(Domingo XXVI - TO - Ciclo C - 2025)
“Había un rico llamado Epulón (…) cuando murió fue a la
región de los muertos, en medio de los tormentos (…) Había un pobre llamado
Lázaro (…) cuando murió fue llevado al seno de Abraham” (cfr. Lc 16,
19-31). En esta parábola Jesús nos revela no solo que existe una vida más allá
de esta vida terrena, la vida eterna, sino además que esa vida eterna puede ser
vivida, según nuestras propias acciones, o en un estado de dolor insoportable
por el ardor del fuego que quema el alma y el cuerpo, que es el infierno y es
adonde va el rico Epulón, o una vida eterna de felicidad, de dicha de gozo sin
fin, que es adonde va el pobre Lázaro.
Esta parábola de Jesús debe ser interpretada fielmente,
según el espíritu evangélico de Jesús, según el Magisterio de la Santa Iglesia
Católica y según las propias interpretaciones de los Padres de la Iglesia, para
no caer en lecturas contrarias a la religión católica, impregnadas de
ideologías, más que ateas, anticristianas y satánicas, como el comunismo, el
marxismo y el socialismo.
Precisamente, si se hace una interpretación por fuera del
Magisterio de la Iglesia, por fuera del espíritu evangélico, se puede pensar
que Epulón se condena por sus riquezas, ya que su figura está asociada y se
identifica inevitablemente con “magníficos banquetes” y vestidos de “púrpura y lino
finísimos”, algo que solo puede permitirse quien posee una gran fortuna; por
otra parte, siguiendo con esta interpretación materialista y clasista,
antievangélica, se puede pensar que el pobre Lázaro se salva por su pobreza,
porque su figura está asociada inevitablemente con la carencia de todo, ya que
es un mendigo despreciado y olvidado por todos, a quien los perros de la calle
van a “lamer sus heridas”.
Entonces, si nos dejamos llevar por esta interpretación
materialista, llegamos a la conclusión de que la causa de la condena del rico
Epulón en el infierno son sus riquezas, mientras que la causa de la salvación
del pobre Lázaro es su pobreza.
Esta interpretación simplista y materialista es contraria
al mensaje evangélico, ya que Epulón no se condena por sus riquezas en sí
mismas, sino por el mal uso, por el uso egoísta que hace de ellas, porque debido
a su corazón frío y egoísta, en vez de auxiliar a su prójimo, se desentiende de
él. Epulón, dice el Evangelio, “banqueteaba” todos los días, mientras Lázaro
pasaba hambre, sin recibir siquiera las sobras de parte de Epulón; Epulón
vestía con “linos finísimos”, mientras Lázaro estaba “cubierto de heridas”, sin
recibir la más mínima atención por parte de Epulón; es decir, todo lo que tenía
que hacer Epulón era preocuparse mínimamente por Lázaro, curando sus heridas y
calmando su hambre por lo menos con las sobras de sus banquetes, pero era tan
egoísta que solo pensaba en sí mismo y esa fue la causa de su perdición: se condenó,
no por tener riquezas, sino por hacer uso egoísta de las riquezas.
Por su parte, Lázaro no se salva por su pobreza, porque
la pobreza no es causa de salvación -sí la pobreza espiritual, según las
palabras de Jesús, “bienaventurados los pobres de espíritu”[1]-;
la causa de la salvación de Lázaro es su fortaleza y serenidad de espíritu con
las cuales sobrelleva todas las tribulaciones -la enfermedad, la pobreza, la
soledad- permitidas por Dios aquí en la tierra, para purificar su alma para que
así pueda ingresar a la vida eterna, con los justos, en el Reino de Dios. Lázaro
no solo es pobre, es indigente, es miserable desde el punto de vista material,
ya que no posee absolutamente nada; padece enfermedades crónicas incurables -son
las llagas lamidas por los perros-; padece hambre, sed, frío y calor, y así
todos los días de su vida, hasta su muerte, y aun así, jamás reniega de Dios,
nunca se queja de Dios, sino que soporta todos los males que Dios permite que le
sobrevengan, con un corazón humilde, fiel, sereno, piadoso y todavía más,
Lázaro no se queja contra Epulón, no guarda enojo ni rencor contra Epulón,
quien pudiendo haber aliviado su situación no lo hizo por egoísta, pero Lázaro
no guarda rencor contra Epulón, sino que en su corazón solo hay bondad para con
su prójimo, aun cuando su prójimo lo desprecie con dureza de corazón. Esta es
la razón de la salvación de Epulón; ésta es la razón por la cual Epulón recibe,
de parte de Dios, la recompensa de la vida eterna, siendo llevado “al seno de
Abraham”, es decir, al lugar de los justos, adonde esperará la resurrección de
Cristo, que abrirá las puertas de los cielos para siempre, cuando ascienda
glorioso y triunfante del sepulcro.
En la primera interpretación, materialista, falsa, se
justifica el odio al prójimo y la lucha de clases, tal como lo promueven el
comunismo, el socialismo, el marxismo; en la segunda interpretación, que es la
verdadera, no solo no hay ninguna
justificación para la lucha de clases, sino que se promueve el amor al prójimo
y el uso generoso de los bienes materiales.
Es muy importante meditar en el Evangelio de hoy porque
nosotros, como católicos, podemos reproducir, con mucha facilidad, la dureza de
corazón de Epulón y esa dureza de corazón es causa de condenación eterna. No puede
ser de otra manera, es decir, no puede ser que no se condene en el Infierno
eterno, el ser humano que no demuestre compasión hacia otro ser humano. La frialdad
en los simples afectos cotidianos humanos, la dureza en el trato de todos los
días, la negación del saludo, el trato frío, duro, con la mirada torva, la voz alta
y el insulto al límite, ya es un indicio de que esa persona está bajo el
influjo directo de Satanás, del Ángel caído[2],
del espíritu del mal, del ángel maldito, de la Serpiente Antigua, que se opone
a toda compasión y a todo gesto humano de ternura, bondad, compasión y afecto. Precisamente
esto es lo que evidenciaba Epulón con su egoísmo: a pesar de ver a Lázaro
enfermo, indefenso, padeciendo hambre, sed, calor, frío, a las puertas de su
casa, no tenía compasión ni misericordia, porque en su corazón solo había egoísmo
y amor de sí mismo; por eso, después de su muerte, como en su corazón solo
había amor de sí mismo, no pudo soportar la Visión y la Presencia de Dios, que
es Amor Puro y Substancial, que es Amor Misericordioso, que por definición se
dona a Sí mismo, sin reservas, al hombre. Entonces, por esto fue que se condenó
Epulón: en su corazón solo había amor de sí mismo, que no es amor, sino egoísmo
y al quedar ante la Presencia de Dios, que es Amor Misericordioso, Amor que se
dona, al no tener amor para donar, al no tener amor para dar a Dios, su corazón
terminó de llenarse de lo que ya tenía, el egoísmo, que en la otra vida se convierte
en odio y así, odiando a Dios, se precipitó en el Infierno. Así vemos cómo la dureza
de corazón aquí en la tierra puede finalizar con la precipitación en el
infierno en la otra vida, de ahí la importancia de obrar la misericordia, corporal
y espiritual, siempre y en todas partes, con el prójimo.
Las obras de misericordia corporales y espirituales que
la Iglesia prescribe no son simples hábitos morales, no son simples prácticas
de buenos ciudadanos: son la condición sine qua non, indispensable, para
que la gracia divina, santificante, de los sacramentos, actúe sobre el corazón
humano compasivo y misericordioso, de manera que la gracia pueda obrar y
transformar a ese corazón humano, y lo transforme, de un corazón humano, en una
copia divina del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María. Pero
si en un corazón humano no hay rastros de humanidad, de compasión, de bondad,
de ternura, de afecto, es imposible que la gracia pueda actuar en ese corazón
frío y egoísta y así ese corazón permanecerá en ese estado, encerrado en el amor
de sí mismo y si la muerte lo sorprende así, no podrá nunca soportar la Visión
ni la Presencia de Dios, que es Puro Amor Misericordioso y, entonces, lleno de
odio, se precipitará en el infierno, como le sucedió a Epulón.
Cuando se experimenta el deseo de hacer el bien a alguien,
ese deseo proviene de Dios, es una gracia concedida por Dios; por esto mismo, quien
rechaza la moción de hacer el bien, está rechazando la gracia de Dios, la negativa
a obrar el bien es una negativa al Amor de Dios. Dice así Juan Pablo II: “…la
caridad tiene en el Padre su manantial, se revela plenamente en la Pascua del
Hijo crucificado y resucitado, y es infundida en nosotros por el Espíritu
Santo. En ella, Dios nos hace partícipes de su mismo amor. Si se ama de verdad
con el amor de Dios, se amará también al hermano como Él le ama. Aquí está la
gran novedad del cristianismo: no se puede amar a Dios, si no se ama a los
hermanos, creando con ellos una íntima y perseverante comunión de amor”[2]. Es imposible amar
a Dios si no se ama al prójimo, se engaña a sí mismo quien dice amar a Dios,
pero endurece su corazón para con su prójimo, esto es lo que quiere decir Juan
Pablo II.
A su vez, si se responde a la gracia, a la moción
interior de compadecerse del prójimo, luego sobreviene más gracia aún, que
termina por convertir al corazón humano en una copia viva del Corazón de Jesús
y también del Corazón de la Virgen. Y si alguien muere en ese estado, entra
directamente en comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la
Santísima Trinidad, para siempre, para toda la eternidad y eso es lo que
llamamos “cielo”, y de esto se ve la importancia de que la misericordia, la
compasión, la caridad y el amor para con el prójimo sean un hábito en acto
permanente en el cristiano, porque significan, la garantía de la puerta abierta
hacia la feliz eternidad en el Reino de los cielos.
El amor a Dios y el amor al prójimo están estrechamente
unidos, porque no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al
prójimo, a quien se ve (cfr. 1 Jn 4, 20-21), porque el prójimo
es la imagen viva del Dios Viviente, Jesucristo. Epulón se condenó por no saber
ni querer amar, por no querer ser compasivo y misericordioso para con su
prójimo Lázaro.
Ayudando a Lázaro, habría ayudado a su propia alma a
salvarse; negando la compasión y el amor al prójimo más necesitado, se niega el
amor a Jesucristo, que está misteriosamente presente en el prójimo más necesitado.
El amor a Jesucristo, ése que nos abrirá las puertas del
cielo, se demuestra en la misericordia y en la caridad para con el más
necesitado; quien niega el amor al prójimo, cierra su alma al Amor de Dios, el
Espíritu Santo. Dice Juan Pablo II: “Sólo quien se deja involucrar por el
prójimo y por sus indigencias, muestra concretamente su amor a Jesús. La
cerrazón y la indiferencia hacia los demás, es cerrazón hacia el Espíritu
Santo, olvido de Cristo y negación del amor universal del Padre”[3].
No hace falta que venga un muerto a decirnos que el
infierno existe, y que para ir al cielo debemos amar a Dios y al prójimo: nos
basta el ejemplo de Jesucristo, la Palabra de Dios, que nos deja el mandato del
amor fraterno, y nos basta su muerte en cruz, y el don de su Cuerpo y de su
Sangre en la Eucaristía, para convencernos de que sin el Amor de Dios no
podremos entrar en el cielo.
Según Abraham, los hermanos de Epulón no creerían en el
infierno y en la vida eterna ni siquiera si un muerto se les apareciera. A
nosotros no se nos aparece un muerto, sino Cristo resucitado en la Eucaristía,
y además de decirnos que debemos amar al prójimo, nos sopla el Espíritu del
Amor divino en la comunión, y es con ese Espíritu con el cual podemos y debemos
amar a nuestro prójimo, para poder ingresar en el Reino de los cielos. Ya en la
comunión sacramental tenemos entonces las puertas abiertas del cielo, porque
ahí se nos da el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y con el Cuerpo y la Sangre, el
Espíritu Santo, el Espíritu del Amor de Dios, con el cual podemos amar a Dios y
al prójimo y así entrar en el Reino de los cielos.
[2] Catequesis del Papa, 20 de octubre de
2000.
[3] Cfr. ibidem.
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