“¿Pueden
beber el cáliz que yo beberé?” (Mt
20, 17-28). Jesús se encamina decididamente a Jerusalén. En el camino, les
anticipa proféticamente su Pasión y Muerte en cruz y su Resurrección. Les anuncia
que Él, “el Hijo del hombre”, habrá de sufrir mucho, ser traicionado, juzgado
inicuamente, condenado a muerte, morir en cruz y luego resucitar. Ante esta
revelación, la madre de los hijos de Zebedeo se postra ante Jesús y le pide que
sus hijos sean partícipes de la gloria en el Reino de los cielos. Puesto que
esa gloria se adquiere solo a través de la cruz, Jesús les pregunta si son
capaces de participar de su cruz y de su amarga Pasión. “¿Pueden beber el cáliz
que yo beberé?”. Los discípulos, que escucharon a Jesús y movidos por el
Espíritu Santo, responden: “Sí, podemos”, lo cual significa que saben que, para
llegar al Reino de los cielos, deben pasar inevitablemente por la Pasión y la
Cruz. Acto seguido y demostrando el resto de los discípulos que, a diferencia
de los hermanos, no entendieron el mensaje de Jesús, se molestan con los hermanos,
porque ellos están pensando con criterios humanos: para llegar a la cima del
poder, entre los hombres, es necesario dominar de modo tiránico y déspota sobre
los demás. Pero con Jesús, el criterio es distinto: quien quiera llegar al Reino
de los cielos, debe humillarse a sí mismo, entregarse a sí mismo, con todo su
ser y toda su vida, en el altar de la cruz. Sólo de esta manera, el cristiano
podrá gozar de la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos. Pensar de
otra manera es pensar de manera mundana y es negarse a beber del cáliz de
Jesús, el cáliz de la amarga Pasión. Todo cristiano que ame verdaderamente a
Jesús, debe estar dispuesto a participar del dolor de la Pasión y decir, junto
con Santiago y Juan: “Podemos beber del cáliz del dolor de la Pasión”.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
miércoles, 28 de febrero de 2018
martes, 27 de febrero de 2018
“Los fariseos no hacen lo que dicen”
“Los
fariseos no hacen lo que dicen” (Mt
23, 1-12). Jesús nos advierte en contra de aquellos que, erigiéndose en
maestros de la Ley, “no hacen lo que dicen”. Es decir, obran con falsía y
doblez porque por un lado, predican la Ley de Dios y se convierten en sus
custodios e intérpretes, poniéndose a sí mismos como ejemplos de personas
religiosas y virtuosas. Sin embargo, por otro lado, no cumplen ni mínimamente
con la esencia de la Ley, que es la justicia y la caridad, obrando de forma
maliciosa para con su prójimo e impía para con Dios. A esto se refiere Jesús
cuando dice que los escribas y fariseos “no hacen lo que dicen”. Jesús dice a
sus discípulos que hay que obedecerlos en cuanto “están sentados en la cátedra
de Moisés”, es decir, predican la Ley de Dios, que es justicia y amor: “En la
cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid
lo que os digan”. Pero en cuanto al obrar, los escribas y fariseos, siendo
religiosos, obran de modo inicuo e impiadoso, porque para con el prójimo “atan
cargas pesadas, las cuales ellos no están dispuestos a mover un dedo” para
llevarlas; en cuanto a Dios, obran impiadosamente porque, entre otras cosas, se
guardan para sí mismos las ofrendas del altar, destinadas al culto al Dios
Verdadero.
“Los
fariseos no hacen lo que dicen”. La advertencia va también dirigida a nosotros,
seamos sacerdotes o laicos, porque también podemos caer –y de hecho lo hacemos-
en la misma tentación de escribas y fariseos: pensar que, porque estamos “en
las cosas de Dios”, automáticamente somos buenos para con nuestro prójimo y
agradables a los ojos de Dios. Toda vez que pensamos así, nos convertimos en
los modernos escribas y fariseos. Para no caer en esta tentación, además del
auxilio de la gracia y de tener siempre presentes de que Dios escudriña hasta
lo más profundo de nuestro ser y que ni el más mínimo pensamiento escapa a su
sabiduría divina, debemos humillarnos ante la Presencia de Dios -en la oración
particular y personal, a ejemplo del publicano de la parábola- y considerarnos
peores que nuestros prójimos, es decir, considerar siempre a nuestro prójimo
como “superior a nosotros”, tal como lo dice la Escritura.
sábado, 24 de febrero de 2018
“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan"
(Domingo
II - TC - Ciclo B – 2018)
“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus
vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo
podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). En
el Monte Tabor Jesús resplandece ante Pedro, Santiago y Juan, con la luz de su
divinidad. Jesús es el Hombre-Dios, es Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser
Dios y la luz que resplandece en el Tabor, expresada por el Evangelista Juan
con esta expresión: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas
como nadie en el mundo podría blanquearlas”, no es una luz que le viene añadida de lo alto, porque es la luz de su propio ser trinitario y de su propia naturaleza divina. La luz que resplandece en Jesús es
la gloria de su Ser divino trinitario, es la gloria que el Padre le da al Hijo
desde la eternidad y que comparten con el Espíritu Santo. No es una luz que le
viene añadida desde afuera de Jesús de Nazareth: es la gloria de Dios Trino que,
brotando del Ser divino trinitario y pasando de la Segunda Persona a su
humanidad, resplandece ante los ojos asombrados de los discípulos Pedro,
Santiago y Juan. Es una luz celestial, que ilumina no solo los ojos del cuerpo,
sino ante todo los ojos del alma, permitiendo que el alma contemple, en Jesús
de Nazareth, al Verbo Eterno del Padre encarnado. Dice Santo Tomás que si Jesús
permite que su luz se manifieste en esta teofanía del Tabor, es decir, si
permite que contemplen su humanidad revestida de su divinidad, es para que se
recuerden de Él, en cuanto Dios, cuando lo vean en la Pasión, reducido a un
despojo de hombre, cuando a causa de los golpes y las flagelaciones, su
humanidad santísima quede cubierta, no ya de la luz de la gloria divina, sino
de su propia Sangre. Por esta razón, la gloriosa teofanía trinitaria del Tabor
debe ser contemplada a la luz de la crudelísima escena de la Pasión en el Monte
Calvario, ya que el Tabor no se explica sin el Calvario, ni el Calvario sin el
Tabor. Jesús resplandece de gloria divina en el Tabor, para que sus amigos y discípulos
se recuerden que el hombre cruelmente golpeado y que “parece un gusano”, como
dice el Profeta Isaías, cubierto de golpes y bañado en sangre, irreconocible a
causa de la tierra, el sudor, la sangre, ese mismo hombre, ante el cual “se da
vuelta la cara”, tan lastimoso es su aspecto, ese hombre, es Dios Hijo
encarnado, y así ellos, los amigos, discípulos y apóstoles, con el recuerdo de
la divinidad manifestada en el Monte Tabor, no desfallezcan ante la durísima
prueba del Monte Calvario.
Ahora bien, si esto es así, surge la pregunta de por qué
Jesús, siendo Dios, ocultó su divinidad durante toda su vida, manifestándola
por breves segundos en el Tabor. ¿No hubiera sido conveniente que, desde su
Encarnación, puesto que era Dios, se manifestara como Dios, es decir,
resplandeciente en su gloria divina?
La respuesta es que Jesús oculta su gloria divina durante
toda su vida terrena, con excepción del Tabor –y en la Epifanía, ante los Reyes
Magos-, para poder sufrir la Pasión, porque si su humanidad hubiera
resplandecido con la gloria divina, desde la Encarnación, no habría podido
sufrir la Pasión, porque la humanidad glorificada no puede sufrir. Es por un
milagro de su omnipotencia, que Jesús oculta su gloria divina, la gloria que le
corresponde como Dios Hijo desde la eternidad, para poder sufrir la Pasión y
así demostrar hasta qué grado llega su Amor –infinito, eterno, incomprensible-
por todos y cada uno de nosotros.
Esto nos lleva al momento de la Encarnación, en donde se
habla de la “kénosis” o “vaciamiento” que el Verbo hizo de sí mismo en el
momento en el que se encarnó en el seno virgen de María. Según la teología y la
fe católicas, el abajamiento y humillación del Verbo de Dios consiste en asumir,
por un lado, la humanidad y, por otro, ocultar de modo simultáneo, la
Divinidad. Es decir, cuando el Verbo se encarnó, por un milagro de su
omnipotencia, como dijimos, su humanidad no transparentó su gloria, como debía
suceder normalmente, sino que quedó oculta a los ojos de los hombres, para
permitir que Jesús sufriera la Pasión. Pero este hecho –que Jesús aparezca a
los ojos de los demás como un hombre más entre tantos, sin reflejar su
divinidad- no significa, de ninguna manera, que Jesús se hubiera “vaciado” de
su divinidad, como si el Verbo de Dios, en el momento de la Encarnación,
hubiera quedado “incompleto” o “vacío” porque a Jesús de Nazareth le faltaba la
divinidad. Esto es negar de raíz la unión hipostática, personal, de la Persona
divina y de la naturaleza divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Cuando
San Pablo a los Filipenses dice que Jesús “se vació a Sí mismo”[1],
no está significando que dejó de lado su divinidad y que Jesús no era Dios –y por
lo tanto, estaba “vacío” de la divinidad, o era “incompleto” en su divinidad-:
está diciendo simplemente que “ocultó visiblemente” su divinidad, para poder
sufrir la Pasión, pero que de ningún modo su humanidad dejó de estar unida a la
Persona Segunda de la Trinidad, desde el momento de la Encarnación. El “vaciamiento
de sí mismo” de Jesús se conoce como “kénosis” y se la utiliza para combatir
herejías como el arrianismo, que niegan precisamente la condición divina de
Nuestro Señor Jesucristo, por el hecho de aparecer exteriormente como un simple
hombre, cuando en realidad lo único que hace es, por un milagro, ocultar su
divinidad, para poder sufrir la Pasión. Si decimos que Jesús, por la
Encarnación, está “incompleto” y “vacío” porque le falta el componente de la
Persona Segunda de la divinidad, estamos diciendo que Jesús es un simple hombre
y eso es un gravísimo error, una herejía inaceptable y condenada desde hace
tiempo por el Magisterio de la Iglesia. Y si Jesús fuera imperfecto, inacabado,
insuficiente o falto de la divinidad, entonces no sería el Hombre-Dios, no
sería nuestro Redentor y toda nuestra fe católica sería en vano.
“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus
vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo
podría blanquearlas”. Jesús es Dios Perfectísimo y Hombre perfectísimo y deja
traslucir su divinidad en el Monte Tabor para que al contemplarlo en la Cruz,
cubierto de Sangre, recordemos que Él es Dios, recubierto de gloria en la
eternidad. Y que ese mismo Jesús, que es Dios cubierto de Sangre en el
Calvario, derrama su Sangre en el cáliz, y que el mismo Jesús que manifestó la
gloria de su divinidad en el Tabor, es el mismo Jesús que nos entrega, su mismo
Cuerpo glorioso, en cada Eucaristía. Es el mismo Jesús, Unigénito del Padre, a quien el Padre nos dice que escuchemos. Y lo que Jesús nos dice, desde el sagrario, es: "Si quieres entrar en el Reino de los cielos, toma tu cruz de cada día, niégate a ti mismo y sígueme por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, hasta el Calvario".
viernes, 23 de febrero de 2018
“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”
“Si
la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt
5, 20-26). Jesús advierte claramente que para entrar en el Reino de los Cielos,
el cristiano debe mostrar “una justicia superior” a la de los fariseos. Acto seguido,
da un ejemplo concreto acerca de qué es esta “justicia superior” que debe
caracterizar al cristiano, tomando un mandamiento de la Ley de Moisés, relativo
al homicidio. Jesús dice: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No
matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que
todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un
tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y
el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Es decir, antes de Jesús –antes de
la Encarnación del Verbo- era suficiente, para cumplir con la Ley de Dios, el “no
matar” al prójimo; sin embargo, ahora, a partir de la Encarnación del Verbo, ya
no basta con “no matar” exteriormente –es decir, no basta con no cometer
homicidio físico-, sino que es necesario “no matar” al prójimo con la
irritación, el enojo, la ira y la maledicencia. Ahora, quien se irrita, se
enoja y maldice a su prójimo –aun cuando todo esto no sea manifestado al
exterior de la persona-, comete un pecado ante los ojos de Dios y merece la
reprobación divina a tal grado que, si muere con estos pecados –principalmente,
la ira y la maldición-, incluso puede condenarse en el Infierno: “El que lo
maldice, merece la Gehena de fuego”.
Luego
Jesús revela de qué manera debe el cristiano obrar para que su justicia sea
perfecta y sea la causa de merecer el Reino de los Cielos: “Por lo tanto, si al
presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna
queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu
hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Además de evitar estos
pecados, el cristiano debe reconciliarse con aquel prójimo con el cual está
enemistado, porque solo de esta manera, su ofrenda será aceptada por Dios.
La
razón de esta justicia superior es que, a partir de Él, a partir de Jesús, el
alma, por la gracia santificante participa de la vida de Dios Trino, por lo cual
se debe excluir del corazón y del alma no solo el pecado mortal y el venial,
sino incluso hasta la más mínima imperfección, puesto que Dios es Perfectísimo
y es la Santidad Increada en sí misma. Además, en virtud de la gracia
santificante, el alma está ante la Presencia de Dios, por así decirlo, ya desde
esta vida terrena, de manera análoga a como están ante la Presencia de Dios los
ángeles y los bienaventurados en el Cielo y así también, como en el Cielo es
impensable que alguien, ante la Presencia de Dios, manifiesta la más ligera
malicia –porque de lo contrario no puede estar ante la Presencia de Dios-, así
también el alma del cristiano en gracia, estando ante la Presencia de Dios, no
puede consentir interiormente –y mucho menos, manifestarlo exteriormente- no
solo el pecado, sino ni siquiera la más ligera imperfección. A esto es lo que
se refiere Jesús cuando dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es
perfecto” (Mt 5, 48).
miércoles, 21 de febrero de 2018
“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás”
“A
esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús es muy explícito: “Así
como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será
para esta generación”. Es decir, Jonás fue un signo enviado por Dios a los
ninivitas para que estos se arrepintieran y cambiaran de vida, de la vida de
pecado, a la vida de la observancia de los Mandamientos de la Ley de Dios. Los
ninivitas creyeron en la predicación de Jonás, se convirtieron y así evitaron
el castigo divino. De la misma manera, para toda la humanidad, no habrá, hasta
el fin de los tiempos, otro signo divino que Jesús crucificado. Quien contemple
a Jesús en la Cruz, no tendrá otro signo que lo llame a la conversión y al
cambio de corazón, porque Jesús está en la Cruz a causa de nuestros pecados. Si
nosotros, contemplándolo a Él, el Cordero de Dios, que muere por nuestra
salvación, no nos decidimos a cambiar de vida y elegimos continuar en la vida
de pecado, no tendremos otro signo. Ese signo, desde Jesucristo, es la Santa
Misa, porque en la Santa Misa se renueva, de modo incruento y sacramental, el
Santo Sacrificio de la Cruz. Si nosotros abandonamos la Misa o asistimos a ella
como si fuera un mero convite y no el sacrificio del Cordero en la Cruz, no
tendremos más signos para nuestra conversión. Muchos desprecian la Misa, sin
darse cuenta de que desprecian la Cruz, que es el único signo dado por Dios
para nuestra conversión y salvación. No se nos dará otro signo para que nos
convirtamos y volvamos a Dios, que la Santa Cruz y la Santa Misa, renovación
incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.
martes, 20 de febrero de 2018
“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos”
“Cuando
oren, no hablen mucho, como hacen los paganos” (Mt 6, 7-15). Jesús nos enseña una nueva forma de orar, radicalmente
distinta a la forma de orar de los paganos, puesto que nos enseña a llamar a
Dios “Padre”. Y esto, no por un mero sentimiento de afecto, sino porque en
verdad Dios se convierte en nuestro Padre adoptivo, desde el momento en que,
por el bautismo sacramental, recibimos la gracia de la filiación divina, una
participación en la filiación divina del Hijo de Dios, con la cual Él mismo es
Dios Hijo desde la eternidad.
Ahora
bien, si Jesús nos enseña a orar, la Santa Madre Iglesia nos concede la gracia de
vivir la oración del Padre Nuestro enseñada por Jesús, por medio de la Santa
Misa.
En
la Santa Misa podemos vivir el Padre Nuestro, en cada una de sus oraciones:
“Padre
Nuestro que estás en el cielo”: si en el Padre Nuestro nos dirigimos al “Padre que
está en los cielos”, en la Santa Misa Dios Padre se hace presente en esa parte
del cielo que es el altar eucarístico, porque es Él quien envía a su Hijo
Jesucristo, por medio de su Amor, el Espíritu Santo, para que entregue su
Cuerpo en la Eucaristía y derrame su Sangre en el cáliz.
“Santificado
sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que el “nombre de Dios sea
santificado”, y esa petición se cumple en la Santa Misa de un modo imposible de
imaginar, porque el que da gloria y santifica el nombre Tres veces Santo de
Dios Uno y Trino es Jesucristo, el Hombre-Dios, que glorifica a la Trinidad sobre
el altar eucarístico con la renovación incruenta y sacramental de su sacrificio
en la cruz.
“Venga
a nosotros tu Reino”: en el Padre Nuestro pedimos que “el Reino de Dios venga a
nosotros”; en la Santa Misa, sobre el altar eucarístico, viene a nosotros algo
infinitamente más grande que el Reino de Dios, y es Dios Hijo en Persona,
oculto en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía.
“Hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo”: en el Padre Nuestro pedimos que
“la voluntad de Dios se cumpla, así en el cielo, como en la tierra”; en la
Santa Misa esa voluntad de Dios, mil veces bendita, se cumple cabalmente,
porque se nos ofrece Aquél que es la Causa de nuestra salvación, Cristo Jesús,
en la Hostia consagrada.
“Danos
hoy nuestro pan de cada día”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que “nos dé el
pan de cada día”; en la Santa Misa esa petición se cumple más allá de toda
imaginación humana, porque Dios Padre nos alimenta no con un alimento
perecedero, para una vida perecedera, sino que nos alimenta con el Verdadero
Maná bajado del cielo, el Pan Vivo que contiene la Vida eterna, Cristo Jesús en
la Eucaristía.
“Perdona
nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en
el Padre Nuestro pedimos que “nuestras ofensas sean perdonadas”, porque nos
comprometemos a “perdonar a quienes nos ofenden”; en la Santa Misa, Dios Padre
nos da no solo el ejemplo del Divino Perdón, al donarnos la Divina Misericordia
por medio de la Sangre que brota del Corazón traspasado de Jesús, sino que nos
concede las fuerzas mismas para perdonar, imitándolo a Él en su misericordia, a
nuestros enemigos, y esa fuerza es el Divino Amor, contenido en el Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús.
“No
nos dejes caer en la tentación”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios las fuerzas
para “no caer en la tentación”; en la Santa Misa, obtenemos, más que la fuerza
divina para no caer, al mismo Dios Omnipotente, que se nos entrega sin reservas
en la Eucaristía, para ser Él nuestra fortaleza.
“Y
líbranos del mal”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que nos “libre del mal”;
en la Santa Misa, se hace Presente en Persona Dios mismo, en la Santa Cruz,
renovando su santo sacrificio, por el cual venció al mal personificado, el
Demonio, el Ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua.
“Amén”:
en la Santa Misa entonamos el “Amén” eterno, como Iglesia Militante, junto con
la Iglesia Purgante y la Iglesia Triunfante, doblando nuestras rodillas en
acción de gracias y en adoración al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.
“Venid, benditos de mi Padre”
“Venid,
benditos de mi Padre” (Mt 25, 31-46).
Estas dulces palabras, pronunciadas por Nuestro Señor Jesucristo en Persona,
resonarán en los oídos y corazones de aquellos que, en esta vida terrena, hayan
dedicado sus vidas a las obras de misericordia corporales y espirituales, según
las posibilidades y el estado de cada cual. Quien se haya preocupado por el
prójimo, sobre todo el más necesitado y lo haya auxiliado en nombre de Cristo y
no por vanagloria, recibirá en el cielo un premio imposible siquiera de
imaginar, porque a las maravillas inconcebibles que supone el cielo en sí
mismo, se le sumarán las maravillas aún más inconcebibles, el contemplar a la
Trinidad y al Cordero por toda la eternidad.
La
Cuaresma es el tiempo propicio para practicar las obras de misericordia,
espirituales y materiales, indicadas por la Iglesia. Ahora bien, no se deben
confundir dichas obras de misericordia con el activismo de corte
socialista-marxista que propician las nefastas Teología de la Liberación y la Teología del pueblo –esta última, rama de la primera-, desde el momento en que son
contrarias al Evangelio, al colocar al pobre en el centro del mensaje
evangélico y a la pobreza como causa de salvación. El único centro del
Evangelio es Nuestro Señor Jesucristo, Persona Segunda de la Trinidad,
encarnada en una naturaleza humana y la única causa de salvación es su Pasión y
Muerte en Cruz y la gracia santificante por Él merecida para nosotros, al
precio altísimo de su Sangre derramada en el Calvario.
viernes, 16 de febrero de 2018
“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás”
"Tentación del Señor"
(Temptation of the Lord)
(Domingo I - TC - Ciclo B – 2018)
“El
Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por
Satanás” (Mc 1, 12-15).
Jesús es llevado al desierto por el Espíritu Santo y allí, en el desierto,
ayunará durante cuarenta días y cuarenta noches. Hacia el final del ayuno, al
experimentar hambre, se le aparecerá el espíritu maligno, el Ángel caído,
Satanás, del Demonio, el cual buscará, por medio de la tentación, una tarea
imposible de toda imposibilidad: el hacer caer a Jesús en el pecado. El Demonio
tienta a Jesús, pero es absolutamente imposible que Jesús hubiera podido caer,
no ya en pecado, ni siquiera venial, sino ni siquiera en la más ligera duda
acerca de lo que el Demonio le proponía. Esto, en virtud de la condición divina
del Hombre-Dios: Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, es Dios Hijo
encarnado, y en cuanto Dios, es imposible, de toda imposibilidad, el pecado,
desde el momento en que Él es la Santidad Increada en sí misma. También en
cuanto Hombre era imposible que Jesús pecara, porque era Hombre perfectísimo,
en quien “habitaba corporalmente la divinidad”, por cuanto su naturaleza humana
estaba unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Segunda de la
Trinidad, lo cual significa que la humanidad de Jesús de Nazareth participaba,
con toda su plenitud, de la gloria, la gracia, la sabiduría de Dios Uno y
Trino, todo lo cual hacía imposible no solo el pecado, sino siquiera la más
mínima imperfección.
Entonces,
si Jesús se deja tentar, no es para ver cuán fuerte es Él en relación a la
tentación, porque era imposible que, ya sea en cuanto Dios, que en cuanto
Hombre perfecto, pudiera pecar. ¿Por qué Jesús permite, entonces, el ser
tentado? Jesús se deja tentar en el Demonio en el desierto, para que nosotros
tomemos ejemplo de Él ante la tentación y sepamos, con el auxilio del Espíritu
Santo, cuáles son las tentaciones a las que nos expone el Demonio, y cómo
debemos responder, guiados en el ejemplo de Jesús.
Ante
todo, para poder hacernos una idea acerca de qué es la tentación, tomemos la
imagen de un pez que, desde dentro del agua, mira hacia la superficie la
carnada que esconde el anzuelo tirado por el pescador. Así como el pez mira la
carnada y le parece apetitosa, pero en el momento en que la muerde, se da
cuenta de la realidad –no era lo que parecía, al fugaz momento agradable, le
sigue el dolor y luego la muerte, porque es sacado fuera de su elemento vital,
el agua-, de la misma manera el hombre, al contemplar la tentación que encubre el
pecado, le parece apetitoso, pero una vez que lo comete, el breve placer
terreno y concupiscible del pecado cede al dolor espiritual y a la muerte
espiritual ya que, según la gravedad, su alma queda muerta a la vida de la
gracia, si se trata de un pecado mortal.
En
la primera tentación, el Demonio, al darse cuenta de que Jesús tiene hambre, le
dice a Jesús que le pida a Dios que convierta las piedras en pan, así Él podrá
satisfacer su hambre corporal. Pero Jesús le responde que no es el hambre
corporal la necesidad básica del hombre, sino el hambre espiritual, que se
sacia con la Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios”. Esto nos enseña que, si es importante
saciar el hambre corporal por medio de la alimentación, mucho más importante es
saciar el hambre espiritual con la Palabra de Dios, contenida en las Sagradas
Escrituras y en la Eucaristía. Otra enseñanza es que de nada sirve al hombre
satisfacer su apetito corporal, si no satisface su apetito espiritual, que en
el caso del hombre solo puede ser satisfecho por Dios; Dios que, para el
católico, está en la Palabra de Dios y en la Eucaristía, por cuanto la
Eucaristía es la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su Encarnación en el
Santísimo Sacramento del Altar. Otra interpretación es que se trata de la
tentación de pretender suplantar el primado espiritual de Dios en el hombre,
por el primado de los apetitos carnales[1]: Jesús nos enseña a vencer esta tentación
con la virtud de la castidad, expresión corporal de la pureza trinitaria del
Ser divino.
En
la segunda tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto del templo y le
dice que se arroje, ya que Dios enviará sus ángeles para que no se haga daño.
Jesús le responde: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trata de un milagro
absurdo, innecesario y, ante todo, su sola petición, es temeraria. La petición
de un milagro como este, equivale a un desafío a Dios por parte del hombre, que
así invierte los términos, porque no es Dios el que pone a prueba al hombre,
como debe ser –Dios tiene derecho a ponernos a prueba en el Amor-, sino que es
el hombre el que pone a prueba a Dios. Jesús nos enseña que no debemos ser
temerarios y pedir a Dios milagros irracionales, cuando somos nosotros mismos
los que, voluntariamente, ponemos en peligro nuestras almas. Dios no tiene obligación
de quitarnos los obstáculos –pecados- que libre y voluntariamente ponemos en el
camino; si nos los quita, es por misericordia, pero no por obligación-.
Equivaldría a que alguien, conduciendo un vehículo en un camino de montaña,
repentinamente acelerara a toda velocidad, dirigiéndose al precipicio, pidiendo
al mismo tiempo a Dios que detenga el vehículo, haciéndolo además responsable
del seguro accidente. Otra interpretación es que se trata de la tentación del éxito
y del poder mundano, que se vence con la virtud de la pobreza[2], pero no de cualquier pobreza, sino de la
pobreza limpia y casta de la cruz, que rechaza los bienes terrenos porque desea
solo los bienes del cielo.
En
la tercera y última tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto de una
montaña, le muestra los reinos de la tierra y le dice que se postre ante él y
lo adore, y él le dará todos esos reinos. Jesús le responde: “Sólo a Dios
adorarás”. Esto nos enseña que solo debemos postrarnos en adoración ante Dios,
Presente en Persona en la Eucaristía, y que debemos rechazar cualquier
adoración que no sea a Dios en la Eucaristía. Cualquier adoración que no sea a
Cristo Eucaristía, es idolatría pagana que ofende a la majestad de Dios. También
nos enseña Jesús que debemos despreciar el poder, la fama y los bienes
terrenos, porque quien apega su corazón a los bienes terrenos, queda atrapado
por la trampa del Demonio, que se oculta detrás de estas cosas. No significa
que no debamos esforzarnos para adquirir bienes, ni que debamos renunciar al
poder o a la fama mundana, si es que accidentalmente sobrevienen, ya que todo
eso puede y debe ser puesto a los pies de Jesús; significa que no debemos darle
nuestro corazón a los bienes, a la fama y al poder, ya que solo a Dios debemos
el amor de adoración y de gratitud, y para nosotros, los católicos, Dios está
en Persona en la Eucaristía, y esa es la razón por la cual solo a la Eucaristía
debemos adorar. Otra interpretación es que se trata de la tentación de
pretender el hombre cumplir su propia voluntad, de forma independiente y
autónoma al Querer divino[3][3] –no en vano el primer mandamiento
de la Iglesia de Satanás es: “Haz lo que quieras”, como instigación demoníaca
al hombre de rebelión contra el plan divino de salvación-, tentación que se
vence con la virtud de la obediencia a los legítimos superiores.
Por
último, al citar a la Sagrada Escritura para contrarrestar las insidias del
Demonio, Jesús nos da ejemplo de cómo en la Palabra de Dios encontramos la
sabiduría y la fortaleza divinas más que suficientes para vencer cualquier
clase de tentación. Sin embargo, debemos recordar que no podemos caer en el
error protestante, de pensar que la Palabra de Dios es sólo la Sagrada
Escritura: para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios está contenida,
además de las Escrituras, en la Sagrada Tradición –los escritos de los Padres
de la Iglesia- y en el Magisterio, además de estar contenida, viva, palpitante,
en la Eucaristía. Cometeríamos un gravísimo error si, cediendo al error
protestante, pensáramos que la Palabra de Dios es solo la Biblia.
“El
Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por
Satanás”. Dice el Santo Cura de Ars que “seremos tentados hasta el último instante
de nuestra vida terrena”, pero esto no nos debe provocar temor de ninguna
clase, porque Jesús nos da ejemplo de cómo vencer a la tentación fácilmente y
es acudiendo al ayuno, a la oración, a la penitencia y a la Palabra de Dios,
que para nosotros, los católicos, está en la Escritura, en la Tradición, en el
Magisterio y en la Eucaristía.
[1] Cfr. Cristina Siccardi, La lotta tra
Carnevale e Quaresima di Pieter Bruegel, https://www.corrispondenzaromana.it/la-lotta-carnevale-quaresima-pieter-bruegel/
[2] Cfr. Siccardi, ibidem.
Viernes después de Ceniza
(TC
- Ciclo B – 2018)
“Vendrán
días en que se les quitará el esposo y entonces los invitados a las bodas
ayunarán” (cfr. Mt 9, 14-15). Los
discípulos de Juan se acercan a Jesús y, extrañados por el hecho de que no
ayunen “como ellos y los judíos”, le preguntan a Jesús: “¿Por qué tus
discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?”. Jesús les
responde de una manera enigmática, con otra pregunta: “Jesús les respondió: “¿Acaso
los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos?
Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán””. La
respuesta de Jesús se entiende cuando se hace la traslación de las realidades
terrenas señaladas –esposo y amigos, presencia del esposo, ausencia del esposo,
ayuno-, con las realidades sobrenaturales por estas significadas –el esposo es
Él, Esposo de la Iglesia Esposa; discípulos; vida terrena de Jesús; muerte en
la cruz; ausencia visible de Jesús; dolor interno por su muerte en cruz-.
“Vendrán
días en que se les quitará el esposo y entonces los invitados a las bodas
ayunarán”. La profecía de Jesús se cumplirá cuando Él sea arrestado,
enjuiciado, condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo. Allí comenzará
el ayuno de los amigos del Esposo, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica.
Ayuno que se prolongará hasta que el Esposo regrese, en el Día del Juicio
Final, para juzgar a vivos y muertos.
jueves, 15 de febrero de 2018
Jueves después de Ceniza
Jesús camino del Calvario, con el velo de la Verónica
(Giovanni Cariani)
(TC
- Ciclo B – 2018)
“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo,
que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc
9, 22-25). Jesús da las condiciones para seguirlo: ante todo, es necesario
querer seguirlo, y por eso dice: “El que quiera
venir detrás de mí”, porque Él no obliga a nadie a seguirlo. Quien lo ame, ése
lo seguirá; quien no lo ame, no lo seguirá, porque Él no lleva a nadie contra
su voluntad. Solo el Amor de Dios es el que hace que una persona desee seguir a
Jesucristo y cumplir sus Mandamientos.
Otro
requisito es “renunciar a sí mismo”, lo cual significa renunciar al hombre
viejo, al hombre dominado por la concupiscencia, por la ira, por la gula, por
la pereza; en definitiva, al hombre dominado por el pecado. Solo quien renuncie
a su propio “yo”, contaminado por el pecado original, el yo cargado de
soberbia, de orgullo, de vanidad, de rencor, solo ése, puede seguir a
Jesucristo.
Otro
requisito es “tomar la cruz de cada día”, lo cual significa desear morir al
hombre viejo, para nacer al hombre nuevo, el hombre que nace de lo alto, el
hombre regenerado por la gracia santificante, gracia que brota del Corazón
traspasado de Jesús y que se derrama sobre el alma por medio de los
sacramentos.
Por
último, no basta con simplemente querer, renunciar a sí mismo y cargar la cruz:
es necesario “seguirlo”, es decir, poner por obra el deseo de seguir a Jesús.
Así como Jesús cargó la cruz y, mirando hacia el Calvario, emprendió el Via Crucis, el Camino de la Cruz, así
también el cristiano, luego de desear amar a Cristo, luego de renunciar a sí
mismo, luego de cargar la cruz, debe poner por obra el seguimiento de Cristo,
lo cual significa ir tras de Él, guiado por el Espíritu Santo. Esto implica
seguir a Jesús cada día, por el Camino del Calvario, a ese Nuevo Calvario que
es el Altar Eucarístico, en donde se renueva, en cada Santa Misa, de modo
incruento y sacramental, el Santo Sacrificio de la Cruz.
martes, 13 de febrero de 2018
Miércoles de Cenizas
(TC - Ciclo B – 2018)
Con el Miércoles de Cenizas da inicio
el tiempo litúrgico conocido como “Cuaresma”, el cual finaliza la noche del
Sábado Santo. ¿Cuál es el sentido de la ceremonia de imposición de cenizas, que
es la que da el nombre al día en el que inicia la Cuaresma? Ante todo, es
necesario recordar que la imposición de cenizas es un sacramental, lo cual
quiere decir que, como todo sacramental, no confiere la gracia, pero sí
predispone al alma para recibirla. En cuanto al sentido de la ceremonia, hay
que decir que, por la imposición de cenizas, la Iglesia recuerda al hombre dos
cosas, expresadas en las dos oraciones que el sacerdote pronuncia: que “es
polvo y al polvo regresará” –es decir, que es un ser frágil que camina, día a
día, a la muerte- y que debe convertir su corazón a Jesucristo si quiere, al
final de sus días en la tierra, ingresar en las Moradas eternas –“Conviértete y
cree en el Evangelio”-.
El recuerdo de estas dos realidades es
absolutamente necesario; de lo contrario, el hombre cree que esta vida es para
siempre y cuando pierde el horizonte de la vida eterna –ya sea con el posible
castigo eterno en el Infierno por sus malas obras, o el premio de la eterna
felicidad si obra el bien y cree en Jesucristo-, el hombre se aferra a esta
vida temporal y a sus bienes pasajeros, pensando que ha de vivir para siempre y
que sus bienes también. Una vez perdido el horizonte de eternidad –en el dolor
o en la alegría-, el hombre no duda en cometer toda clase de maldades contra su
prójimo para aumentar sus posesiones, creyendo vanamente que estas le darán
felicidad. Sin el destino de eternidad, el hombre trata de convertir a esta
vida terrena en algo inexistente, como lo es el paraíso terreno. Sin la
perspectiva de la eternidad, y sin convertir su corazón al Evangelio de Nuestro
Señor Jesucristo, el hombre endurece su corazón, se apega a la tierra, al mundo
y a sus vanidades, y vive una vida de pecado. Además, el Demonio acude para
profundizar este error vital, según Santa Teresa de Ávila: “El Demonio hace
creer, a los que viven en pecado mortal, que sus placeres terrenos durarán para
siempre”. Para que el ser humano no caiga en este error –o para que salga de
él, si ya ha caído-, es que la Iglesia inicia la Cuaresma con la ceremonia de
imposición de cenizas: para recordarle que tarde o temprano ha de morir, y que
debe convertir su corazón si es que quiere ingresar en el Reino de los cielos,
al final de su vida terrena.
Hay otro aspecto a considerar en la
imposición de cenizas, y es el hecho de que con esta ceremonia la Iglesia
inicia el tiempo litúrgico en el que, místicamente, acompaña al Redentor,
Jesucristo, en su ingreso al desierto, para participar de lo que Jesús hace
allí. Jesús va al desierto “llevado por el Espíritu Santo”, dice la Escritura-
para hacer penitencia, ayuno y oración por cuarenta días, como preparación para
la Pasión, Muerte en Cruz y luego la Resurrección. En Cuaresma, la Iglesia
toda, con la imposición de cenizas, comienza a participar del retiro de Jesús
en el desierto; se trata no de una mera imitación en el recuerdo, sino de una verdadera
participación, mística y sobrenatural, de la oración de Jesús en el desierto.
Porque el hombre tiende
a olvidar que día a día se dirige a la muerte terrena y que le espera la
eternidad –que puede ser de dolor o de alegría, según sean sus obras- y que si
no convierte su corazón, no solo no entrará en el Reino de los cielos, sino que
se condenará eternamente en el Infierno, es que la Iglesia celebra la ceremonia
de la imposición de cenizas.
Como hemos dicho, esta
tiene el fin de hacer recordar al hombre su condición de “nada más pecado” y
encima pecado que se rebela contra Dios y su Ley. Por la imposición de cenizas,
la Iglesia le recuerda al hombre que es “polvo” y “regresará al polvo”, porque
esto que somos ahora, con este cuerpo unido al alma, terminará inevitablemente
convirtiéndose en polvo, con la muerte, cuando el alma se separe del cuerpo y
sea llevada ante Dios para recibir el Juicio Particular, mientras el cuerpo
comienza su proceso de descomposición orgánica.
La Iglesia nos recuerda
nuestra condición de meros transeúntes, peregrinos, en el desierto de la vida;
nos recuerda que no somos más que caminantes, que nos dirigimos, por el
desierto de la historia y de la vida, a la Jerusalén celestial, razón por la
cual nada debemos tomar como definitivo en esta vida, sino que debemos vivirla
con el corazón elevado a los bienes celestiales. Ése es el otro fin de la
imposición de cenizas: que nos convirtamos a Jesucristo y su Evangelio, lo cual
significa despegar el corazón de las cosas terrenas, no solo de las malas, lo
cual es más que obvio que debemos hacer, sino incluso de las buenas
–despegarnos en el sentido de que no las tendremos para siempre-, porque es la
única forma en que llegaremos a la otra vida. Y en la otra vida, en el Reino de
los cielos, veremos cómo todas las cosas buenas a las que renunciamos por el
amor a Jesucristo, lo recuperaremos, libre de toda concupiscencia, y purificado
en el Amor de Dios.
“Recuerda que eres polvo y en polvo te
convertirás”; “Conviértete y cree en el Evangelio”. Quien tiene en la mente y
en el corazón que es solo polvo y que se convertirá en polvo por la muerte, y
que debe convertir su corazón si quiere entrar en el Reino de los cielos, ese
tal, encontrará su delicia en la Comunión Eucarística, porque allí se nos da la
Vida eterna, la vida del Cordero de Dios, y en ella se nos anticipa la feliz
eternidad del Reino de los cielos. La Cuaresma es el tiempo propicio para
preparar el corazón y, en estado de gracia, recibir la Sagrada Comunión, que
nos da la vida eterna y nos anticipa la eterna felicidad del Reino de Dios.
sábado, 10 de febrero de 2018
“Si quieres, puedes curarme”
(Domingo
VI - TO - Ciclo B – 2018)
“Si quieres, puedes curarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, se postra ante Él, y le
implora su curación: “Si quieres, puedes curarme”. Jesús extiende su mano y le
dice: “Lo quiero, queda curado”, quedando el enfermo totalmente libre de lepra.
Si bien Jesús cura a toda clase de enfermos en el Evangelio,
en el caso de la curación de la lepra hay un significado espiritual
sobreañadido, ya que el leproso es imagen de la humanidad, herida por el pecado
original: el pecado es al alma, lo que la lepra al cuerpo. Por esta relación, y
para entender el alcance de la curación del leproso por parte de Jesús, es
conveniente recordar, brevemente, en qué consiste la lepra y cuáles son sus
efectos en el cuerpo humano.
La
lepra[1] es
una enfermedad infectocontagiosa que se transmite por el contacto y por las
secreciones respiratorias, la cual es producida por un organismo patógeno,
invisible a simple vista para el hombre, un bacilo llamado Mycobacterium leprae. Una vez que ingresa en el organismo, el bacilo
se aloja en las terminales nerviosas, la piel y las membranas mucosas de vías
aéreas superiores, multiplicándose y provocando inflamación de la zona afectada
y posteriormente destrucción del tejido, originando las clásicas lesiones
indoloras de la lepra, que hace que los afectados por la misma no experimenten
dolor. Además de las lesiones cutáneas, la lepra ocasiona neuropatías
periféricas y lesiones cartilaginosas, sobre todo el colapso del cartílago
nasal[2]. Es
por esto que la lepra altera no solo la función sino la forma del cuerpo,
puesto que destruye cartílagos, como el cartílago nasal, dando el aspecto
característico al enfermo avanzado de lepra, sobre todo la lepra lepromatosa. Entonces,
la lepra es producida por un agente invisible y provoca lesiones indoloras, además
de destrucción corporal.
Como
dijimos inicialmente, la lepra –incurable en ese entonces- era considerada como
figura del pecado en la Sagrada Escritura, porque de manera análoga a como la
lepra destruía el cuerpo, así el pecado destruía el alma. Incluso es similar la
fisiopatología de ambos, la lepra y el pecado: así como la lepra, provocada por
un organismo patógeno, infecta al cuerpo y le produce lesiones indoloras que
terminan por mutilar a la persona, dañando y afeando su cuerpo, así el pecado –que
se origina en el del corazón y la inteligencia inclinados al mal- actúa
insensiblemente en el alma –el pecador no experimenta dolor con el pecado, sino
placer de concupiscencia, como por ejemplo, el placer concupiscible de la ira-,
destruyendo en ella la vida de la gracia, afeándola al despojarla de la hermosura
sobrenatural de la vida de Dios, dejándola expuesta con la fealdad de la
malicia del corazón del hombre sin Dios.
“Si quieres, puedes curarme”. En la interacción entre Jesús
y el leproso, debemos ver, por un lado, el significado de la acción de Jesús –porque
prefigura al Sacramento de la Confesión- y, por otro, la actitud del leproso, que
se acerca a Jesús, no exigiendo la curación, ni pretendiendo la curación a toda
costa, sino aceptándola solamente si es voluntad de Dios: “Si quieres, puedes
curarme”. En cuanto a la acción sanadora de Jesús sobre el leproso, es figura y
anticipo de la acción sanadora de la gracia santificante, que se concede a
través del Sacramento de la Confesión, por el mismo Jesús, que actúa por medio
del sacerdote ministerial.
En
cuanto a la actitud del leproso, es para nosotros ejemplo de cómo debemos
acercarnos a Jesús. Ya en el hecho de acudir a Jesús, confiado en su poder y en
su misericordia hay, por parte del leproso, un secundar la gracia del Espíritu
Santo, que le concede la confianza en su misericordia y su fe en su condición
de Dios Hijo encarnado, y esta es la razón por la cual se postra ente Jesús,
adorándole y suplicándole la curación. El otro aspecto en el que el leproso es
nuestro ejemplo es, además de su fe en la condición divina de Jesús y en secundar
la gracia del Espíritu Santo, en su humildad y en su conformidad con la
voluntad de Dios y esto se puede ver en la forma en la que se dirige a Jesús.
Ante todo, se postra a sus pies –reconocimiento de su divinidad-, al tiempo que
le suplica que lo cure, pero solo si es
su divina voluntad: “Si quieres,
puedes curarme”. Esto es equivalente a decir: “Yo quiero la sanación, pero no
me cures, sino es tu voluntad. Cúrame, te lo ruego, solo si es tu Divina
Voluntad”. Es decir, el leproso no “exige” a Jesús la curación, ni la no
curación: no quiere ni estar sano, ni estar enfermo, quiere que se cumpla la
voluntad de Dios en él. Si la voluntad de Dios es que se cure, entonces él
quiere esa curación –“Si quieres, puedes curarme”-. Pero si la voluntad de Dios
es que no se cure, él también quiere esa voluntad de Dios, de que él
permanezca, por su bien y el de muchos, con la enfermedad. ¡Cuántos cristianos,
contrariamente a la humildad y fe del leproso, exigen a Jesús la curación y, si
no la obtienen, se ofenden con Jesús y además acuden a sus enemigos, los
brujos, para que les quite de encima la enfermedad!
Ahora
bien, el leproso es nuestro ejemplo para cuando debemos acudir al Sacramento de
la Confesión: por un lado, porque el desear confesar los pecados ante el
sacerdote ministerial, es ya un secundar a la moción del Espíritu Santo, como
hace el leproso; con esta disposición interior del alma, que así responde a la
moción inicial de la gracia, confiando en el poder sanador de los sacramentos
de la Iglesia y acercándose al representante de Jesús, el sacerdote ministerial,
debe pedir, con el corazón contrito y humillado, el perdón por sus pecados.
“Si quieres, puedes curarme”. Un último aspecto en el que
debemos reflexionar es que en el Evangelio, Jesús no solo le quita al leproso
la enfermedad corporal, sino que le concede una vida nueva, la vida de sanidad,
sin enfermedad, y el leproso se lo agradece postrándose ante Él. De manera
análoga, por la Confesión sacramental, Nuestro Señor Jesucristo, a través del
sacerdote ministerial, no solo quita del alma la fealdad de esa lepra
espiritual que es el pecado, sino que le concede la hermosura resplandeciente
de la gracia divina, por lo que el cristiano debe tomar conciencia de que su
comportamiento debe reflejar la luminosa caridad de la vida nueva de los hijos
de Dios, abandonando para siempre la vida de los hijos de las tinieblas. Y así
como el leproso del Evangelio, al ser curado por Jesús, le agradece la vida
nueva de salud alabándolo y postrándose ante sus pies, así el cristiano
católico debe postrarse en adoración y acción de gracias ante Jesús Eucaristía,
por la inmensidad infinita del Amor de su Sagrado Corazón.
[1] Lepra o Enfermedad de Hansen,
por Dylan Tierney, MD, MPH , Instructor;Associate Physician, Division of Global
Health Equity, Harvard Medical School;Brigham and Women's Hospital ; Edward A.
Nardell, MD, Professor of Medicine and Global Health and Social
Medicine;Associate Physician, Divisions of Global Health Equity and Pulmonary
and Critical Care Medicine, Harvard Medical School;Brigham & Women's
Hospital; cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra
[2] Las complicaciones más graves
son el resultado de la neuropatía periférica, que afecta el sentido del tacto e
imposibilita la percepción del dolor y la temperatura. Los pacientes pueden
quemarse, cortarse o sufrir otra lesión sin advertirlo. La lesión recurrente
puede culminar con la pérdida de uno o varios dedos. La debilidad muscular
puede provocar deformidades (p. ej., deformidad en garra del cuarto y el quinto
dedo de la mano debido al compromiso del nervio cubital, descenso del pie como
consecuencia del compromiso del nervio peroneo). Las pápulas y los nódulos
pueden producir desfiguraciones en la cara. la lesión de la mucosa nasal puede
provocar congestión nasal crónica y epistaxis y, si no se trata, puede conducir
a la erosión y el colapso del tabique nasal. Cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra Considerada incurable hasta la
década del ’40, en la actualidad se puede curar, aunque en algunos casos el
tratamiento debe durar toda la vida. El tratamiento consiste en regímenes
polifarmacológicos a largo plazo compuestos por dapsona, rifampicina y, en
ocasiones, clofazimina.
miércoles, 7 de febrero de 2018
“Es del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones"
“Es
del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones (…)
Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace
impuro es aquello que sale del hombre (…) Así Jesús declaraba que eran puros
todos los alimentos” (Mc 7, 14-23). Jesús
declara “puros” todos los alimentos, con lo cual no tienen sentido la
clasificación de alimentos puros e impuros que hacen los judíos, y también caen
por irracionales, las falsas propuestas en las que se basan ideologías
sectarias anti-cristianas como el veganismo. Algo similar le sucedió luego a
Pedro y, para sacarlo de su error, es que Dios le hace ver, en una visión, que
todos los alimentos eran puros y que “no debía él llamar impuro a lo que Dios
había purificado”. Además, en relación a los animales –vacas, cerdos, ovejas,
etc.-, en la visión se le dice: “Mata y come” (cfr. Hech 10, 13), por lo cual no tiene sentido privarse de la
alimentación que proviene de los animales, tal como lo proponen judíos,
musulmanes, veganos y muchas otras sectas también. En el fondo, se trata de un
rechazo a la redención de Jesucristo; no es un tema científico, sino religioso,
porque al rechazar la redención de Jesucristo, se rechaza lo que Él ha
purificado con su Sangre en la cruz –todo lo bueno de la naturaleza humana y de
la Creación-. Mantener, de modo terco y necio, la clasificación de alimentos en
puros e impuros, es contrario no solo a la mentalidad científica, sino también es
contrario al valor salvífico del Sacrificio en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo,
además de considerar, de modo soberbio, que el hombre el que determina lo que
es puro e impuro, trasladando artificialmente la impureza a lo externo al
hombre –los alimentos, en este caso- y dejando de considerar aquello que
verdaderamente hace impuro al hombre, como lo es el pecado que anida en su corazón,
tal como lo revela Nuestro Señor Jesucristo: ““Es del corazón de los hombres de
donde provienen toda clase de malas intenciones (…) Ninguna cosa externa que
entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale
del hombre”.
viernes, 2 de febrero de 2018
“Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”
(Domingo
V - TO - Ciclo B – 2018)
“Jesús
fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos revela
las actividades de Jesús en su misión pública: Jesús reza, cura enfermos,
expulsa demonios. Reza, porque si bien es Dios Hijo, es también Hombre
perfecto, y en cuanto tal, se dirige al Padre en la intimidad de la oración
para encomendarse a su Padre Dios, para que todo lo que hace sea solo para la
mayor gloria de Dios y salvación de las almas. La oración de Jesús es el
momento en el que, entrando en comunión íntima y personal con Dios, por medio
del Espíritu Santo, obtiene las fuerzas que, en cuanto hombre perfecto,
necesita, para combatir a los grandes males que afligen a la humanidad, que son el pecado -la enfermedad y la muerte son consecuencias del pecado original- y la actuación perversa y maligna del Demonio, el Ángel caído
que, aunque no lo veamos con los ojos corporales, anda en medio de los hombres,
por todo el mundo, buscando hacer caer en la tentación y el pecado, para
conducir a las almas a la eterna perdición en el infierno. Esto es lo que
significa la expresión de las Escrituras: “(el Demonio) ronda como un león,
buscando a quién devorar”. Jesús reza también para “sanar enfermos”, desde el
momento en que la enfermedad, cualquiera que esta sea, es consecuencia del
pecado original, que quita al hombre los dones preternaturales y a partir del
cual el ser humano comienza con la enfermedad, el dolor y la muerte. Esto es lo
que el Evangelio nos dice: “Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar
desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a
muchos demonios”.
Sin
embargo, al escuchar este Evangelio, podríamos estar tentados de confundir la
misión de Jesús y pensar que Jesús ha venido a este mundo para “curar enfermos y
expulsar demonios”, pero ese no es el fin de la misión de Jesucristo y Él mismo
lo dice con sus propias palabras: “Vayamos a otra parte, a predicar también en
las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”. Es decir, Jesús sale a
misionar, pero no para simplemente curar enfermos y expulsar demonios, ya que
esos prodigios son solo el prolegómeno de su misión principal y exclusiva, que
es la de “predicar”, es decir, la de “anunciar que el Reino de Dios está cerca”,
que es necesaria la “conversión del corazón” para poder acceder a ese Reino, un
Reino que no es humano, ni temporal, ni visible, ni está en lugar alguno, sino
que es un Reino celestial, eterno, que está en el Cielo y no en la tierra; un
Reino que nos espera en la eternidad, aunque para aquél que lo reciba en esta
tierra, comience desde ahora, desde esta vida terrena.
Cometen
un grandísimo error quienes piensan que la misión de la Iglesia, que es
continuación de la misión de Jesucristo y de sus Apóstoles, la Iglesia
primitiva, consiste en terminar con la pobreza, el hambre, la desigualdad, la
injusticia que los hombres cometen entre sí. La misión de la Iglesia no es de
orden social, ni su objetivo principal –ni tampoco secundario- es acabar con la
pobreza en el mundo. La misión de la Iglesia es anunciar que Jesús, el
Hombre-Dios, que está en la Eucaristía, está en medio de nosotros y que ha
venido a este mundo, no para hacer de este mundo un mundo mejor, sino para pedirnos
que nos convirtamos a su Amor, que es el Amor de Dios, lo cual implica el
rechazo del pecado en todas sus formas –la superstición, la creencia de sectas,
en iglesias que no son las católicas; la confianza en el dinero; el pensar que
esta vida terrena es la única; el no querer cambiar el corazón, inclinado al
mal por el pecado, etc.- y el abrazar la vida de la gracia, la vida de los
hijos adoptivos de Dios, gracia que nos viene por los sacramentos y que nos
hace vivir, ya en la tierra, en este “valle de lágrimas”, con la vista puesta
en la eterna bienaventuranza.
“Jesús
fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”. Curar enfermos
y expulsar demonios no son el objetivo de Jesús, sino los prolegómenos para
anunciarnos que la verdadera vida, la vida eterna, nos espera al finalizar esta
vida terrena, pero que también esta vida eterna podemos ya empezarla a vivir
desde esta vida terrena, siempre y cuando rechacemos el pecado y vivamos en
estado de gracia. Para anunciarnos esta maravillosa verdad, la de la vida
eterna que nos espera al final de esta vida terrena, es que la Iglesia misiona,
pidiendo a los hijos adoptivos de Dios que se aparten del pecado y que se
preparen para el Reino de los cielos, que está más cerca de lo que podemos
pensar o imaginar. De hecho, cada día que pasa, es un día menos que nos separa
del inicio del Reino de los cielos en la bienaventuranza.
Pero
hay algo más que la Iglesia pide a los hijos adoptivos de Dios, y es que se
unan al Cordero de Dios en su sacrificio redentor, para ser, en Él, por Él y
con Él, salvadores y co-rredentores de la humanidad, y el lugar óptimo para
esta unión con Jesús es la Santa Misa, renovación incruenta del Santo
Sacrificio de la Cruz. Para eso estamos en esta vida terrena: para unirnos al Redentor
en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y así convertirnos en
corredentores de nuestros hermanos.
jueves, 1 de febrero de 2018
“Si la gente no los escucha, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos”
“Si
la gente no los escucha, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio
contra ellos” (Mc 6, 7-13). Jesús envía
a sus discípulos a anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, y les confiere,
haciéndolos partícipes de su poder divino, del poder de curar enfermos y de
expulsar demonios. Les aconseja que “no lleven para el camino más que un bastón”
y que tampoco lleven “pan, ni alforja, ni dinero”.
que
fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas” y la razón es que
están de misión y no de paseo o de vacaciones. Ahora bien, puesto que van en
nombre de Dios y de parte suya, porque el anuncio del Reino de los cielos no es
de invención humana, sino una realidad divina que se revela a los hombres por
medio de Jesucristo, a todo aquel que reciba a los discípulos de Jesús, la paz
de Dios descenderá sobre él y sobre su casa, pero a aquellos que no los
reciban, es decir, que los rechacen, la paz de Dios no quedará en esa casa,
porque el Espíritu Santo no descenderá sobre esa casa, a causa de su rechazo. Y
esto se refleja en la acción que Jesús ordena explícitamente hacer a sus
discípulos: que sacudan “hasta el polvo que se ha adherido a sus pies”, en
señal de testimonio contra esa casa.
Quien
rechaza el mensaje de salvación del Hombre-Dios Jesucristo, revelado y
manifestado por la misión de la Iglesia y por sus misioneros, debe atenerse a
las consecuencias, que es nada menos que poner en riesgo la eterna salvación de
su alma, debido a que “no hay otro nombre dado a los hombres para su eterna
salvación”. Quien rechaza al Jesús de la Iglesia Católica –no al Jesús de otras
religiones o iglesias, y mucho menos al Jesús de las sectas-, que es el Jesús
que está en la Eucaristía, rechaza la última oportunidad de salvación que tiene
de su alma y esa es la razón por la cual nadie debe hacer oídos sordos a lo que
la Iglesia, por medio de los misioneros, dice a los hombres el mensaje de
Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca”.
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