(Domingo
IV - TP - Ciclo C – 2022)
“Yo
doy la Vida eterna a mis ovejas” (cfr. Jn
10, 27-30). Jesús es el Buen Pastor, el Pastor Eterno que promete, para quien escuche su voz y lo siga, algo que sólo
Dios puede dar: la vida eterna: “Yo doy la Vida eterna a mis ovejas”. Esto es
una prueba de que Cristo es Dios, porque de otra manera, si Él no fuera Dios, no
podría dar de ninguna manera la Vida eterna, porque sólo Dios es Vida y Vida
Eterna, Vida divina, Vida que brota del Ser divino trinitario como de una
fuente límpida, purísima e inagotable.
A
lo largo del Evangelio, Jesús obra siempre de manera tal que se demuestra que
en Él está la vida, ya que Él no solo anuncia que la vida es “más preciosa que
el alimento” (Mt 6, 25), sino que Él
mismo cura y devuelve la vida, como si no pudiese tolerar la presencia de la
muerte, volviendo a la vida a su amigo Lázaro (Jn 11, 15-21), al hijo de la viuda de Naín y a tantos otros más,
confirmando al mismo tiempo con estos milagros de regreso a la vida que Él es
el Dios de la vida y el Vencedor de la muerte. Con estos milagros, Jesús
demuestra que tiene poder sobre la muerte, pero al mismo tiempo, demuestra que
tiene poder sobre el pecado (Mt 9,
6), que es el que causa la muerte.
Ahora
bien, Jesús es vida, pero no esta vida humana participada, sino que es, en cuanto
Dios Hijo, poseedor del Acto de Ser divino trinitario, la Vida Eterna en Sí misma,
vida que es divina, celestial, sobrenatural y es el Autor y el Creador de toda
vida creada o participada. En cuanto Él es la Vida Increada, no puede ser nunca
el autor de la muerte; el autor de la muerte es, por un lado, el Demonio, “por
cuya envidia entró la muerte en el mundo”, dice la Escritura y por otro lado,
el hombre, que en cuanto pecador, es autor de muerte, porque el fruto del
pecado es la muerte. Es por esto que se equivocan grandemente quienes culpan a
Dios cuando muere un ser querido, puesto que Dios no creó la muerte, como lo
dice la Escritura, ya que Él es la Vida Eterna en Sí misma y el Creador de toda
vida participada. Todavía más, Él envió a su Hijo Único para que venciera a la
muerte, al Demonio y al pecado, con su sacrificio y muerte en cruz.
En
Jesús entonces está la Vida, pero no porque le haya sido donada a Él, como
sucede con nosotros o con los ángeles, que hemos recibido la vida participada,
sino que Él la tiene, junto con el Padre y el Espíritu Santo, desde toda la
eternidad, porque posee, con el Padre y el Espíritu Santo, el Acto de Ser
divino trinitario, del cual brota la Vida Eterna e Increada en Sí misma.
Jesús
comunica de su Vida Eterna, pero la condición para que la comunique, es tener
fe en Él, pero no una fe cualquiera, sino fe católica, la fe del Credo, la fe
del Catecismo, la fe de los Padres de la Iglesia, la fe de los Apóstoles, de
los Santos y de los Mártires de todos los tiempos. Que sea necesaria la fe en
Él en cuanto Dios, para recibir la Vida eterna, es algo que Él mismo lo dice: “El
que crea en Mí no morirá” (Jn 11,
25). Esta Vida eterna la comunica Él a aquel que lo recibe en la Sagrada
Eucaristía, porque es ahí en donde se encuentra Él con su Acto de Ser divino
trinitario, Fuente Inagotable de la Vida divina trinitaria: “Yo Soy el Pan Vivo
bajado del cielo, el que coma de este Pan vivirá para siempre”. El que se
alimente de la Eucaristía, vivirá para siempre, es decir, para toda la
eternidad. El “vivir para siempre”, no significa que quien se alimente de la
Eucaristía no morirá a la vida terrena; significa que no morirá “para siempre”,
es decir, no se condenará, porque tendrá en su alma la Vida Eterna, la Vida absolutamente
divina, sobrenatural, trinitaria.
“Yo
doy la Vida eterna a mis ovejas”, dice Jesús en el Evangelio y sus palabras se
cumplen en cada Eucaristía, puesto que en cada Eucaristía está Él en Persona,
con su Ser divino trinitario del cual brota la Vida divina, pero es obvio que
quien desee recibir la Vida Eterna, debe poseer en sí la gracia santificante
que concede el Sacramento de la Penitencia, puesto que no se puede recibir la
Eucaristía en pecado mortal, ya que quien eso hace, quien comulga en pecado
mortal, comete un sacrilegio, como dice la Escritura: “Come y bebe su propia
condenación”. La Carne Inmaculada del Cordero Inmaculado, la Sagrada
Eucaristía, se debe recibir con el alma inmaculada, es decir, con el alma
purificada por la acción de la gracia santificante que concede el Sacramento de
la Confesión. Quien esté en pecado mortal no puede recibir el Sacramento de la
Eucaristía.
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