viernes, 6 de enero de 2012

Bautismo del Señor



         “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1, 7-11). En la teofanía trinitaria del Jordán, Dios Padre se dirige a Jesús, en el momento de su bautismo por parte de Juan el Bautista, y le manifiesta su predilección.
Luego, en el Monte Tabor, Dios Padre hablará nuevamente, en la Transfiguración de Jesús, antes de la Pasión, pero esta vez no se dirige a Jesús, sino a nosotros, los cristianos: “Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo” (Mc 9, 1-11).
Como resultado de estas dos intervenciones, en el Jordán y en el Monte Tabor, Dios Padre nos está diciendo que Jesús es su Hijo –por lo tanto, es tan Dios como Él-, y que en Él tiene toda su predilección y que “escuchemos” lo que Jesús nos dice.
Dios Padre nos dice que escuchemos a Jesús, su Hijo muy amado, y nos dice que lo que escuchemos para que, obviamente, hagamos lo que Él nos dice. Esto nos lleva a plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué es lo que nos dice Jesús, el Hijo de Dios Padre, y qué es lo que hacemos nosotros en respuesta a lo que Él nos dice? Y aún antes que esto: ¿escuchamos lo que nos dice? Y si lo escuchamos, ¿hacemos lo que nos dice?
         ¿Qué es lo que nos dice Jesús, para hacer lo que nos dice luego de escucharlo?
Jesús nos dice: “Ama a tus enemigos; bendice a los que te persiguen (Mt 5, 43-48); perdona setenta veces siete (Mt 18, 22), es decir, siempre, sin importar la magnitud de la ofensa; perdona, porque Yo te perdoné primero desde la Cruz, y tú debes perdonar a tu prójimo enemigo con mi mismo perdón, que es de valor infinito”. Es esto lo que Jesús nos dice, y sin embargo, cuando por alguna circunstancia, sea banal o seria, un prójimo se convierte en nuestro enemigo, ni se nos pasa por la cabeza perdonar en nombre de Cristo con el mismo perdón con el cual hemos sido perdonados; antes bien, juramos venganza, aunque no la llevemos a cabo, y estamos dispuestos a aplicar la ley maldita del Talión, a devolver “ojo por ojo y diente por diente” (cfr. Éx 21, 24), a no perdonar ni una sola de las afrentas recibidas, con lo cual demostramos que poco y nada nos importan las palabras de Jesús, y que Jesús es para nosotros poco menos que una figurita decorativa.
Jesús nos dice: “El que quiera seguirme, cargue su cruz y me siga” (Mt 16, 24). Jesús no nos obliga a seguirlo, porque nos dice: “El que quiera seguirme”, y el que quiera seguirlo, para hacerlo debe cargar su Cruz, porque Jesús va camino del Calvario cargando su Cruz, y la Cruz es la única puerta que conduce al Cielo. Quien no carga su Cruz, no puede entrar en el cielo.
Pero, ¿qué quiere decir “cargar la Cruz”? Cargar la Cruz quiere decir, por ejemplo, no solo no renegar de la propia enfermedad, del dolor y de las molestias que se derivan, sino considerar esto como un don del cielo, por el cual el alma se configura a Cristo crucificado. Por la enfermedad, por el dolor, por la tribulación, el alma es hecha partícipe, por Jesucristo, a la Suprema Tribulación de la Cruz. Rechazar esto es rechazar la Cruz, y ¡cuántos cristianos, en vez de encarar sus dolencias con la mirada puesta en la Cruz, lo primero que hacen es acudir a los vendedores de ilusiones, que prometen “parar de sufrir”! Si los mercaderes de la religión, que prometen la eliminación de la Cruz, tienen tanto éxito, es porque la inmensa mayoría de los cristianos arroja la Cruz en el suelo, para correr detrás de quien pueda hacerle olvidar, aún a costa de engaños, la Cruz que Cristo le regaló.

Hay muchas otras cruces -cada cual tiene una a su medida y según su capacidad, porque Dios no da nunca una cruz más grande que la que cada uno puede cargar, y cuando da la cruz, da la gracia y la fuerza para llevarla-, y para todas las cruces vale lo del ejemplo: Cristo nos dice que debemos cargar la Cruz y seguirlo camino del Calvario, para morir al hombre viejo, y lo primero que hacemos es renegar de la Cruz, arrojarla a un costado, y empezar a caminar o a correr en el sentido opuesto al del Calvario, para buscar consuelo en las criaturas y en el mundo.
Jesús nos dice: “Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, el que coma de este Pan no morirá (cfr. Jn 6, 51ss); el que coma del Pan que Yo le daré, que es mi carne, tendrá la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. Jesús nos alienta a alimentarnos de un manjar celestial, un Pan de ángeles, un alimento que no es de este mundo, su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, y nos asegura que quien haga esto, alimentarse del Pan vivo bajado del cielo, tendrá la vida eterna, lo cual quiere decir la alegría, la felicidad, el gozo para siempre, porque le será comunicada la vida misma del Hombre-Dios, que es la vida misma de Dios Uno y Trino.
Y a pesar de esta invitación de Jesús, de comer su Cuerpo y beber su Sangre, es decir, de ser alimentados con un alimento espiritual y glorificado, para recibir la gloria, la vida, la luz, la paz y la alegría de Dios, la inmensa mayoría de los cristianos prefieren saciar el vientre y la sed con los manjares del mundo, manjares que engordan el cuerpo al tiempo que enflaquecen el alma, porque proporcionan alimento material pero no espiritual; en vez de acudir a recibir la Carne del Cordero de Dios, servida por Dios Padre en el banquete celestial, la Santa Misa, los Domingos, los cristianos acuden en masa a los modernos templos del placer, de la diversión banal, de las distracciones pasajeras, de los pasatiempos vacíos, y es así como los Domingos, las iglesias están vacías y sobran las comuniones y faltan las confesiones, porque están atiborrados de cristianos tibios y malos los estadios de fútbol, los cines, los centros de compras, los paseos públicos, los parques de diversiones.
Los cristianos demuestran así que no solo no escuchan lo que Jesús, el Hijo de Dios Padre les dice, alimentarse con el Pan que da la Vida eterna, sino que hacen lo contrario, se alimentan con placeres terrenos que destruyen el germen de vida eterna, la vida de la gracia.
Obrando de esta manera, es decir, sin escuchar lo que Jesús dice, y sin hacer nada de lo que dice que un cristiano debe hacer para alcanzar la vida eterna, el cristiano se encuentra en una situación idéntica a la de los discípulos que, con la barca azotada por la tormenta, y a punto de hundirse, ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, y lo confunden con un fantasma: “…vino Él hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: ‘Es un fantasma’, y de miedo se pusieron a  gritar” (Mt 14, 26). Para muchos cristianos, Jesús en la Iglesia no es más que un fantasma, y por eso no hacen nada de lo que Jesús dice, con lo cual pierden la oportunidad dada por Dios de ganar la vida eterna, al tiempo que se entregan con los ojos cerrados al enemigo de las almas, el demonio.
“Este es mi Hijo muy amado… Escuchadlo”. En la teofanía del Jordán, Dios Padre nos manda escuchar a su Hijo muy amado. En las bodas de Caná, la Virgen Madre, nos manda hacer lo que nos dice: “Hagan lo que Él les dice” (Jn 2, 1-11).
Sólo si escuchamos a Jesús y hacemos lo que Él nos dice, alcanzaremos la vida eterna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario