sábado, 5 de mayo de 2018

“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”



(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2018)

“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Jesús deja un mandamiento nuevo que, en cuanto tal, debe agregarse a los mandamientos de la Antigua Alianza. Si es nuevo, entonces debemos preguntarnos en qué consiste la novedad y cuál es la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo. Con respecto a la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo, está en todo su derecho, puesto que es Dios, el mismo Dios que estableció los mandamientos de la Ley Antigua y su condición divina está debidamente probada en los Evangelios por los “signos” y “obras” -es decir, milagros- que hace Jesús y que demuestran que Él es quien dice ser: Dios Hijo encarnado: “Si no me creéis a Mí, creedme al menos por mis obras”. En otras palabras, es evidente que Jesús hace milagros que sólo Dios puede hacer y por lo tanto, Jesús es Dios: es el mismo Dios que en el Antiguo Testamento promulgó los Diez Mandamientos a través de Moisés.
Con respecto a la segunda pregunta, acerca de que en qué consiste la novedad de este “mandamiento nuevo”, la respuesta es que la novedad del mandamiento nuevo de Jesús radica no tanto en la formulación, sino en la cualidad del amor con el que debe ser vivido. Es decir, en el Antiguo Testamento, el mandamiento central era el primero y estaba basado en el amor, por lo que para cumplir la Ley de Dios, había que amar en tres direcciones: a Dios, al prójimo y a uno mismo. Pero se trataba de un amor natural, puesto que todavía no estaba la gracia santificante, al no haber sido cumplido el misterio pascual del Hombre-Dios Jesucristo. En el Antiguo Testamento se cumplía el Primer Mandamiento con amor meramente humano, natural. Pero una vez que el misterio pascual de Jesucristo se cumple, Jesucristo adquiere, por mérito suyo en la cruz y gratuitamente para nosotros, la gracia santificante, la cual nos hace participar en la vida de Dios. Esto quiere decir que el hombre, por la gracia, participa de la naturaleza divina, con lo cual comienza a vivir con la vida misma de la Trinidad. Ama y conoce como Dios ama y conoce. Es decir, no significa que el hombre adquiere una capacidad infinita de amar y conocer al modo humano: por la gracia, adquiere una nueva capacidad, que antes no poseía, y es el amar y conocer al modo divino. Por la gracia, el ser humano ama y conoce como Dios ama y conoce. Es la gracia la que hace que el mandamiento dado por Jesús, sea verdaderamente nuevo, porque la cualidad del amor con el cual hay que vivir ese mandamiento es substancialmente distinta al amor humano e incluso angélico, porque es el Amor de Dios. En efecto, Jesús dice: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. Si tenemos que amarnos los unos a los otros “como Él nos ha amado”, entonces la pregunta es: ¿cómo nos ha amado Jesús? La respuesta a esta pregunta nos dará la clave de cómo tenemos que vivir el mandamiento nuevo de Jesús. Y la respuesta es que nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón y ese Amor es el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad: significa que debemos amar al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y no con nuestro simple amor humano, como en el Antiguo Testamento. La otra parte de la respuesta es que Jesús nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, pero no de cualquier manera, sino con la muerte dolorosísima y humillante de la cruz. Para darnos una idea de lo que implica “amar hasta la muerte de cruz”, que es como debemos amar al prójimo, es necesario contemplar a Jesucristo crucificado, con su cabeza coronada de espinas, sus manos y pies traspasados y su Costado atravesado por la lanza. Jesús no nos ama hasta un cierto límite, pasado el cual nos dice: “Perdóname, pero mi amor por ti llega hasta aquí nomás”; Jesús nos ama con un amor ilimitado, infinito, pero también eterno, porque es celestial, divino, sobrenatural. Es un Amor que surge del Acto de Ser –Actus Essendi- divino trinitario como de una fuente inagotable; es un Amor del cual no podemos hacernos sino palidísimas comparaciones, haciendo analogías con los amores humanos más nobles que conocemos – el amor materno, paterno, esponsal, filial, de amistad-, pero se trata de analogías y comparaciones que son sumamente limitadas porque no alcanzan a expresar, ni siquiera mínimamente, el grado, la magnitud, la majestuosidad, del Amor divino con el cual Jesús nos ama.
Pero esto no significa que nos ame y que permanezca indiferente a nuestra indiferencia o malicia. Con la misma fuerza con la que nos atrae desde la cruz, con el Amor de su Sagrado Corazón, con esa misma fuerza, nos rechazará si nosotros permanecemos obstinados y cerrados a su amor. Dios actuará como un amante despechado, que se cansa de ofrecer su amor a su creatura que lo rechaza una y mil veces. Dios nos seguirá amando por la eternidad, pero al mismo tiempo respetará la libertad de quien no quiera amarlo y no quiera estar con Él por la eternidad.
“Éste es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. En esta doble condición –el Amor del Espíritu Santo y amar hasta la muerte de cruz- radica entonces la novedad del mandamiento de Jesús: es nuevo por su formulación, pero sobre todo por la cualidad del amor con el que debemos amarnos unos a otros y es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, siendo además nuevo por el modo de demostrar el amor, que es hasta la muerte de cruz. Sólo así se explica que, entre los prójimos a los que debemos amar, estén en primer lugar aquellos que son nuestros enemigos, porque solo con el Amor de Dios y el Amor de la cruz es que el alma se hace capaz de amar al enemigo –no significa complacencia con la injusticia que nos comete- y de perdonar setenta veces siete, porque así imita a Jesús, que nos ama siendo nosotros sus enemigos y nos perdona con un perdón infinito desde la cruz.


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