(Domingo
VI - TO - Ciclo B – 2018)
“Si quieres, puedes curarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, se postra ante Él, y le
implora su curación: “Si quieres, puedes curarme”. Jesús extiende su mano y le
dice: “Lo quiero, queda curado”, quedando el enfermo totalmente libre de lepra.
Si bien Jesús cura a toda clase de enfermos en el Evangelio,
en el caso de la curación de la lepra hay un significado espiritual
sobreañadido, ya que el leproso es imagen de la humanidad, herida por el pecado
original: el pecado es al alma, lo que la lepra al cuerpo. Por esta relación, y
para entender el alcance de la curación del leproso por parte de Jesús, es
conveniente recordar, brevemente, en qué consiste la lepra y cuáles son sus
efectos en el cuerpo humano.
La
lepra[1] es
una enfermedad infectocontagiosa que se transmite por el contacto y por las
secreciones respiratorias, la cual es producida por un organismo patógeno,
invisible a simple vista para el hombre, un bacilo llamado Mycobacterium leprae. Una vez que ingresa en el organismo, el bacilo
se aloja en las terminales nerviosas, la piel y las membranas mucosas de vías
aéreas superiores, multiplicándose y provocando inflamación de la zona afectada
y posteriormente destrucción del tejido, originando las clásicas lesiones
indoloras de la lepra, que hace que los afectados por la misma no experimenten
dolor. Además de las lesiones cutáneas, la lepra ocasiona neuropatías
periféricas y lesiones cartilaginosas, sobre todo el colapso del cartílago
nasal[2]. Es
por esto que la lepra altera no solo la función sino la forma del cuerpo,
puesto que destruye cartílagos, como el cartílago nasal, dando el aspecto
característico al enfermo avanzado de lepra, sobre todo la lepra lepromatosa. Entonces,
la lepra es producida por un agente invisible y provoca lesiones indoloras, además
de destrucción corporal.
Como
dijimos inicialmente, la lepra –incurable en ese entonces- era considerada como
figura del pecado en la Sagrada Escritura, porque de manera análoga a como la
lepra destruía el cuerpo, así el pecado destruía el alma. Incluso es similar la
fisiopatología de ambos, la lepra y el pecado: así como la lepra, provocada por
un organismo patógeno, infecta al cuerpo y le produce lesiones indoloras que
terminan por mutilar a la persona, dañando y afeando su cuerpo, así el pecado –que
se origina en el del corazón y la inteligencia inclinados al mal- actúa
insensiblemente en el alma –el pecador no experimenta dolor con el pecado, sino
placer de concupiscencia, como por ejemplo, el placer concupiscible de la ira-,
destruyendo en ella la vida de la gracia, afeándola al despojarla de la hermosura
sobrenatural de la vida de Dios, dejándola expuesta con la fealdad de la
malicia del corazón del hombre sin Dios.
“Si quieres, puedes curarme”. En la interacción entre Jesús
y el leproso, debemos ver, por un lado, el significado de la acción de Jesús –porque
prefigura al Sacramento de la Confesión- y, por otro, la actitud del leproso, que
se acerca a Jesús, no exigiendo la curación, ni pretendiendo la curación a toda
costa, sino aceptándola solamente si es voluntad de Dios: “Si quieres, puedes
curarme”. En cuanto a la acción sanadora de Jesús sobre el leproso, es figura y
anticipo de la acción sanadora de la gracia santificante, que se concede a
través del Sacramento de la Confesión, por el mismo Jesús, que actúa por medio
del sacerdote ministerial.
En
cuanto a la actitud del leproso, es para nosotros ejemplo de cómo debemos
acercarnos a Jesús. Ya en el hecho de acudir a Jesús, confiado en su poder y en
su misericordia hay, por parte del leproso, un secundar la gracia del Espíritu
Santo, que le concede la confianza en su misericordia y su fe en su condición
de Dios Hijo encarnado, y esta es la razón por la cual se postra ente Jesús,
adorándole y suplicándole la curación. El otro aspecto en el que el leproso es
nuestro ejemplo es, además de su fe en la condición divina de Jesús y en secundar
la gracia del Espíritu Santo, en su humildad y en su conformidad con la
voluntad de Dios y esto se puede ver en la forma en la que se dirige a Jesús.
Ante todo, se postra a sus pies –reconocimiento de su divinidad-, al tiempo que
le suplica que lo cure, pero solo si es
su divina voluntad: “Si quieres,
puedes curarme”. Esto es equivalente a decir: “Yo quiero la sanación, pero no
me cures, sino es tu voluntad. Cúrame, te lo ruego, solo si es tu Divina
Voluntad”. Es decir, el leproso no “exige” a Jesús la curación, ni la no
curación: no quiere ni estar sano, ni estar enfermo, quiere que se cumpla la
voluntad de Dios en él. Si la voluntad de Dios es que se cure, entonces él
quiere esa curación –“Si quieres, puedes curarme”-. Pero si la voluntad de Dios
es que no se cure, él también quiere esa voluntad de Dios, de que él
permanezca, por su bien y el de muchos, con la enfermedad. ¡Cuántos cristianos,
contrariamente a la humildad y fe del leproso, exigen a Jesús la curación y, si
no la obtienen, se ofenden con Jesús y además acuden a sus enemigos, los
brujos, para que les quite de encima la enfermedad!
Ahora
bien, el leproso es nuestro ejemplo para cuando debemos acudir al Sacramento de
la Confesión: por un lado, porque el desear confesar los pecados ante el
sacerdote ministerial, es ya un secundar a la moción del Espíritu Santo, como
hace el leproso; con esta disposición interior del alma, que así responde a la
moción inicial de la gracia, confiando en el poder sanador de los sacramentos
de la Iglesia y acercándose al representante de Jesús, el sacerdote ministerial,
debe pedir, con el corazón contrito y humillado, el perdón por sus pecados.
“Si quieres, puedes curarme”. Un último aspecto en el que
debemos reflexionar es que en el Evangelio, Jesús no solo le quita al leproso
la enfermedad corporal, sino que le concede una vida nueva, la vida de sanidad,
sin enfermedad, y el leproso se lo agradece postrándose ante Él. De manera
análoga, por la Confesión sacramental, Nuestro Señor Jesucristo, a través del
sacerdote ministerial, no solo quita del alma la fealdad de esa lepra
espiritual que es el pecado, sino que le concede la hermosura resplandeciente
de la gracia divina, por lo que el cristiano debe tomar conciencia de que su
comportamiento debe reflejar la luminosa caridad de la vida nueva de los hijos
de Dios, abandonando para siempre la vida de los hijos de las tinieblas. Y así
como el leproso del Evangelio, al ser curado por Jesús, le agradece la vida
nueva de salud alabándolo y postrándose ante sus pies, así el cristiano
católico debe postrarse en adoración y acción de gracias ante Jesús Eucaristía,
por la inmensidad infinita del Amor de su Sagrado Corazón.
[1] Lepra o Enfermedad de Hansen,
por Dylan Tierney, MD, MPH , Instructor;Associate Physician, Division of Global
Health Equity, Harvard Medical School;Brigham and Women's Hospital ; Edward A.
Nardell, MD, Professor of Medicine and Global Health and Social
Medicine;Associate Physician, Divisions of Global Health Equity and Pulmonary
and Critical Care Medicine, Harvard Medical School;Brigham & Women's
Hospital; cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra
[2] Las complicaciones más graves
son el resultado de la neuropatía periférica, que afecta el sentido del tacto e
imposibilita la percepción del dolor y la temperatura. Los pacientes pueden
quemarse, cortarse o sufrir otra lesión sin advertirlo. La lesión recurrente
puede culminar con la pérdida de uno o varios dedos. La debilidad muscular
puede provocar deformidades (p. ej., deformidad en garra del cuarto y el quinto
dedo de la mano debido al compromiso del nervio cubital, descenso del pie como
consecuencia del compromiso del nervio peroneo). Las pápulas y los nódulos
pueden producir desfiguraciones en la cara. la lesión de la mucosa nasal puede
provocar congestión nasal crónica y epistaxis y, si no se trata, puede conducir
a la erosión y el colapso del tabique nasal. Cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra Considerada incurable hasta la
década del ’40, en la actualidad se puede curar, aunque en algunos casos el
tratamiento debe durar toda la vida. El tratamiento consiste en regímenes
polifarmacológicos a largo plazo compuestos por dapsona, rifampicina y, en
ocasiones, clofazimina.
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