lunes, 16 de enero de 2012

¿QUIERES CONOCER DÓNDE VIVO? VEN, ENTRA EN LA MORADA DE MI CORAZÓN EUCARÍSTICO, Y CONOCERÁS DÓNDE VIVO”





“Hemos encontrado al Cristo” (cfr. Jn 1, 35-42). Andrés, hermano de Simón Pedro, sigue a Jesús con otro discípulo, y le pregunta por su morada. Quiere saber dónde vive, no por curiosidad, sino para compartir con los demás el hallazgo que acaba de hacer: ha encontrado al Cristo, el Mesías, el Cordero de Dios. Es lo que dirá a su hermano Simón Pedro: “Hemos encontrado al Cristo”.

La experiencia de Andrés –encontrar a Cristo- representa el hecho más feliz que pueda acontecerle a cualquier ser humano venido a este mundo, porque Cristo no es un rabbí hebreo de religión que murió hace dos mil años dejando una enseñanza moral sublime; Cristo no es el fundador fracasado de una nueva religión, que murió crucificado y abandonado por todos, menos por su Madre, porque nadie lo comprendía; el Cristo al cual Andrés encuentra, es Dios: Cristo es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que adueñándose de un cuerpo humano, inhabita en él; Cristo es Dios Hijo, que procede eternamente de Dios Padre, que se encarnó y nació milagrosamente en el tiempo en el seno de la Virgen Madre; Cristo es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, para que los hombres se hagan Dios; Cristo es Dios en Persona, aún cuando sus contemporáneos lo confundan con “el hijo del carpintero”; Cristo es Dios, y por lo tanto, posee el mismo ser divino y la misma substancia divina que Dios Padre y que Dios Espíritu Santo, mereciendo, al igual que estas Personas de la Santísima Trinidad, todo el honor, la adoración y la gloria por parte de los ángeles y de los santos; Cristo es Dios, y por lo tanto, posee todos los atributos de Dios: es omnipotente, y por eso es el Creador de cielos y tierra, y por eso expulsa a los demonios con solo ordenárselo, y calma al viento y a la tempestad con una sola palabra; Cristo es Dios, y por eso sus milagros son portentosos, maravillosos, imposibles de ser realizados por criatura alguna, aún cuando esa criatura sea un ángel: multiplica la materia, haciendo aparecer miles de panes y peces allí donde no los había; convierte el agua en vino, y vino del mejor; sana enfermos, paralíticos, sordos, ciegos, mudos, y cura toda clase de enfermedades; resucita muertos, como a Lázaro, o al hijo de la viuda de Naím, devolviéndolos a la vida, puesto que Él no es solamente el Creador de toda vida existente –angélica, humana, animal, vegetal-, sino que Él es la misma Vida Increada, fuente de toda vida.

Cristo es Dios, y por eso en la Cruz, aún cuando parece estar vencido, aún cuando en la Cruz parece ser un hombre derrotado, fracasado, humillado, que ha sido vencido por sus enemigos y abandonado por sus amigos; aún cuando en la Cruz no parece santo, porque es condenado como un malhechor; aún cuando en la Cruz no parece Dios porque muere como hombre; aún cuando en la Cruz no parece fuerte, porque aparece en toda la debilidad de su Humanidad, que es crucificada sin oponer resistencia; aún cuando en la Cruz no parece inmortal, porque sufre una muerte real y verdadera al separarse su Alma santísima de su Cuerpo Inmaculado, permaneciendo la Divinidad con cada uno de ellos; aún así, Cristo en la Cruz es Dios crucificado, el Dios Tres veces santo, que comunica su santidad a través de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado; Cristo en la Cruz es Dios fuerte, porque en la máxima muestra de debilidad en su Humanidad crucificada, con esta misma Humanidad crucificada, inhabitada por su Divinidad, mata a la muerte para siempre, y es Dios Fuerte porque con su muerte, derrota también para siempre al pecado y al poderoso instigador del pecado, el demonio; Cristo en la Cruz es Dios Inmortal, porque, pero que al mismo tiempo que muere en su Humanidad, no solo derrota a la muerte para siempre, sino que concede su Vida divina por medio de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado; Cristo es Dios, y por eso puede hacer el más grande milagro de todos los grandes milagros de Dios, soplar el Espíritu Santo por medio de las palabras de consagración, pronunciadas por el sacerdote ministerial, sobre los dones del pan y del vino para transubstanciarlos, convertirlos, en su Cuerpo y en su Sangre.

Es por esto que la experiencia de Andrés –escuchar al Bautista que dice que Jesús es Dios, seguirlo para saber dónde vive, y finalmente encontrar a Jesús el Cristo-, no es un hecho más entre otros, aun cuando a simple vista parezca un hecho común: un hombre que encuentra a otro, como cuando decimos: “Encontré a Fulano”. Es un hecho trascendental, que habrá de cambiar radicalmente su vida, no solo desde el punto de vista existencial –cambiará su profesión para ser Apóstol y discípulo de Jesús-, sino ante todo cambiará el sentido y la dirección de su vida: antes de encontrar a Jesús, Andrés, como todo hombre nacido en este mundo, estaba destinado a la muerte y, con mucha probabilidad, a la condenación eterna, porque los hombres, nacidos con el pecado original, no solo jamás podrían entrar en el cielo, sino que sin la gracia, dice Santo Tomás, no pueden vivir sin cometer pecado mortal, con lo cual merecen la condenación eterna.

El hecho de haber encontrado a Jesús le significa a Andrés, por lo tanto, un cambio radical en su vida, porque a pesar de una breve defección en el momento del apresamiento de Jesús, en donde huirá cobardemente como todos los discípulos, Pedro incluido, luego seguirá a Jesús por el camino de la Cruz, y dará su vida por Él. Y así Andrés, que en la tierra preguntaba dónde vivía Jesús, ahora en el cielo vive con Él eternamente, en las moradas del Padre celestial. Encontrar a Jesús significa dar a la vida un giro trascendente, asombroso, maravilloso; encontrar a Jesús significa cambiar radicalmente la perspectiva de la vida humana, porque significa ser asociado por Él a su Pasión, como le sucedió a Andrés que murió mártir, y significa ser conducido por Jesús a las moradas eternas de los cielos, para vivir en la eterna alegría y felicidad que significa contemplar cara a cara a Dios Uno y Trino.

Quien encuentra a Jesús, no queda nunca como antes, puesto que experimenta un giro, o más bien, una elevación insospechada en su vida, ya que antes de Jesús estaba destinado a morir, ahora por la gracia está destinado a la resurrección en la gloria.

“Hemos encontrado al Cristo”, dice Andrés en el Evangelio, y como Andrés, todo cristiano está llamado a encontrarse con Cristo en la Eucaristía, en el sagrario; todo cristiano está llamado a repetir la maravillosa experiencia de Andrés, de encontrarse con Cristo, y así dar un nuevo sentido y una nueva dirección a su vida, el sentido y la dirección de la feliz eternidad en los cielos. Todo cristiano está llamado a encontrar a Cristo y a comunicar a sus hermanos, los hombres, su feliz hallazgo: “He encontrado a Cristo en la Eucaristía”. Pero no se puede encontrar a Cristo en la Eucaristía, si se camina en dirección contraria adonde Jesús habita, el sagrario; no se puede encontrar a Cristo, si en vez de venir a su encuentro en la Santa Misa, se decide ir a lugares en donde Él no está, aunque sí está el Enemigo de las almas, el demonio, el ángel caído; no se puede encontrar a Cristo si en vez de venir a Misa, se acude a bailes, a diversiones, a espectáculos, a estadios de fútbol, a programas de televisión, a cines, a reuniones con amigos. Es por esto que muchos, muchísimos cristianos, en vez de encontrar a Cristo, encuentran al Ángel de la oscuridad, el demonio, la serpiente, que se disfraza de luz para hacerlos caer en el pecado. Muchos –todos- cristianos están llamados, pero son pocos los que escuchan la llamada y responden.

Muchos cristianos caminan en dirección contraria adonde Jesús habita, y así nunca lo podrán encontrar.

“Hemos encontrado al Cristo”. El cristiano no tiene a Juan el Bautista para que le señale quién es y dónde vive el Cordero de Dios, pero sí tiene a la Iglesia, que le dice en el Catecismo: “Cristo en la Eucaristía es el Cordero de Dios, y vive en el sagrario”.

“Hemos encontrado al Cristo”, dice Andrés en el Evangelio, y el cristiano, luego de escuchar a la Iglesia que dice: “Cristo Dios está en la Eucaristía, esperándote, en el sagrario; ve allí donde Él vive, y lo encontrarás”, debería decir: “He encontrado a Cristo en la Eucaristía” y, al igual que Andrés, que comunicó su feliz hallazgo a su hermano Pedro, debería también comunicar su hallazgo de Jesús en la Eucaristía a sus hermanos, no tanto con sermones, sino con obras de misericordia corporales y espirituales.

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