(Domingo VI - TP - Ciclo B – 2018)
“Éste
es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Jesús deja un mandamiento
nuevo que, en cuanto tal, debe agregarse a los mandamientos de la Antigua
Alianza. Si es nuevo, entonces debemos preguntarnos en qué consiste la novedad
y cuál es la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo. Con respecto a
la autoridad de Jesús para dejar un mandamiento nuevo, está en todo su derecho,
puesto que es Dios, el mismo Dios que estableció los mandamientos de la Ley
Antigua y su condición divina está debidamente probada en los Evangelios por
los “signos” y “obras” -es decir, milagros- que hace Jesús y que demuestran que
Él es quien dice ser: Dios Hijo encarnado: “Si no me creéis a Mí, creedme al
menos por mis obras”. En otras palabras, es evidente que Jesús hace milagros
que sólo Dios puede hacer y por lo tanto, Jesús es Dios: es el mismo Dios que
en el Antiguo Testamento promulgó los Diez Mandamientos a través de Moisés.
Con
respecto a la segunda pregunta, acerca de que en qué consiste la novedad de
este “mandamiento nuevo”, la respuesta es que la novedad del mandamiento nuevo
de Jesús radica no tanto en la formulación, sino en la cualidad del amor con el
que debe ser vivido. Es decir, en el Antiguo Testamento, el mandamiento central
era el primero y estaba basado en el amor, por lo que para cumplir la Ley de
Dios, había que amar en tres direcciones: a Dios, al prójimo y a uno mismo.
Pero se trataba de un amor natural, puesto que todavía no estaba la gracia
santificante, al no haber sido cumplido el misterio pascual del Hombre-Dios
Jesucristo. En el Antiguo Testamento se cumplía el Primer Mandamiento con amor
meramente humano, natural. Pero una vez que el misterio pascual de Jesucristo se
cumple, Jesucristo adquiere, por mérito suyo en la cruz y gratuitamente para
nosotros, la gracia santificante, la cual nos hace participar en la vida de
Dios. Esto quiere decir que el hombre, por la gracia, participa de la
naturaleza divina, con lo cual comienza a vivir con la vida misma de la
Trinidad. Ama y conoce como Dios ama y conoce. Es decir, no significa que el
hombre adquiere una capacidad infinita de amar y conocer al modo humano: por la
gracia, adquiere una nueva capacidad, que antes no poseía, y es el amar y conocer
al modo divino. Por la gracia, el ser humano ama y conoce como Dios ama y
conoce. Es la gracia la que hace que el mandamiento dado por Jesús, sea
verdaderamente nuevo, porque la cualidad del amor con el cual hay que vivir ese
mandamiento es substancialmente distinta al amor humano e incluso angélico,
porque es el Amor de Dios. En efecto, Jesús dice: “Ámense los unos a los otros,
como yo los he amado”. Si tenemos que amarnos los unos a los otros “como Él nos
ha amado”, entonces la pregunta es: ¿cómo nos ha amado Jesús? La respuesta a
esta pregunta nos dará la clave de cómo tenemos que vivir el mandamiento nuevo
de Jesús. Y la respuesta es que nos ha amado con el Amor de su Sagrado Corazón
y ese Amor es el Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad: significa que
debemos amar al prójimo con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y no con
nuestro simple amor humano, como en el Antiguo Testamento. La otra parte de la
respuesta es que Jesús nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, pero no de
cualquier manera, sino con la muerte dolorosísima y humillante de la cruz. Para
darnos una idea de lo que implica “amar hasta la muerte de cruz”, que es como
debemos amar al prójimo, es necesario contemplar a Jesucristo crucificado, con
su cabeza coronada de espinas, sus manos y pies traspasados y su Costado
atravesado por la lanza. Jesús no nos ama hasta un cierto límite, pasado el
cual nos dice: “Perdóname, pero mi amor por ti llega hasta aquí nomás”; Jesús
nos ama con un amor ilimitado, infinito, pero también eterno, porque es
celestial, divino, sobrenatural. Es un Amor que surge del Acto de Ser –Actus
Essendi- divino trinitario como de una fuente inagotable; es un Amor del cual
no podemos hacernos sino palidísimas comparaciones, haciendo analogías con los
amores humanos más nobles que conocemos – el amor materno, paterno, esponsal,
filial, de amistad-, pero se trata de analogías y comparaciones que son
sumamente limitadas porque no alcanzan a expresar, ni siquiera mínimamente, el
grado, la magnitud, la majestuosidad, del Amor divino con el cual Jesús nos
ama.
Pero
esto no significa que nos ame y que permanezca indiferente a nuestra
indiferencia o malicia. Con la misma fuerza con la que nos atrae desde la cruz,
con el Amor de su Sagrado Corazón, con esa misma fuerza, nos rechazará si
nosotros permanecemos obstinados y cerrados a su amor. Dios actuará como un
amante despechado, que se cansa de ofrecer su amor a su creatura que lo rechaza
una y mil veces. Dios nos seguirá amando por la eternidad, pero al mismo tiempo
respetará la libertad de quien no quiera amarlo y no quiera estar con Él por la
eternidad.
“Éste
es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. En esta
doble condición –el Amor del Espíritu Santo y amar hasta la muerte de cruz-
radica entonces la novedad del mandamiento de Jesús: es nuevo por su
formulación, pero sobre todo por la cualidad del amor con el que debemos
amarnos unos a otros y es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, siendo además
nuevo por el modo de demostrar el amor, que es hasta la muerte de cruz. Sólo
así se explica que, entre los prójimos a los que debemos amar, estén en primer
lugar aquellos que son nuestros enemigos, porque solo con el Amor de Dios y el Amor
de la cruz es que el alma se hace capaz de amar al enemigo –no significa
complacencia con la injusticia que nos comete- y de perdonar setenta veces
siete, porque así imita a Jesús, que nos ama siendo nosotros sus enemigos y nos
perdona con un perdón infinito desde la cruz.
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