sea en los cielos como en la tierra. Después de expresar su temor por haber visto con sus propios ojos al Dios de majestad infinita y porque lo ha visto él, que es un hombre de labios impuros que habita en medio de un pueblo de labios impuros -indicando con esto el pecado original que afecta a toda la humanidad-, el profeta describe una acción llevada a cabo por uno de los serafines, que prefigura la acción de la gracia sacramental por un lado y la recepción de la Eucaristía por otro. Isaías narra cómo un serafín vuela hacia él, tomando con una tenaza una brasa ardiente que había levantado previamente del altar del cielo; con esa brasa ardiente toca la boca del profeta y el serafín le dice: “Mira, esto ha tocado tus labios; tu culpa ha sido borrada y tu pecado ha sido expiado”. Los labios impuros del profeta representan al pecado original y actual, como ya lo dijimos; la brasa ardiente que purifica los labios del profeta, representan a la gracia santificante que se comunica al alma por medio del Sacramento de la Confesión, que purifican al alma, así como el fuego purifica al oro de sus impurezas, aunque la brasa ardiente también representa a la misma Sagrada Eucaristía, por cuanto la Eucaristía se forja en el Horno Ardiente de caridad infinita que es el Sagrado Corazón de Jesús; por último, en el Templo del cielo hay un altar y aunque aquí no se lo diga, ese altar es el Altar del Cordero de Dios, porque en la Jerusalén celestial hay un único Templo, un único Altar y un único Cordero, Cristo Jesús, por lo que lo que se indica implícitamente en la lectura del Antiguo Testamento es que el serafín purifica los labios del profeta para que este pueda alimentarse del Cordero del Sacrificio, Cristo Jesús. Y esto es lo que sucede en los templos de la tierra, en los templos de la Iglesia Católica: la gracia santificante del Sacramento de la Confesión es la brasa ardiente que purifica al alma y la deja en condiciones de acercarse al Altar del Sacrificio para alimentarse de la Carne y la Sangre glorificadas del Cordero de Dios, Cristo Jesús en la Eucaristía. Por último, la experiencia mística del profeta en el cielo finaliza con el mismo Señor Dios preguntándose a Sí mismo, quién seria aquel que, en Nombre Suyo, iría por la tierra para dar a conocer estos sublimes misterios celestiales: “Yo oí la voz del Señor que decía: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?” -la pregunta es en plural, porque son las Tres Divinas Personas de la Trinidad, un solo Dios-. A cuya pregunta el profeta responde, ofreciéndose él mismo para ir como evangelizador de las naciones paganas: “¡Aquí estoy, envíame!”. Como vemos, entonces, la lectura del Antiguo Testamento, si bien en un sentido velado y prefigurado, se describe el misterio pascual de Jesucristo, que tiene a la Eucaristía como a su Fuente y a su Culmen, como a su punto de partida y a su punto de llegada y también tiene un sentido netamente misionero, evangelizador.

La segunda lectura también tiene un sentido eucarístico y misionero, porque el Apóstol describe la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo y relata cómo “su gracia no fue estéril en él” y esta gracia le vino a él por medio de la Sagrada Eucaristía que se celebraba sin interrupción desde la Primera Misa, la Última Cena; el sentido misionero es explícito cuando dice que tanto él como los discípulos “predican lo mismo”, esto es, el misterio pascual de Jesucristo, centrado en el misterio eucarístico.

Por último, el Evangelio tiene también un claro sentido eucarístico y misionero, por cuanto el milagro de la pesca abundante es una prefiguración de la Eucaristía, porque la multiplicación de la carne de peces bajo el mandato de la voz de Jesús, prefigura y anticipa la multiplicación de otra carne, esta vez no de peces, sino de la Carne glorificada del Cordero de Dios, Cristo Jesús, no en el ámbito de las aguas del mar, sino en el Altar del Sacrificio, el Sagrado Altar Eucarístico, también por medio de la voz omnipotente del Sumo Sacerdote Jesucristo, Quien es el que convierte el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, la Sagrada Eucaristía. Y este milagro también tiene un claro sentido misionero y evangelizador, porque luego del milagro, tanto Pedro como los discípulos, luego de reconocer la divinidad de Jesús y de adorarlo, postrándose a sus pies, reciben el encargo de transmitir y comunicar a las naciones paganas y a los mismos judíos la Buena Noticia: “De ahora en adelante serás pescador de hombres”.

La Palabra de Dios nos revela entonces cómo el misterio eucarístico se origina en el Altar del Cielo y se prolonga en el Altar Eucarístico de la tierra y cómo el mismo Dios Trino en Persona busca de entre su Nuevo Pueblo Elegido quiénes quieran proclamar, con fervor misionero, a los cuatro vientos y desde las terrazas el misterio más grande jamás imaginado, la Sagrada Eucaristía.


jueves, 30 de enero de 2025

Presentación del Señor Jesús en el Templo




(Ciclo C - 2025)

         Esta fiesta litúrgica, llamada “La Presentación del Señor Jesús en el Templo” o también "Fiesta de la  Candelaria", tiene sus orígenes en los inicios del pueblo hebreo, cuando Dios, al elegir a su Pueblo, les advirtió que no debían hacer como los paganos, que ofrendaban sus hijos al Demonio. El Pueblo Elegido debía ofrendar sus hijos a Él, a Yavhéh, puesto que Él, en cuanto Creador, es el Dueño de los niños de las familias, no solo de las familias del Pueblo Elegido, sino que es el Dueño de los niños de las familias de todo el mundo.

Al enseñar a los hebreos que no debían ofrendar sus niños al Demonio, sino a Él, Dios purificó y santificó esta fiesta pagana, convirtiéndola en una fiesta dedicada a Él, el Verdadero Dios. Por esta razón, siguiendo esta normativa de la Ley, que mandaba ofrendar al primogénito –y en él, a toda la prole-, es que la Virgen y San José llevan al Niño Jesús al Templo, al cumplirse cuarenta días de su Nacimiento y lo Presentan ante el altar de Dios, haciendo de su Niño, el Niño Dios, una ofrenda Pura, Agradable y Santa, para Dios. En ese entonces, las familias adineradas acompañaban la ofrenda con un cordero, pero como José y María eran pobres, solo pudieron ofrendar dos pichones de palomas. Esto es lo que sucedía a los ojos del cuerpo, pero en la realidad espiritual y mística, la ofrenda de la Sagrada Familia sí era la de un cordero, pero no un cordero animal, sino que su ofrenda era la del Cordero de Dios, porque el Niño que llevaba la Virgen no era un niño más entre tantos, sino el Cordero de Dios, la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que venía desde la eternidad a nuestro tiempo para salvar a los hombres con su sacrificio santo en la cruz del Calvario.

Esta fiesta litúrgica, llamada en la Iglesia Romana como “Presentación del Señor Jesús”, se festejaba también en las iglesias orientales católicas, pero era conocida bajo otro nombre: se la conocía con el nombre de “La fiesta del Encuentro” (en griego, Hypapante), y la razón de este nombre es que así se remarca un elemento central de esta festividad, que es precisamente el “encuentro”  del Ungido de Dios, Cristo Jesús, Ungido con el Espíritu Santo en el momento de la Encarnación, con su Pueblo[1], pero ya no el Antiguo Pueblo Elegido, el pueblo hebreo, sino el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, quienes forman, a partir de la gracia bautismal, el Nuevo y Definitivo Pueblo Elegido de Dios Uno y Trino, Elegido para ser destinatario de la salvación en Cristo Jesús por medio de la recepción de su Sangre derramada en la Cruz el Viernes Santo y comunicada en el tiempo y en el espacio a todas las generaciones pasadas, presentes y futuras, a través de los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica.

Que Jesús sea el Elegido, el Ungido del Señor y que Él, en cuanto Ungido y Elegido vaya al Encuentro de su Pueblo, que Él ha rescatado al precio altísimo de su Sangre Preciosísima, es lo que se lee en el Evangelio de Lucas (1, 1-4; 4, 14-21): por un lado, Jesús es el Ungido del Señor, y es Él quien va al encuentro del Nuevo Pueblo Elegido; por otro lado, este Nuevo Pueblo Elegido estaba representado por los ancianos Simeón y Ana, quienes por su edad y santidad de vida, representan a los hombres y mujeres piadosos y devotos de la Antigua Alianza, que esperaban al Mesías; pero al mismo tiempo, Simeón y Ana representan a la juventud del Nuevo Pueblo Elegido, porque en cuanto ven al Niño Dios, reciben de Él su gracia santificante, son rejuvenecidos en sus almas al quitárseles el pecado original y así se convierten en las primicias, junto a otros justos del Antiguo Testamento, del Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados y miembros de la Iglesia Católica. Un elemento muy importante y que destaca el Evangelio es el hecho de que el anciano Simeón es “llevado por el Espíritu Santo” al templo y es así como ingresa en el templo, en donde, al tomar entre sus brazos al Niño, es iluminado por el mismo Espíritu Santo y con esta luz divina puede contemplar la divinidad del Niño Dios y es por eso que al Niño Presentado por la Virgen le da el nombre de “Mesías que debía venir al mundo”. De esta manera, el Mesías se encuentra con su pueblo, representado en los santos Simeón y Santa Ana, quienes así reciben de su Mesías la gracia y la divina luz trinitaria que los sacará de las tinieblas del mundo terreno para conducirlos a la feliz eternidad del Reino de los cielos.

Esta Presentación y este Encuentro del Ungido del Señor, Cristo Jesús, por parte de la Madre Virgen, María Santísima, ocurrida una vez en el tiempo, se repite cada vez en la Santa Misa, en la cual la Santa Madre Iglesia, la Virgen Inmaculada y Esposa Mística del Cordero, en un movimiento ascendente, Presenta al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, el Cordero del Sacrificio, la Hostia Santa y Pura, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, mientras que, al mismo tiempo, en un movimiento descendente, Dios Trino viene al Encuentro de su Nuevo Pueblo Elegido, el Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica; de esta manera se une el Nuevo Pueblo Elegido con la Trinidad y la Trinidad con los miembros de la Iglesia Católica, todos los que recibieron el Bautismo sacramental y por esto mismo, cada Santa Misa es una Fiesta, a la vez, tanto de la Presentación, en sentido ascendente, como del Encuentro, en sentido descendente.

Por último, el significado en esta festividad de la costumbre de ingresar con velas desde el atrio es el siguiente: así como la Virgen Santísima ingresó en el templo portando a su Hijo Jesucristo, Luz Eterna del Ser divino trinitario, Luz del mundo y Luz de la Nueva Jerusalén, así el Nuevo Pueblo de Dios, los miembros de la Iglesia Católica, imitan a la Virgen, puesto que la candela, hecha con cera pura de abeja y encendida con el fuego, representa a Cristo, el Hombre-Dios: la cera pura representa a su Humanidad Purísima y el fuego de la candela -por eso se llama también “Fiesta de la Candelaria”- representa a su divinidad, ya que la luz, en el lenguaje bíblico, es sinónimo de gloria y solo Dios posee la gloria y Es la Gloria infinita y eterna en Sí misa. También, de la misma manera a como la candela encendida aporta luz, calor y vida, así Jesús, Presentado en el templo, es luz de Dios, calor del Amor Divino y Vida divina trinitaria que concede la vida de la Trinidad a quien ilumina.

Finalmente, otro significado es que, llevados por el Espíritu Santo al templo como el anciano Simeón, para encontrar al Señor Jesús, el Redentor, también nosotros debemos pedir la gracia de ser llevados al Templo por el Espíritu Santo con el único fin de acudir al encuentro de nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, que está Presente en la Eucaristía, para ser iluminados por su luz divina[2]. Y así como Simeón, iluminado por el Espíritu Santo, reconoció y adoró al Cordero de Dios oculto en la Humanidad del Niño de Belén, así también nosotros, iluminados por el Espíritu Santo, pidamos la gracia de reconocer al Cordero de Dios, Cristo Jesús, oculto bajo la apariencia de pan en la Eucaristía para adorarlo, porque quien adora a Jesús Eucaristía, es iluminado por Él, y no solo no vive en tinieblas, sino que tiene en sí la luz divina que da la Vida de la Trinidad, la Vida eterna.

 



[2] Es éste y no otro el sentido del Misal Romano cuando, en la oración de la Fiesta de la Presentación del Señor, dice así: “Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria”.


lunes, 30 de diciembre de 2024

Solemnidad de Santa María, Madre de Dios

 


 (Ciclo C - 2024 - 2025)

         La Iglesia inicia el año civil con una de las solemnidades más importantes, la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios. Debido a esto, debemos preguntarnos si es por una casualidad, o porque la Iglesia pretende algo más que una mera celebración del paso del tiempo, como es el festejo de fin de año.

Al reflexionar, nos damos cuenta que no es por el azar que la Iglesia pone a la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, cuando apenas comienza el año civil: al hacerlo, la Iglesia tiene la intención de que meditemos sobre la relación que existe entre el tiempo nuestro humano, al cual medimos con unidades de tiempo diversas como segundos, minutos, horas, días, años, con el embrión que la Virgen concibió por obra del Espíritu Santo, Nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia quiere que meditemos entre estos dos elementos, sin relación aparente alguna, es decir, el comienzo del año civil, el cual inicia todos los años cada 1º de enero, con el fruto virginal del seno de María Santísima, el Hombre-Dios Jesucristo, porque siendo Jesucristo Dios, es eterno; aún más, como dice Santo Tomás de Aquino, es la eternidad en sí misma, es “su misma eternidad” y como tal, es el Creador del tiempo, el Dueño y el Señor del tiempo, de todo tiempo humano, del tiempo de cada hombre y del tiempo de toda la humanidad y por lo tanto es el creador y el dueño de nuestro tiempo, de cada segundo de nuestro tiempo, del tiempo nuevo que inicia cada año y cuyo inicio festejamos precisamente a fin de año. Entonces, vemos que sí hay relación entre el tiempo que festejamos -el fin del año nuevo y el comienzo del nuevo, el 1 de enero-, con la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, porque el tiempo que festejamos no solo es creado por el Hijo de la Virgen, sino que Él es el Dueño de ese tiempo.  Al ser Dios eterno nacido en el tiempo, Jesucristo es el Señor del tiempo y Él es el que dio inicio al tiempo de la humanidad y es el que dará fin al tiempo de la humanidad, en el Día del Juicio Final, para dar comienzo a la eternidad. Jesús es “el alfa y el omega, el principio y el fin” de todo tiempo, y desde que se encarna en el tiempo en el seno de María Virgen, para luego nacer en Nochebuena, lo que hace es hacer partícipe, al tiempo y a la historia humana, de su propia eternidad y al hacer esto, le da al tiempo de la historia humana y también a la historia del hombre -de cada uno de nosotros- un nuevo sentido, una nueva dirección y es la dirección y el sentido hacia la eternidad.

Cuando Jesús, Dios eterno, se encarna y nace en el tiempo y vive treinta años en la tierra, en la historia humana, al hacer esto, impregna, por así decirlo, al tiempo de su propia eternidad, haciendo que toda la historia humana quede centrada en Él, que es la eternidad en sí misma. Esto es muy importante porque significa que, a partir de Cristo, toda la historia humana y también todo ser humano, con su tiempo de vida personal, tienen como centro absoluto a Jesucristo, y lo quieran o no lo quieran y tengan fe en Él o no tengan fe en Él, tienden hacia Él, y así toda la historia humana y todo el tiempo individual de cada ser humano, adquiere una nueva dirección, la dirección de la eternidad, que es Él mismo, Dios eterno encarnado.

         Esto al mismo tiempo significa que cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día, cada mes, cada año, de la vida personal de cada cristiano, está permeado por la eternidad de Jesucristo, y que toda su vida adquiere sentido y llega a su plenitud solamente si se dirige a la feliz unión con Él, por medio de la fe, del amor y de la gracia sacramental. Quien acepta esta realidad y en consecuencia, libre y voluntariamente orienta su vida y su tiempo de vida en la tierra al Hombre-Dios Jesucristo, se encamina a su feliz eternidad, porque el designio de Dios en la Encarnación de su Verbo, es que todo hombre, uniéndose a Cristo en el tiempo, alcance la eternidad en el Reino de los cielos.

         De modo contrario, aquel que por libre decisión decide vivir su tiempo terreno sin Dios, apartado de Cristo y de su gracia sacramental, frustra los planes divinos para su vida y se encamina hacia la eterna infelicidad.

         Aquí entonces encontramos la respuesta a la pregunta de por qué la Iglesia incluye la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el primer segundo del nuevo año civil: no es por ninguna casualidad ni por obra del azar: es para que, consagrando a la Madre de Dios nuestra vida terrena, con todo su tiempo pasado, presente y futuro, consagremos a Ella y a su Hijo cada segundo del tiempo nuevo que Dios nos conceda vivir, porque a Dios Trinidad le pertenece cada segundo de nuestra vida, pero sobre todo para que nos unamos ya en el tiempo terreno, por la gracia, por la fe y por el amor, a su Hijo Jesús, como anticipo de la unión en la gloria que por la Misericordia Divina esperamos gozar, por la eternidad, en el Reino de los cielos.

 


viernes, 27 de diciembre de 2024

Solemnidad de la Sagrada Familia

 



(Ciclo C - 2024 - 2025)

         En el primer Domingo después del Nacimiento de Jesús la Iglesia nos hace celebrar la Solemnidad de la Sagrada Familia debido a que, con el Nacimiento del Niño, el matrimonio meramente legal entre la Virgen y San José pasa a constituirse formalmente en “familia”.

         A partir del Nacimiento del Niño, se constituye entonces la Sagrada Familia de Nazareth, la cual es modelo único e insuperable de santidad para toda familia católica. La razón de su ejemplaridad es que en esta Familia todo es santo, porque lo humano se diviniza, al tiempo que lo divino se hace humano, sin dejar de ser divino y santo. La Fuente de la Santidad en la Sagrada Familia es el Hijo de esta Familia, el Niño Dios nacido en Belén, Jesús de Nazareth: al ser este Niño Dios, Él es la Santidad Increada y Fuente de toda santidad participada; es el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin y la razón de ser del universo visible e invisible. Ésta es la razón por la cual en la Sagrada Familia todo es sagrado, todo es santo: porque todo gira en torno al Hijo Tres veces Santo de esta Familia, Jesús de Nazareth, el Logos del Padre encarnado. La santidad que brota como de su Fuente Increada del Acto de Ser divino trinitario del Niño Dios, se derrama como un océano de santidad sobre su Madre, la Virgen y Madre de Dios y sobre su Padre adoptivo, José, varón casto y justo.

         Para la Sagrada Familia el alimento espiritual que nutre sus almas con la santidad de la Trinidad, es el primero y el más importante de los alimentos: debido a esta santidad, en esta Familia Santa no existe ni la más ligera sombra de pecado: no hay enojos, no hay mentiras, no hay desencuentros, ni siquiera ligeros malentendidos: todo en esta Familia Santa es bondad, comprensión, misericordia, suavidad, dulzura, paciencia, humildad y sobre todo, amor, pero no un simple amor humano, sino el Amor Divino y Eterno que brota del Sagrado Corazón del Niño Jesús, Amor celestial que inunda el hogar y lo impregna, haciendo que los integrantes de esta Familia Sagrada participen del Santo Amor Trinitario.

         En esta Familia no hay intereses mundanos, materiales, egoístas: todo, hasta el más pequeño de los actos, no solo se hace con el Amor de Dios, sino que se hace para la mayor gloria y honra de Dios Uno y Trino. El Amor de Dios, que brota del Corazón Divino del Niño Jesús, todo lo llena, todo lo colma, todo lo impregna y por esto en esta Familia Dios está siempre presente, pero no presente simplemente en el deseo del corazón, en el pensamiento de la mente, sino que está Presente en Persona, porque Dios Hijo, la Persona Segunda de la Trinidad, está en medio de esta familia, porque este Niño es el “Emanuel”, el “Dios con nosotros” y así Dios está en medio de esta familia como Niño, sin dejar de ser Dios.

         La Sagrada Familia de Nazareth, además de alabar y ensalzar a la Santísima Trinidad, le agradece no solo por los bienes materiales y espirituales que le concede, sino que le agradece ante todo a Dios Trino por ser Quien Es: Dios de infinita majestad y bondad y esto sucede no un día o dos, sino todos los días, durante el día y la noche, sin dejar un mínimo resquicio de tiempo y espacio en el que no se alabe, adore y agradezca a Dios Uno y Trino. La Sagrada Familia todo lo agradece a la Trinidad: las penas -el Niño sufre por las almas que están en peligro de perdición eterna-, las tribulaciones -el Niño es amenazado de muerte por el rey Herodes- y también la pobreza, una pobreza digna, porque es la pobreza de la Cruz, que la Sagrada Familia vive por anticipado. En todo momento en esta Sagrada Familia se entonan himnos y cánticos inspirados a la Trinidad, ante todo por el Tesoro Máximo de esta Familia, que es el Don de Dios para la humanidad, ya que este Niño es el Cordero Puro y Santo que será sacrificado en el ara de la Cruz, en el Calvario, para salvar de la eterna condenación a los hombres de todos los tiempos.

Vista desde fuera, la Sagrada Familia se asemeja en un todo a cualquier otra familia humana, ya que está formada por una madre, un padre y un hijo, pero no es igual a las demás, porque al contemplarla a la luz de la fe, se ve que la Familia de Nazareth es sagrada porque en ella todo es sagrado: es sagrado el Hijo, porque es la Santidad Increada, Divina y Eterna, en sí misma; es sagrada la Madre, porque además de ser la Virgen concebida sin mancha de pecado y llena de gracia, es también la Santísima Madre de Dios; es sagrado el padre adoptivo, José, porque es un varón casto y justo, temeroso de Dios y es por esta razón, porque en esta Familia todo es sagrado y santo, es que la Sagrada Familia de Nazareth es modelo de santidad para toda familia católica.

La Madre de esta Familia no es una campesina palestina: es la Mujer del Génesis, que al ser hecha partícipe de la omnipotencia divina, aplasta con su talón la cabeza de la Serpiente Antigua; es la Mujer al pie de la Cruz, que por pedido de Dios Hijo adopta como hijos a todos los hombres; es también la Mujer del Apocalipsis, que aparece en los cielos revestida de sol, es decir, revestida de la gracia y de la gloria divina y de esta manera, la Madre de la Sagrada Familia es modelo de santidad para toda madre de familia que desee ser santa a los ojos de Dios.

El Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, aunque aparece como desvalido, pequeño, frágil y necesitado de todo, como todo recién nacido, es en realidad el Hijo del Eterno Padre, es la Palabra Eterna del Padre hecha carne, que se manifiesta a los hombres como un Niño humano, pero sin dejar de ser Dios, y esto lo hace para ofrecerse como el Cordero Santo y Puro que será inmolado en la Cruz sangrienta del Calvario cuando sea ya adulto, para la salvación de quienes crean en Él, obedeciendo la Voluntad del Padre y así es modelo para todo hijo que desee ser santo, cumpliendo la voluntad de Dios en sus vidas.

Por último, el esposo meramente legal y padre adoptivo de esta Familia Santa, San José, varón casto, justo, santo, da su vida por su Esposa y por su Hijo y así se convierte en modelo de todo padre que desee ser santo, santificándose en los quehaceres propios de la vida familiar, obedeciendo también la voluntad de Dios.

La Iglesia nos trae a la Sagrada Familia de Nazareth en el primer Domingo después de Navidad para que la contemplemos pero también para que todas las familias católicas la imiten, ante todo en su santidad: así como todo en la Sagrada Familia de Nazareth gira en torno al Niño Dios, Jesús, de la misma manera debe ocurrir en toda familia católica: todo debe girar en torno al Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, que continúa y prolonga su Encarnación en al Eucaristía. Sólo teniendo a la Sagrada Familia como único modelo de santidad, solo así, la familia católica podrá cumplir el designio divino sobre ella y ser, como la llaman los Padres de la Iglesia, un “iglesia doméstica” que transforme al mundo con su santidad.

 


martes, 24 de diciembre de 2024

Solemnidad de la Natividad del Señor






(Ciclo C – 2024)

         “Les anuncio una gran alegría, les ha nacido un Salvador (…) un niño recostado en un pesebre” (cfr. Lc 2, 1-14). Luego de Nochebuena, pasado ya el Nacimiento del Señor, la Santa la Iglesia nos desvela una misteriosa imagen para que la contemplemos: se trata de un Niño que recién acaba de nacer; está envuelto en pañales, de a ratos duerme, de a ratos se despierta y mira a su Madre y a su Padre con sus ojos hermosísimos; de a ratos experimenta frío y comienza a temblar, pidiendo más calor, haciendo que su Madre lo estreche más firmemente contra su corazón; su Padre, mientras tanto, se ocupa en buscar leña, para que la pequeña fogata continúe brindando su calor y su luz; hay dos animales, un burro  y un buey, porque se trata de un refugio de animales, es como si los animales, ante el egoísmo de los hombres, que han negado albergue en las ricas posadas de Belén a la Madre Santa que ya estaba por dar a luz, negando al Niño un lugar para nacer, fueran ellos, los animales, quienes prestaran su lugar de descanso para que el Niño pudiera nacer. Esta es la misteriosa escena que la Santa Iglesia Católica nos propone para la contemplación en el día de Navidad y decimos “misteriosa” porque, a pesar de que puede parecer una escena común, ya que se trata de una familia de Palestina, compuesta por una madre hebrea, su esposo y su hijo, que acaba de nacer, en realidad es algo infinitamente más grandioso que aquello que simplemente aparece a los ojos; es un misterio que solo puede ser desvelado por la luz de la gracia y por medio de la contemplación y de la oración y quien pasa de largo ante esta escena, sin pedir siquiera la gracia de desentrañar su misterio para su contemplación, solo demuestra el abismo de su necedad.

         Como dijimos, visto con ojos humanos y con la sola luz de la razón natural, la escena de Navidad es similar en un todo a la de cualquier otra familia humana en donde ha nacido el primogénito: podemos ver a una mujer, que es la Madre; podemos ver a quien parece ser su esposo; podemos ver a un Niño, que llora a causa del frío y el hambre y que busca el consuelo del abrazo materno.

         Vista así, con ojos y razón humanos, la escena de Navidad no parece tener ningún misterio, puesto que no se diferencia de ningún otro nacimiento de cualquier otra familia humana. Sin embargo, la escena es un verdadero misterio para hombres y ángeles cuando es vista con los ojos de la fe, es decir, cuando la escena se contempla a la luz del misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo: cuando contemplamos la escena iluminados por la luz de la gracia, la escena del Pesebre de Belén se presenta ante nuestros ojos como el acontecimiento más importante para toda la humanidad, porque el destino eterno de la humanidad entera depende de ese Niño que acaba de nacer, y la razón es que ese Niño no es un niño más: ese Niño es Dios hecho niño, sin dejar de ser Dios; ese Niño, nacido de la Virgen Madre en el humilde Portal de Belén, en Palestina, es el Verbo de Dios hecho carne, es la Segunda Persona de la Trinidad, que ha asumido hipostáticamente, en su Persona Divina, un cuerpo y un alma humanos, creados en el momento de la Encarnación y ha venido, desde la eternidad del seno del Padre a nuestro tiempo terrestre, a nuestro mundo, a nuestras historia, a nuestra existencia y vida personal, para derrotar y vencer para siempre y así librarnos de nuestros enemigos mortales –el Demonio, el Pecado y la Muerte- y luego concedernos la gracia de la filiación divina, de manera de ser conducidos al Reino de los cielos, una vez finalizado nuestro paso por la tierra.

         Como vemos, la sola razón natural es completamente insuficiente e incapaz de siquiera imaginar el misterio del Niño de Belén; solo si la razón está iluminada por la luz de la fe, es capaz de contemplar el misterio del Logos del Padre hecho carne para nuestra salvación. Y lo volvemos a repetir, porque no es suficiente con decirlo una vez: no se puede contemplar el Pesebre de Belén con la sola luz de la razón natural, porque esta es absolutamente insuficiente para poder vislumbrar el misterio del Niño de Belén; sólo con la luz de la gracia y de la fe, solo con la luz que viene de lo alto, del Espíritu Santo, solo así, se permite al hombre contemplar, en ese Niño, a la Palabra de Dios encarnada, al Unigénito del Padre, consubstancial al Padre y de su misma naturaleza divina, que sin dejar de ser el Dios infinitamente majestuoso que Es desde la eternidad, se encarna para nacer como un pequeño Niño desvalido y necesitado de todo -y ante todo, necesitado del amor de los corazones de los hombres- en un humilde Portal de Palestina. Solo así, con la luz de la fe, es posible desentrañar el misterio que encierra la escena del Pesebre de Belén. Es por este misterio, que en Navidad se nos desvela ante nuestros ojos, que la Santa Iglesia Católica exulta de alegría; precisamente porque ve, en ese Niño, no a un niño santo, sino a Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, a Dios, que es Luz Eterna; ve al Cordero, que es la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, que viene a iluminarnos con su luz divina y eterna a nosotros, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, la Iglesia se alegra con alegría celestial porque contempla en el Niño de Belén al Cordero, que con la luz de su gloria divina, que emana de su Divino Rostro de Niño, vivifica con la vida de la Trinidad a quien ilumina, porque la luz que emite ese Niño es luz viva, porque es la luz de Dios, que “es Luz” –“Yo Soy la Luz”, dice Jesús-, todo aquel que es iluminado por este Niño, Luz de Dios, recibe la Vida divina, la vida que brota de  su Ser divino trinitario y así, quien es iluminado por el Niño de Belén, no camina en las tinieblas del error, del pecado, de la herejía, del cisma, de la mentira y se alejan de él las tinieblas vivientes, los demonios. La Iglesia exulta de gozo porque ese Niño que ha nacido en Belén es Dios Hijo en Persona y por eso lo alaba, lo exalta, lo aclama, lo adora y lo ama como a Dios, y se postra en adoración ante Él, porque es el Hijo de Dios encarnado.

         Por último, hay otro misterio más: el Niño que nace en Palestina, en Belén –que significa “Casa de Pan”-, ha venido para unirse a nosotros en íntima comunión de amor y vida y para unirse a nosotros, no espera a que atravesemos el umbral de la muerte terrena: para unirse a nosotros, el Niño de Belén se nos ofrece como Pan de Vida eterna en la Eucaristía: el mismo Niño que nació en Belén, “Casa de Pan”, es el mismo Dios que se encuentra Presente real, verdadera y substancialmente, en la Eucaristía, en el Altar Eucarístico, al cual por esto también podemos llamar “Nuevo Belén”, “Nueva Casa de Pan”. Es por esto que la Navidad se consuma, tiene su cumplimiento máximo en la Eucaristía, porque en la Eucaristía se cumple el deseo de Dios Hijo al venir a este mundo, y es el de unirse al hombre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Comulgar la Sagrada Eucaristía en estado de gracia, esto es, unirse al Niño Dios que se encuentra en la Eucaristía, es la esencia de la Navidad, porque así se cumple el deseo del Niño Dios al venir a este mundo, que es el de unirse a nuestras almas en el Amor de Dios, el Espíritu Santo.