martes, 24 de enero de 2012

Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca



“Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (cfr. Mt 4, 12-17). El pedido de Jesús no se entiende si no se tiene en cuenta lo sucedido al inicio de la Creación, primero en los cielos y luego en la tierra. En los cielos, el demonio se rebela contra Dios, es expulsado luego de ser derrotado por San Miguel Arcángel, y en su caída logra arrastrar al hombre, haciendo cometer a Adán y Eva el primer pecado de la humanidad, el pecado original, pecado por el cual todos los hombres habrían de perder el estado de gracia.
El pecado original privó al hombre de la gracia;  le ofuscó la mente y el corazón, lo alejó de Dios; le arrancó la corona de luz y de gracia con la que Dios lo había adornado en su creación, y lo arrojó por tierra. Por el pecado, el hombre a su vez arrojó a Dios de su corazón y lo echó, reemplazándolo por una imagen de sí mismo. Al haber arrojado el hombre a Dios de su corazón, lo privó de la luz divina que le otorgaba la gracia, y por eso al hombre le es arduo el conocer la verdad y, aunque desea el bien, le es difícil hacerlo.
Por el pecado, el hombre dejó de escuchar la voz amigable y amable de Dios, su Creador, para escuchar la voz seductora, insidiosa y mentirosa del Demonio. Por el pecado el hombre, que era amigo de Dios, se volvió su enemigo y, envuelto en la confusión, tomó por amigo a quien es su más grande y peor enemigo, el Diablo.
El pecado original hizo perder al hombre, además de la amistad y la luz de Dios, la vida, la salud, y por eso quedó sometido a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a la separación de Dios.
Por el pecado, la cabeza del hombre quedó sin la corona de gloria con la que Dios lo había creado, y además su corazón, que antes miraba hacia arriba, hacia Dios, quedó dado vuelta hacia abajo, hacia la tierra, hacia las cosas bajas.
La conversión consiste en cambiar la dirección del corazón, enderezarlo, y dirigirlo hacia arriba, hacia Dios.
El llamado a la conversión por parte de Jesús es un llamado por lo tanto a cambiar el corazón, a apartarlo de la tierra y de las cosas bajas, las pasiones, los odios, los rencores, el orgullo, la envidia, para elevarlo hacia Dios, en busca de su rostro, rostro que se manifiesta en Cristo y que comunica la luz, el amor, la paz de Dios.
Convertirse quiere decir entonces dejar atrás al hombre viejo, y dejar de mirar y de vivir esta vida terrena como si fuera la definitiva, y comenzar a mirarla y vivirla como lo que es, un breve período de prueba para ganar la eternidad que nos espera; convertirse es combatir contra la soberbia y el orgullo propios, que lleva a condenar al prójimo sobre la base de prejuicios, siempre equivocados; convertirse quiere decir luchar contra la pereza corporal, que nos lleva a no cumplir nuestro deber de estado, o a cumplirlo de modo mediocre y tibio, y contra la pereza espiritual, que nos lleva a no rezar ni asistir a Misa, posponiendo y dejando de lado la oración y la Eucaristía por los atractivos del mundo; convertirse es abatir el orgullo propio, que lleva a no perdonar al prójimo, pero también lleva a no querer pedir perdón porque no se reconocen las propias faltas.
“Conviértanse, porque sino todos pereceréis”, les advierte Jesús a sus contemporáneos, pero también la advertencia se dirige a nosotros. Según las palabras de Jesús, la conversión es absolutamente necesaria para entrar en el Reino de los cielos, porque no se salvará quien posea un corazón ennegrecido por el rencor, la envidia, el orgullo, la avaricia, la lujuria.
La conversión es una tarea de todo el día, todos los días; inicia en el momento de la concepción y finaliza en el momento de la muerte, por eso nadie puede decir: “Estoy convertido”, porque pecaría de orgullo y presunción, al afirmar una falsedad. Sólo los santos del cielo están ya perfectamente convertidos, pero todos tuvieron que pasar por la prueba de esta vida.
Convertirse es una tarea ímproba, dificilísima, porque consiste en desviar la mirada torcida del corazón, inclinada hacia las cosas bajas de la tierra y hacia el propio yo, para dirigirlo hacia las cosas del cielo, de la eternidad, de Dios Uno y Trino.
La conversión es una tarea imposible de llevar a cabo con las solas fuerzas humanas, porque es equivalente a que un hombre intentara mover una montaña.
Pero lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios, y es por eso que la conversión es posible, pero sólo allí donde está Dios y donde Dios se manifiesta y se nos comunica con el poder de su gracia divina: la Cruz, la Eucaristía, la Confesión sacramental.
Dios se manifiesta en la Cruz y por eso, quien se acerca a la Cruz, recibe la gracia de la conversión, como le sucedió a Dimas, el buen ladrón, y como le sucedió a Longinos, el soldado romano que le traspasó el Corazón, convirtiéndose al derramarse en su cara la Sangre y el Agua del Corazón de Jesús. Y quien se acerca a la Cruz, recibe sólo gracia, amor, luz y paz de parte de Dios crucificado: además de la conversión, Dimas recibe la promesa de la salvación eterna: “Te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”, y Longinos recibe también la gracia de la conversión: “Verdaderamente, este es el Hijo de Dios”.
Y esa Sangre y esa Agua se nos comunican en los sacramentos, la Eucaristía y la Confesión sacramental, por medio de los cuales el alma recibe la gracia santificante que la convierte en morada de la Trinidad.
Y si alguien dice: “Hace años que me confieso y comulgo, y no veo que esté en el camino de la conversión”, es muy probable que a este tal lo que le suceda sea que acude a la confesión como si fuera la consulta con un psicólogo, sin propósito de enmienda, y que comulgue distraídamente.
¿Y cómo saber si nuestra alma está en el camino de la conversión? Son indicios de un corazón en proceso de conversión, la humildad, la caridad, la compasión, las obras de misericordia.
Si no hay nada de esto –misericordia, humildad, caridad, compasión-, el cristiano no debe engañarse, porque aún cuando rece y asista a Misa, todavía ni siquiera ha comenzado la conversión.

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