“Vendrán días desastrosos para ti” (cfr. Lc 19, 41-44). Jesús llora por Jerusalén, la Ciudad santa, y con su llanto profetiza la ruina de Jerusalén: será arrasada hasta sus cimientos, porque “no supo reconocer el tiempo en que fue visitada por Dios”, es decir, Jerusalén, sus habitantes, no supieron reconocer en Cristo al Hombre-Dios, a Dios Hijo, que venía a visitarla desde su eternidad de eternidades, desde la majestad de su cielo, desde el seno del Eterno Padre. No sólo no supo reconocer en Cristo al Mesías, a Dios Hijo encarnado, sino que lo crucificó, dándole la muerte más atroz, dolorosa y humillante que se puede dar a hombre alguno.
Dios Padre había elegido a Israel para enaltecerla por encima de todas las naciones, y para eso envió a su Hijo a que se encarnase en el seno de la Virgen Madre, para que infundiera su Espíritu, el Espíritu del Amor divino, e Israel, lejos de agradecer tal muestra de amor, lo condenó injustamente a muerte, abofeteó y escupió su rostro, flageló su cuerpo, laceró sus carnes, coronó su cabeza de gruesas espinas, y clavó sus manos y sus pies a la cruz. Israel no supo reconocer en Cristo a su Mesías, a pesar de haberlo visto en Persona obrando milagros: curando enfermos, resucitando muertos, multiplicando panes y peces, devolviendo la vista a los ciegos. Y como no supo reconocer el tiempo de la paz del Mesías, ahora habría de conocer el tiempo de la guerra, del dolor, de la devastación, de la sangre y del fuego, tal y como ocurrió en el año 70 d. C., con la invasión de los romanos.
Jesús llora por Israel y profetiza el día de la persecución, del abatimiento de sus muros, del saqueo de sus templos, de la muerte de sus sacerdotes, del exilio de sus fieles.
Pero el lamento y la profecía de Jesús van más allá del tiempo, porque se extienden a su Iglesia, que es el Nuevo Israel, y la Nueva Jerusalén. Al final de los tiempos, también la Iglesia Católica, la Nueva Jerusalén, será perseguida en su resto fiel, y sus sacerdotes y fieles encarcelados y martirizados, luego del tiempo en el que se producirá la abominación de la desolación, o sea, la supresión del sacrificio del altar.
En los tiempos del Anticristo, una Iglesia falsa suplantará a la Iglesia verdadera, la cual deberá esconderse en las catacumbas, y esta Iglesia falsa no reconocerá al Mesías, al único Cristo, el Cristo Eucarístico, porque lo reemplazará por un falso cordero, por un cordero que no es el Cordero de Dios, sino un cordero que es una bestia.
La falsa Iglesia adorará, públicamente, al falso cordero, mientras que la verdadera Iglesia adorará, en las catacumbas, al único y verdadero Cristo, el Cristo Eucarístico.
“Vendrán días desastrosos para ti”. Esta frase se aplica para esa falsa Iglesia, para la Iglesia apóstata, para la Iglesia del ecumenismo universal, negadora del misterio eucarístico, progresista y hereje, negadora de la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, negadora de los sacramentos, negadora de la divinidad de Cristo, negadora de sus milagros, negadora de su Presencia Eucarística.
“Vendrán días desastrosos para ti”. La falsa Iglesia sentirá todo el furor de la ira divina, porque, al igual que el Israel carnal, no supo reconocer al verdadero y único Mesías, Jesús de Nazareth, y esto sucederá antes del fin.
Cada uno es libre de elegir en qué Iglesia quiere estar: en la Iglesia modernista, progresista, hereje y cismática, o en la Iglesia verdadera, la mística Esposa del Cordero.
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