“Los
fariseos no hacen lo que dicen” (Mt
23, 1-12). Jesús nos advierte en contra de aquellos que, erigiéndose en
maestros de la Ley, “no hacen lo que dicen”. Es decir, obran con falsía y
doblez porque por un lado, predican la Ley de Dios y se convierten en sus
custodios e intérpretes, poniéndose a sí mismos como ejemplos de personas
religiosas y virtuosas. Sin embargo, por otro lado, no cumplen ni mínimamente
con la esencia de la Ley, que es la justicia y la caridad, obrando de forma
maliciosa para con su prójimo e impía para con Dios. A esto se refiere Jesús
cuando dice que los escribas y fariseos “no hacen lo que dicen”. Jesús dice a
sus discípulos que hay que obedecerlos en cuanto “están sentados en la cátedra
de Moisés”, es decir, predican la Ley de Dios, que es justicia y amor: “En la
cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid
lo que os digan”. Pero en cuanto al obrar, los escribas y fariseos, siendo
religiosos, obran de modo inicuo e impiadoso, porque para con el prójimo “atan
cargas pesadas, las cuales ellos no están dispuestos a mover un dedo” para
llevarlas; en cuanto a Dios, obran impiadosamente porque, entre otras cosas, se
guardan para sí mismos las ofrendas del altar, destinadas al culto al Dios
Verdadero.
“Los
fariseos no hacen lo que dicen”. La advertencia va también dirigida a nosotros,
seamos sacerdotes o laicos, porque también podemos caer –y de hecho lo hacemos-
en la misma tentación de escribas y fariseos: pensar que, porque estamos “en
las cosas de Dios”, automáticamente somos buenos para con nuestro prójimo y
agradables a los ojos de Dios. Toda vez que pensamos así, nos convertimos en
los modernos escribas y fariseos. Para no caer en esta tentación, además del
auxilio de la gracia y de tener siempre presentes de que Dios escudriña hasta
lo más profundo de nuestro ser y que ni el más mínimo pensamiento escapa a su
sabiduría divina, debemos humillarnos ante la Presencia de Dios -en la oración
particular y personal, a ejemplo del publicano de la parábola- y considerarnos
peores que nuestros prójimos, es decir, considerar siempre a nuestro prójimo
como “superior a nosotros”, tal como lo dice la Escritura.
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