domingo, 25 de diciembre de 2011

Lunes de la Infraoctava de Navidad 2011



La escena de la Navidad nos muestra una tierna y dulce imagen familiar: una madre con su niño recién nacido, un padre que mira extasiado la escena. Si meditamos acerca del Niño, al cual lo consideramos nuestro Redentor, y si consideramos ante todo los instantes posteriores al nacimiento, y si comparamos sus sufrimientos en el Portal de Belén con los de niños nacidos en las partes del mundo más desfavorecidas y en los lugares más desprotegidos y peligrosos, podríamos creer que el Niño Dios sufrió, pero no tanto, puesto que, si tenía hambre, la Virgen lo alimentó; si tenía frío, la Virgen lo arropó y San José encendió una fogata; si había oscuridad en la gruta de Belén, el mismo fuego proporcionó la luz. Además, y lo más importante, nació rodeado del amor de su Madre y de su padre adoptivo. Podríamos concluir que el Niño, si bien sufrió en Belén, no sufrió tanto como otros que nacen en lugares peores y en peores condiciones, por no citar a aquellos lamentables casos en los que, o no los dejan nacer, o apenas nacidos los arrojan como un residuo inservible.

Esto es lo que nos puede parecer a los ojos del cuerpo, a los ojos de la razón natural, a los ojos de una religión rebajada al nivel de la razón, pero no es lo que nos dice la fe, ni tampoco lo que nos dicen los santos. La fe nos dice que el Niño Dios, siendo el Redentor, sufrió con un sufrimiento infinito, desde el momento mismo de la Concepción.

Pero para que esas palabras "sufrimiento infinito" no queden en la mera consideración abstracta, sin mayor significado que un conocimiento conceptual, veamos qué nos dicen los santos, como por ejemplo Ana Catalina Emmerich, acerca del sufrimiento del Niño Dios en Belén: “Lo vi recién nacido (al Niño Dios) y vi a otros niños venir al pesebre a maltratarlo. La Madre de Dios no estaba presente y no podía defenderlo. Llegaban con todo género de varas y látigos y le herían en el rostro, del cual brotaba sangre y todavía presentaba el Niño las manitas como para defenderse benignamente; pero los niños más tiernos le daban golpes en ellas con malicia. A algunos de estos niños, sus padres les enderezaban las varas para que siguieran hiriendo con ellas al Niño Jesús. Venían con espinas, ortigas, azotes y varas de distinto género, y cada cosa tenía su significación (…) Vi crecer al Niño y que se consumaban en Él todos los tormentos de la crucifixión. ¡Qué triste y horrible espectáculo! Lo vi golpeado y azotado, coronado de espinas, puesto y clavado en una cruz, herido su costado; vi toda la Pasión de Cristo en el Niño. Causaba horror el verlo. Cuando el Niño estaba clavado en la cruz, me dijo: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”.

Es esta última frase de Jesús la que nos revela los padecimientos del Niño: "Esto he padecido desde que fui concebido hasta el tiempo en que se han consumado exteriormente todos estos padecimientos”. Desde el momento mismo en el que fue concebido, desde el momento mismo en que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad comenzó a inhabitar en la naturaleza humana de Jesús, comenzaron sus sufrimientos expiatorios, y así continuó sufriendo durante toda su infancia y su juventud, hasta la edad en la cual fue crucificado, momento en el que los sufrimientos interiores se consumaron exteriormente.

Jesús sufre de modo expiatorio por los pecados de los hombres, por los pecados de todos los hombres, de todos y de cada uno: los malos pensamientos, los malos deseos, las malas intenciones, los homicidios, las venganzas, las traiciones, las mentiras, las violencias. Sufrir de modo expiatorio quiere decir que padece en Él, en su Humanidad santísima, el castigo debido a quien comete el pecado, para librar al alma de ese pecado.

Siendo Dios y por lo tanto, Inocente, sufre el castigo que la Justicia divina tenía reservado para todos y cada uno de los hombres: cada mentira, cada robo, cada violencia, cada enojo, cada maldición, cada venganza, cada pecado de cualquier género, cometido por cada hombre singular nacido en este mundo, es sufrido por Jesús en su castigo, y de esto se deduce la inmensidad infinita de su sufrimiento y de sus padecimientos, desde el momento mismo en que es concebido virginalmente en el seno de María. Jesús sufre además todas las penas y todas las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, y ese es el motivo de uno de los títulos que le da la Escritura: "Varón de dolores" (Is 53, 3).

Pero hay otro dolor que le es inmensamente más grande, y es el que le provocan las almas para las cuales su sufrimiento será en vano, porque son todas aquellas almas que, voluntariamente, rechazan su sacrificio expiatorio y deciden condenarse, como modo de asegurarse el odio eterno a Jesucristo.

Cuando contemplemos la imagen del Niño, en el Pesebre, no nos dejemos engañar por nuestros ojos y por nuestra razón, puesto que la realidad es mucho más grande y misteriosa que lo que vemos y comprendemos: el Niño Dios, a pesar de ser arropado, abrigado, alimentado, por su Madre, y a pesar de recibir todo su amor y el amor de su Padre adoptivo, sufre de modo indecible por cada uno de nosotros, para liberarnos del pecado y salvarnos.





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