“A
esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús es muy explícito: “Así
como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será
para esta generación”. Es decir, Jonás fue un signo enviado por Dios a los
ninivitas para que estos se arrepintieran y cambiaran de vida, de la vida de
pecado, a la vida de la observancia de los Mandamientos de la Ley de Dios. Los
ninivitas creyeron en la predicación de Jonás, se convirtieron y así evitaron
el castigo divino. De la misma manera, para toda la humanidad, no habrá, hasta
el fin de los tiempos, otro signo divino que Jesús crucificado. Quien contemple
a Jesús en la Cruz, no tendrá otro signo que lo llame a la conversión y al
cambio de corazón, porque Jesús está en la Cruz a causa de nuestros pecados. Si
nosotros, contemplándolo a Él, el Cordero de Dios, que muere por nuestra
salvación, no nos decidimos a cambiar de vida y elegimos continuar en la vida
de pecado, no tendremos otro signo. Ese signo, desde Jesucristo, es la Santa
Misa, porque en la Santa Misa se renueva, de modo incruento y sacramental, el
Santo Sacrificio de la Cruz. Si nosotros abandonamos la Misa o asistimos a ella
como si fuera un mero convite y no el sacrificio del Cordero en la Cruz, no
tendremos más signos para nuestra conversión. Muchos desprecian la Misa, sin
darse cuenta de que desprecian la Cruz, que es el único signo dado por Dios
para nuestra conversión y salvación. No se nos dará otro signo para que nos
convirtamos y volvamos a Dios, que la Santa Cruz y la Santa Misa, renovación
incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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