viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor (2)



            Para Epifanía, la Iglesia se alegra porque sobre ella resplandece la luz de la gloria, aplicándose a sí misma la profecía de Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1ss).
         En esta fiesta, la Iglesia ve cómo, mientras el resto del mundo yace en tinieblas de muerte, para la Iglesia brilla una luz, que es la gloria del Señor, que “alborea” sobre la Iglesia. Hay un contraste radical entre el mundo y la Iglesia, porque mientras el mundo yace en “sombras” y en “tinieblas”, que no son otra cosa que las sombras y las tinieblas del pecado, de la ignorancia, del error, consecuencia del dominio del demonio, sobre la Iglesia resplandece la luz, que es vida y vida eterna, porque se trata del mismo Dios, que es luz: “Dios es luz y en Él no hay tinieblas” (1 Jn 1, 5).
         Sobre la Iglesia, en Epifanía, brilla una luz que es la gloria de Dios. No se trata de la gloria del mundo, obviamente, pero tampoco es la gloria tal como la contemplan los ángeles y los santos en el cielo. Es esa misma gloria, la que contemplan los bienaventurados, pero que se manifiesta de un modo desconocido para los hombres, “con un nuevo resplandor”, tal como lo dice el Prefacio I de Navidad[1]: es la gloria que se manifiesta a través de la Humanidad de la Palabra hecha carne; es la gloria que se manifiesta a través del cuerpo del Niño de Belén.
          Es por este que, quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios, que se hace visible a través suyo, y es en esto en lo que consiste la Epifanía de Belén.
         Es la misma gloria que se manifestará en la efusión de sangre en la Cruz, y por este motivo, quien contempla a Cristo crucificado, contempla también la Epifanía de la Cruz, la manifestación de la gloria de Dios.
         Pero la Iglesia, cotidianamente, también tiene su Epifanía; para la Iglesia, también alborea la luz de la gloria divina, diariamente; para la Iglesia, la gloria de Dios también se manifiesta con un nuevo resplandor, con un resplandor desconocido para el mundo, y esta manifestación, esta Epifanía de la Iglesia, es la que acontece en cada Santa Misa, porque es allí en donde la gloria de Dios aparece escondida bajo algo que parece pan: la Eucaristía.
         Por este motivo, quien contempla la Eucaristía con los ojos de la fe, no con los ojos del cuerpo, contempla la gloria de Dios.
         Como los Reyes Magos, que se llenaron de gozo al adorar la gloria de Dios manifestada en el Niño de Belén, y fueron a comunicar a los demás lo que habían visto y oído, así el cristiano, lleno de gozo por la adoración eucarística, debe comunicar a los demás, con obras de misericordia, la alegría de contemplar y adorar la gloria de Dios en la Eucaristía.       


[1] Cfr. Misal Romano.

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