(Ciclo
C – 2022)
“Mientras los bendecía (Jesús) subió al Cielo” (cfr. Lc
24, 51). Jesús resucitado y glorioso sube al Cielo, tal como lo había
profetizado, para cumplir su misterio pascual de Muerte y Resurrección. La
primera parte de este misterio comprendía la Encarnación del Verbo de Dios, su
Pasión y Muerte en el Calvario y su Resurrección; la otra parte de este
misterio se inicia con su Ascensión y continuará con el envío del Espíritu
Santo para Pentecostés, con su Venida Intermedia en cada Eucaristía y se
completará al fin de los tiempos, con su Segunda Venida en la gloria, para
juzgar a la humanidad. En la Ascensión Jesús, en cuanto Hombre Perfecto, sube
al Cielo con su Humanidad glorificada; en cuanto Dios Hijo, regresa al seno del
Padre, desde el que procede desde toda la eternidad.
De esta manera Jesús lleva a cabo su misterio pascual de Muerte
y Resurrección y lo hace movido por una sola intención: donar el Amor de Dios,
el Amor del Padre y el Hijo, el Espíritu Santo, a los hombres, para que estos,
aceptándolo libremente, salven sus almas de la eterna condenación e ingresen al
Reino de los cielos. Esto es así porque todo lo que hizo, hace y hará Cristo, hasta
el fin del tiempo y en la eternidad, está movido por un solo motor: la
comunicación del Amor de Dios, el Espíritu Santo, a los hombres que creen en Él,
como Dios, como Mesías, como Salvador y como Redentor. Cuando estaba en la
tierra, antes de subir a los cielos, derramó su Sangre en el Calvario, para la
salvación de los hombres; una vez en el cielo, derramará el Espíritu Santo
sobre su Iglesia, para la santificación de los que creen en Él; estando en la
tierra y en el cielo, derrama el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, que
contiene el Espíritu Santo, desde la Eucaristía, para la perseveración en la
gracia y el inicio de la vida eterna de aquellos que, todavía militantes en la tierra,
esperan algún día alcanzar el Reino de los cielos; por último, estando en el cielo,
regresará glorioso y triunfante, como Rey de reyes y Señor de señores, en el Día
del Juicio Final, para derramar sobre los hombres la Justicia Divina, que dará
a cada uno lo que cada uno mereció libremente según sus obras libremente
realizadas: o el Cielo o el Infierno.
Una
vez resucitado y luego de encargar la misión a su Iglesia, la Iglesia Católica,
de proclamar el Evangelio a todos los hombres y de bautizar a todos los hombres
en el nombre de la Santísima Trinidad, Cristo Dios Encarnado sube al Cielo,
pero para que no nos quedemos tristes ni pensemos que nos ha dejado desamparados
a quienes vivimos en la tierra pero queremos dejar esta tierra y esta vida
humana para vivir eternamente ante su Presencia y alegrarnos en la adoración
eterna al Cordero, Cristo Dios no nos deja solos: se queda entre nosotros, con
su Cuerpo glorificado, tal como está en el Cielo, en la Sagrada Eucaristía. De esta
manera, Jesús cumple con la misión encargada por el Padre, la de ofrendar su
vida en la cruz para nuestra eterna salvación, y al mismo tiempo, cumple con su
promesa de “estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Es en
la Eucaristía en donde Jesús se encuentra, resucitado y glorioso, en el seno de
su Iglesia, para acompañarnos en nuestro paso por la tierra, para donarnos su
Sagrado Corazón Eucarístico como alimento del alma, como viático en nuestro
paso por la tierra, para que así, con la eternidad trinitaria en el alma
concedida en germen, seamos llevados al Reino de los cielos cuando pasemos de
esta vida a la otra. Jesús asciende al Cielo, pero al mismo tiempo se queda en
la Eucaristía, resucitado y glorioso, para que nosotros también, al finalizar
esta vida terrena, seamos llevados a lo alto del Cielo, ante el trono del
Cordero y de la Trinidad, si es que morimos en estado de gracia santificante.
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