(Domingo
V - TP - Ciclo C – 2022)
“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado” (Jn 13, 31-33a. 34-35). En la Última
Cena, antes de partir al Padre, Jesús deja un mandamiento nuevo, el cual será
la característica de los cristianos: el amor de unos a otros como Él nos ha
amado.
Este mandamiento nuevo implica varias cosas: primero, amar como
Él nos ha amado, hasta la muerte de cruz y con el Amor del Espíritu Santo; otro
elemento es que en el prójimo está incluido el enemigo personal: “Amen a sus
enemigos”; este mandamiento no se aplica a los enemigos de Dios, de la Patria y
de la familia, sino solo a los enemigos personales. A los enemigos de Dios, de la Patria y de la familia se los combate, con la "espada de doble filo de la Palabra de Dios" y con la Fe de los Apóstoles; a los enemigos personales, se los ama como Cristo nos ha amado.
Otro elemento a tener en cuenta en este mandamiento nuevo de
Jesús es que es una ampliación y profundización del Primer Mandamiento: “Amarás
a Dios y al prójimo como a ti mismo”. En cuanto a Dios, debemos amarlo porque Dios es Amor, o también, el Amor es Dios y el Amor no merece otra cosa que ser amado. Es imposible no amar al Amor, por eso, es imposible no amar a Dios. Luego, debemos amar al prójimo y esto es así porque, como dice el
Evangelista Juan, nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a
su prójimo, a quien ve. En otras palabras, no se puede amar, verdadera y
espiritualmente a Dios Uno y Trino -a quien no vemos, porque no estamos en la
visión beatífica- si no se ama al prójimo, a quien vemos. La razón es que el
prójimo es una creación de la Trinidad, creado “a su imagen y semejanza”; es
decir, cada prójimo es una imagen viviente, visible, de la Trinidad invisible,
por eso es que no podemos decir que amamos a la Trinidad, a quien no vemos, si
no amamos a la imagen de la Trinidad, que es nuestro prójimo, a quien sí
podemos ver. Tratar mal a nuestro prójimo, imagen de Dios, no demostrarle amor
cristiano, no obrar con él la misericordia, sería como si alguien abofeteara al
embajador del presidente de un país, pero al encontrarse con ese presidente,
del cual el embajador era el representante, se deshiciera en halagos y lo
abrazara y palmeara fingiendo calidez y amistad. Es lo mismo en lo que se
refiere a nuestro prójimo y Dios: nuestro prójimo es representante, embajador,
vicario, de Dios y por eso, actuamos como hipócritas o cínicos cuando
destratamos a su embajador, nuestro prójimo, pero luego en la oración nos
deshacemos en alabanzas a Dios.
Ahora bien, para los católicos, hay algo más que se debe
tener en cuenta y es que el prójimo es imagen no solo de Dios Uno y Trino, sino
de Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, porque Él se encarnó, se hizo imagen
nuestra, por así decir, sin dejar de ser Dios. Esto quiere decir que el
prójimo, para nosotros, los católicos, es imagen de Dios Hijo encarnado, por lo
que el mandamiento nuevo de Jesús es todavía más novedoso, porque ya no sólo se
trata de amar a Dios, a quien no se ve, sino de amar a su imagen, el prójimo, a
quien se ve, y en quien Dios se encuentra, misteriosamente, presente. En otras
palabras, si en la Creación, Dios Trinidad nos hizo a imagen y semejanza suyo,
en la Encarnación, el Hijo de Dios “se hizo”, por así decir, a imagen y
semejanza nuestra, ya que siendo Dios invisible unió a su Persona divina una
humanidad visible, la humanidad santísima de Jesús de Nazareth. Por estas
razones no hay que olvidar que Jesús, en el Día del Juicio Final, nos juzgará
sobre la base de lo que hicimos o dejamos de hacer con nuestro prójimo, en
quien Él estaba misteriosamente presente, tal como se desprende de sus palabras:
“Toda vez que hicisteis algo (bueno o malo) a cada uno de estos pequeños, A MÍ
me lo hicisteis”. Cada vez que interactuamos con nuestro prójimo, no estamos
interactuando sólo con él, sino con Jesús, que está misteriosamente presente en
él. Por ejemplo, cuando damos un consejo a un prójimo angustiado, cuando
visitamos a un prójimo enfermo, damos un consejo a Cristo presente en el
prójimo, visitamos a Cristo misteriosamente presente en nuestro prójimo. Pero también
sucede con las obras malas: cada vez que alguien calumnia a un prójimo,
calumnia a Cristo que está presente en ese prójimo; cada vez que alguien se
enciende en ira con su prójimo, se enciende en ira con Cristo, que está misteriosamente
presente en ese prójimo. De ahí la importancia de no solo medir las palabras
con las cuales tratamos a nuestro prójimo, sino incluso de rechazar todo
pensamiento o sentimiento maligno, perverso, negativo, contra nuestro prójimo,
porque si consentimos a esos pensamientos malignos y perversos contra el
prójimo, lo estamos haciendo con el mismo Cristo. Y con Cristo, que lee nuestros
pensamientos y nuestros corazones, no se juega, porque de Dios nadie se burla.
“Ámense los unos a los otros como Yo los he amado”. Sin embargo,
no basta con no tener pensamientos ni deseos malvados contra nuestro prójimo;
eso es apenas el inicio del mandamiento nuevo: para amar al prójimo como Cristo
nos manda, debemos amarlo como Él nos ha amado primero: hasta la muerte de cruz
y con el Amor del Espíritu Santo. Puesto que nuestro amor humano es
absolutamente incapaz de cumplir con este mandamiento, porque se necesita el
Amor de Dios, el Espíritu Santo, debemos implorar el Don de dones, el Espíritu
Santo, que se nos dona en cada Eucaristía, para así poder amar al prójimo como
Cristo nos amó, hasta la muerte de cruz y con el Amor de Dios, el Espíritu
Santo.
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