sábado, 31 de agosto de 2024

“Este pueblo me honra con los labios, pero no con su corazón”

 


(Domingo XXII - TO - Ciclo B - 2024)

         “Este pueblo me honra con los labios, pero no con su corazón” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23). Para contestar el falso reclamo de los fariseos acerca de por qué sus discípulos no se lavan las manos antes de comer, Jesús cita al Profeta Isaías, con lo cual los acusa implícitamente a los fariseos de hipocresía, porque estos pretenden mostrar que rinden culto a Dios, pero en sus corazones no hay amor a Dios, sino solo apego a sus tradiciones humanas: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí”. Precisamente, la hipocresía es decir una cosa mientras se piensa o desea otra opuesta a lo que se dice. En este caso, su Pueblo dice una cosa, esto es, proclama que honra a Dios -“me honra con sus labios”- pero en realidad piensa y desea otra cosa distinta en su corazón -“está lejos de Mi corazón”-.

         Ahora bien, siendo Jesús el mismo Dios en Persona, a quien los fariseos decían honrar, conoce a la perfección sus corazones y esa es la razón por la que cita al Profeta Isaías: Jesús no solo pretende denunciar la hipocresía de los fariseos, sino que pretende algo mucho más profundo y es el reclamar por sus derechos, es decir, por los Derechos de Dios: siendo Él Dios Hijo en Persona, tiene derecho a ser honrado, amado, adorado y alabado, antes que exteriormente, con palabras, primero desde lo más profundo del corazón del hombre, de todo hombre, puesto que Él es Nuestro Creador, Nuestro Redentor, Nuestro Santificador. Al citar al Profeta Isaías, Jesús hace un reclamo por los Derechos de Dios, los Derechos Divinos, y el primer derecho de Dios es el de ser conocido, amado y adorado por todos los hombres, empezando por aquellos a quienes Él mismo ha elegido para ser, precisamente, su Pueblo Elegido. Pero al descender a la tierra desde el seno del Padre, Dios Hijo se encuentra con la noticia de que quienes deben adorarlo y amarlo “en espíritu y en verdad”, desde lo más profundo del ser, solo lo hacen exteriormente, es decir, de los labios para afuera, pero en sus corazones no solo no hay amor a Dios, sino que solo hay hipocresía, cinismo, falsedad, podredumbre espiritual, tal como Él mismo lo denuncia: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos (…) que sois como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos de podredumbre y de huesos de muertos por dentro!”.

         En una época en la que se reivindican los “derechos humanos” en exclusiva y solo para un sector ultra-ideologizado como lo es la extrema izquierda en la clase política y el progresismo-modernismo a nivel eclesiástico, resulta un tanto extraño hablar de los “Derechos de Dios”, pero cuando vemos cómo es la realidad, que el hombre no se explica sin la referencia a Dios, resulta que no existen “derechos humanos” si antes no se explicitan y ponen por encima los Derechos de Dios y cuando se explicitan los Derechos de Dios, nos damos cuenta que los tan declamados “derechos humanos” de la izquierda atea y comunista, son solo fantasías malvadas pergeñadas por los hombres y azuzadas por el ángel caído.

         Frente a los hombres que exigen falsos “derechos humanos”, porque estos no existen si no se reconoce a Dios en primer lugar, Jesús exige el derecho divino que Él, en cuanto Dios, posee sobre los hombres: Él tiene derecho a ser honrado, alabado, amado y adorado no solo por su pueblo, sino por toda la humanidad, más allá de su sacrificio, por el solo hecho de ser Él Quien Es, Dios de infinita majestad y bondad. Y ese reclamo de Jesús no se limita al Pueblo Elegido, sino que se extiende a la Iglesia y a toda la humanidad de todos los tiempos, una alabanza y adoración que se debe expresar en el corazón primero y luego en las obras y por último en las palabras.

         Desde antes de la Venida de Cristo, el Pueblo Elegido había reemplazado el principal mandamiento, “Amar a Dios” por “doctrinas humanas”, lo cual se traduce en el reemplazo del Amor a Dios, de la misericordia y de la fidelidad a Dios, por ritos externos inventados por hombres como la ablución de manos. Jesús revela que eso es lo que ofende a Dios, porque en el corazón del hombre, en vez de amor a Dios, solo hay maldad, la cual se expresa en una enormidad de pecados, que son los que manchan al hombre: idolatría, asesinatos, fornicación, envidia, soberbia y toda clase de maldades. Jesús denuncia que es eso lo que mancha al hombre: no la contaminación ambiental, sino la contaminación del corazón con el pecado, que hace brotar toda clase de obras malas desde lo más profundo del corazón del hombre, quien así se asocia al ángel caído en su ofensa infernal a Dios.

         Pero no solo el antiguo Pueblo Elegido ofende a Dios, sino también el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, toda vez que estos prefieren los atractivos vacíos del mundo antes que su Presencia Sacramental en la Eucaristía. Al desplazar a Dios de su corazón, el hombre se cubre solo de oscuridad, las cuales se expresan en toda clase de actos malos, como los que denuncia Jesús: discordia, guerras, aborto, eutanasia, leyes contra la naturaleza, codicia de dinero, de fama, de poder y muchas otras maldades más.

         Solo existe un remedio para que el corazón del hombre se purifique de sus maldades y es la gracia santificante que otorgan los Sacramentos; sólo así, cuando el corazón del hombre se purifica por la gracia del Sacramento de la Penitencia, está en grado de recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús que funde al corazón del hombre purificado por la gracia consigo mismo, tal como el carbón se funde con el fuego y se convierte en una sola cosa con él. Solo el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, puede eliminar para siempre las impurezas del corazón humano y colmarlo al mismo tiempo del más puro Amor hacia Dios. Para no ser un Pueblo que honre a Dios con los labios pero no con el corazón, debemos morir al hombre viejo, debemos permitir que la gracia santificante purifique nuestros corazones y solo así, fundidos y siendo una sola cosa con el Sagrado Corazón Eucarístico del Hombre-Dios, estaremos en grado de amar y adorar a Dios con el corazón primero y con las obras de misericordia y finalmente, con las palabras.

sábado, 24 de agosto de 2024

“Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”



(Domingo XXI - TO - Ciclo B - 2024)

“Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60-69). Luego de la revelación de Jesús a sus discípulos de la necesidad de “comer su Carne y beber su Sangre” para tener “vida eterna” y además de la necesidad ineludible de cargar la cruz de cada día para seguirlo a Él por el Camino de la cruz, muchos de sus discípulos, que evidentemente estaban sólidamente aferrados a la vida terrena, mundana y carnal y que no tenían previsto abandonar este mundo para ingresar en el Reino de los cielos por el Camino de la cruz, se oponen frontalmente al plan divino de redención, que implica ineludiblemente el sacrificio de sí mismo en unión con Jesús en el altar de la cruz, en el Monte Calvario y así lo expresan con sus palabras: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”. Es decir, mientras Jesús hace milagros que implican la curación de enfermedades corporales incurables, o cuando multiplica milagrosamente panes y peces para que la multitud quede más que saciada en su apetito corporal, o cuando hace milagros de resurrección corporal, devolviendo a la vida terrena a seres queridos que habían fallecido recientemente, como al hijo de la viuda de Naím, a la hija del jefe de la sinagoga, provocando alivio ante el dolor de la muerte terrena, todos están contentos con Jesús, todos lo aclaman, todos están satisfechos con Jesús, todos quieren proclamarlo rey. Pero cuando Jesús les dice que deben dejar la vida terrena, que deben dejar de alimentarse solo con alimentos terrenos para comenzar a alimentarse con su Cuerpo y su Sangre para así tener vida eterna; cuando les dice que deben dejar la vida de pecado; cuando les dice que deben dejar su propio “yo” y que para eso deben cargar la cruz de cada día, para seguirlo a Él pro el Camino del Calvario, para así morir al hombre viejo y nacer al hombre nuevo, al hombre regenerado por la gracia, ahí entonces, cuando Jesús no hace los milagros que ellos quieren, cuando Jesús les pide, por su propio bien, que se preparen para la vida eterna por medio de la cruz y que se alimenten no con carne de pescado y con pan sin vida, sino con la Carne del Cordero de Dios y con el Pan Vivo bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, es entonces cuando Jesús y su mensaje de salvación les parece “duro”: “Son duras estas palabras, ¿quién puede escucharlas?”. Ante la perspectiva del sacrificio personal en el ara de la cruz, ineludiblemente necesario, para alcanzar el Reino de los cielos, muchos de los discípulos de Jesús, muchos de los hasta entonces llamados “cristianos”, dejan de seguirlo, porque prefieren la pereza al sacrificio, prefieren la  molicie y la vida fácil, sin complicaciones, olvidando qué es lo que Dios mismo dice acerca de la vida del hombre en las Sagradas Escrituras: “Lucha es la vida del hombre sobre la tierra” (cfr. Job 7, 1ss) y esa lucha es para ganar el Cielo y el Cielo sólo se conquista por medio de la Cruz, muriendo al hombre viejo y naciendo al hombre nuevo, el hombre que vive de la gracia que le concede la Sagrada Eucaristía.

“Son duras estas palabras”. Al contrario de lo que dicen los discípulos, las palabras de Jesús son suaves y llevaderas: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”, porque es Él mismo quien lleva la cruz por nosotros, pero son duras las palabras de Jesús para quien vive según la materialidad de la humanidad y no según la vida que otorga el Espíritu Santo: “El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida”. Jesús les hace ver que ellos analizan sus palabras sin el Espíritu Santo, solo con la luz de la razón y es por eso que no pueden trascender la horizontalidad de esta vida terrena: “la carne de nada sirve”. Quien analiza las palabras de Jesús sin la luz del Espíritu Santo permanece en sus razonamientos humanos y no puede trascender su límite humano, quedándose en un análisis meramente racional de las palabras de Jesús.

Una gran parte de los discípulos de Jesús se encuentra en el mismo dilema de los judíos: al igual que los judíos, que no poseen el Espíritu Santo y por eso mismo no pueden comprender que “comer la Carne y beber la Sangre de Jesús” se refiere a la “Carne y la Sangre glorificados” de Jesús”, es decir, a la Eucaristía, a la Carne y a la Sangre de Jesús habiendo ya pasado por su misterio pascual de muerte y resurrección, como no pueden entender eso, no pueden trascender esas palabras y se quedan en la materialidad de esas palabras, se niegan a renunciar a sí mismos, a cargar la cruz de cada día y por eso abandonan a Jesús: “Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo”. Quienes así obran, son los hombres terrenales, carnales, que están tan aferrados a esta vida terrena, a las pasiones y a los bienes materiales, que arrojan fuera de sí a la cruz y abandonan el seguimiento de Cristo; son las semillas que caen en terreno infértil, en terreno pedregoso, son las semillas que no dan fruto, son los corazones en los que la Palabra de Dios no arraiga, porque son corazones fríos y duros como piedras. Lo mismo que sucede con los discípulos de Jesús en el Evangelio, sucede con una inmensa mayoría de bautizados en nuestros días, quienes, ante la exigencia de la Iglesia de vivir los Mandamientos de Dios, de cumplir con los Preceptos de la Iglesia, de frecuentar los Sacramentos, de obrar las Obras de Misericordia, para así preparar el alma para afrontar el Juicio Particular de cara a la vida eterna en el Reino de los cielos, repiten a coro, con los discípulos del Evangelio: “Son duras estas palabras, ¿quién puede escucharlas?” y, al igual que ellos, arrojan fuera de sí la cruz de Jesús y se marchan en dirección contraria al Camino del Calvario, el Único Camino que conduce al Cielo.

Pero no todos abandonan a Cristo Jesús: aquellos que, a pesar de sus miserias y pecados, aquellos que, a pesar de sus debilidades y caídas, poseen el Espíritu Santo, es éste Espíritu Santo Quien les hace comprender que la Cruz es un “yugo suave” porque Jesús la lleva por nosotros y que además es el Único Camino para llegar al Cielo y es por esto que no abandonan a Jesús, sino que lo reconocen como al Dios encarnado cuyas palabras son Palabras pronunciadas por Dios, son Palabras de Dios y por lo tanto, son Palabras de Vida eterna, son Palabras que dan Vida eterna a quien las escucha con fe, con amor y con devoción: “Jesús preguntó entonces a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le respondió: “Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”. Simón Pedro dice esto porque sí está iluminado por el Espíritu Santo y por eso reconoce, en las palabras de Cristo, a la Divina Sabiduría encarnada, que le revela que el único camino posible al Cielo es alimentar el alma con la Carne y la Sangre glorificados del Hijo de Dios y así alimentados con este Alimento Celestial, cargar la Cruz de cada día, para poder llegar a la Jerusalén celestial. De ahí su respuesta, exacta y precisa: “Sólo Tú tienes palabras de Vida eterna”. Jesús no solo tiene Palabras de Vida eterna, sino que Él Es, en Sí mismo, la Palabra Eternamente pronunciada del Padre, que se encarna en el seno de la Virgen Madre y que prolonga su Encarnación en el seno Virgen de la Madre Iglesia, el Altar Eucarístico, para donársenos como Pan de Vida eterna, para que alimentándonos de este Pan Vivo bajado del cielo, comencemos ya, desde esta vida, a dejar de vivir la vida del tiempo terreno y comencemos a vivir la vida eterna, la vida del Reino de los cielos.



        

 

 


sábado, 17 de agosto de 2024

"El que coma de este pan vivirá eternamente"

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. A diferencia de la vida terrena, en la que las perfecciones se desarrollan en actos discontinuos y son interrumpidos por los aconteceres del tiempo, como por ejemplo las tribulaciones -una alegría es interrumpida por el infortunio, por ejemplo-, en la vida eterna no sucede así, porque por un lado, no hay más infortunios, sino solo alegría y por otro lado, esa alegría se despliega en toda su plenitud, en toda su infinitud divina y es para siempre y así sucede con todo lo demás que caracteriza a la vida terrena. Y en cuanto a la diferencia entre el pan terreno y el Pan de Vida eterna vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


viernes, 16 de agosto de 2024

“Al principio, no era así”

 


“Al principio, no era así” (Mt 19, 13-12). Unos fariseos se acercan a Jesús para ponerlo a prueba, preguntándole acerca de la cuestión del divorcio: “¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?”, lo cual quiere decir, “por cualquier motivo”, según las escuelas rabínicas de la época[1]. En su respuesta, Nuestro Señor se remonta al acto creador de la raza humana en Adán y Eva -creada por Él, en cuanto Dios Hijo, en unión con el Padre y con el Espíritu Santo-, citando sus propias palabras dichas en el momento de la creación del primer matrimonio humano: “Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y se unirá y serán los dos una sola carne, de modo que ya no son dos, sino una sola carne”. Es decir, después de haber creado una mujer para Adán, Dios insiste en que la unión entre los dos es todavía más íntima e intensa que la de la misma sangre y a tal punto, que produce, se puede decir, una persona única e indivisible, con la expresión “una sola carne”.

De esta manera, Jesús ataca en su raíz a la práctica misma del divorcio, que contradice radicalmente el plan original divino para la especie humana. Los fariseos creían que el divorcio era un mandato superior a lo establecido por el Génesis, pero Jesús los corrige de su error, haciéndoles ver que lo de Moisés no era un “mandato”, sino solo una “tolerancia” de la costumbre existente y so debido a la “dureza de los corazones” que constantemente se oponían a la ley divina que mandaba que el varón y la mujer, al unirse en matrimonio, fueran una sola carne, una sola persona y que no cometieran adulterio. Pero como eran insensibles a la Palabra de Dios, como eran duros de corazón, inmaduros moralmente, indiferentes a la voluntad de Dios manifestada en la Sagrada Escritura, se permitía momentáneamente el libelo de repudio por parte de Moisés, pero eso solo hasta la llegada del mismo Dios encarnado, Nuestro Señor Jesucristo.

Al llegar Jesús, con su autoridad divina -es Él quien crea la raza humana y la crea varón y mujer-, la restablece en su estabilidad primitiva -el varón para la mujer y la mujer para el varón, uno con una y para siempre- y esto lo hace en vistas a elevar a la unión matrimonial natural a la jerarquía de sacramento, el sacramento del matrimonio, que representa visiblemente, ante los ojos del mundo, la unión mística esponsal, espiritual, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, unión de la que se derivan las características de la unión sacramental esponsal de los esposos católicos: fidelidad, indisolubilidad, fecundidad, amor hasta la muerte de cruz. Penosamente, la misma incomprensión por parte de los fariseos, acerca de la voluntad del designio divino sobre el matrimonio natural, expresado en la creación del varón y de la mujer, se repite hoy entre la inmensa mayoría de los católicos, que no entienden que los esposos católicos son más que “una sola carne”: son, ante el mundo, la representación visible de Cristo Esposo, por parte del esposo cristiano y de la Iglesia Esposa, por parte de la esposa cristiana y que el divorcio jamás estuvo y jamás estará en la mente de la Santísima Trinidad para los esposos católicos, así como jamás puede estar separado el Cristo Eucarístico de la Iglesia Católica, ni la Iglesia Católica del Cristo Eucarístico.



[1] Cfr. B. Orchard. et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo Tercero, Barcelona 1957, Editorial Herder, 426.


miércoles, 14 de agosto de 2024

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) El que coma de este pan vivirá eternamente”

 


(Domingo XX - TO - Ciclo B - 2024)

“Mi carne es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida (…) Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51-58). Jesús vuelve a realizar a realizar la revelación de que Él es “Pan vivo bajado del cielo, que da la vida eterna” y que, en consecuencia, quien coma de este pan, “da la vida eterna” y “vivirá eternamente”. Esto nos lleva a preguntarnos qué es la vida eterna, ya que no tenemos experiencia de la vida eterna. Para darnos una idea de la misma, podemos comenzar con algo de lo que sí tenemos experiencia y es con la vida natural, terrena, temporal.

En la vida que vivimos todos los días, la vida que comenzamos a vivir en el tiempo, desde que fuimos concebido en seno materno, en esa vida, la vida transcurre en el tiempo y en el espacio; se caracteriza por lo tanto por desplegarse en el tiempo y en el espacio; es una vida, sí, pero imperfecta, desde el momento en el que, tanto por nuestra naturaleza humana, que es imperfecta, como por estar además contaminada, manchada, por el pecado original, no puede desplegarse en su plenitud y eso la convierte en una vida sumamente imperfecta. Esto quiere decir que los aspectos positivos de la vida, como por ejemplo, la vida misma, la felicidad, la alegría, la paz, la fortaleza, el amor, la prudencia, y toda clase de virtudes, que hacen a la plenitud de la vida, hacen que esta vida terrena no sea plena en acto, es decir, la vida terrena, sujeta ya sea al pecado original o a las tribulaciones o a las incertidumbres o a las infinitas posibilidades que se abren en el porvenir del acontecer diario, determinan que la vida terrena sea sumamente imperfecta, desde el momento en que ninguna de sus características positivas se pueda desarrollar en su plenitud, en ningún momento del tiempo terreno.

A esto se le suma que ningún alimento terreno, como por ejemplo el pan material, terrenal, compuesto por trigo, puede contribuir a mejorar esta situación, porque este pan, solo de manera análoga y muy lejana o superficial, se puede decir que nos da “vida” y esto en un sentido meramente corporal o terreno, porque lo único que puede hacer el pan terreno es impedir que muramos de inanición, prolongando la vida natural que ya poseemos, pero de ninguna manera concediéndonos una vida nueva y distinta a la que ya poseemos.

En cuanto a la vida terrena, la vida natural que cada uno de nosotros vive en el tiempo y en el espacio, es una vida sumamente imperfecta, porque si bien hay momentos buenos, como por ejemplo de alegría, de fortaleza, de templanza, de calma, de prosperidad, de justicia, de amor, de paz, estos se ven empañados, ya sea porque no se viven en su plenitud máxima, ya sea porque se le oponen momentos de tribulación opuestos. Por ejemplo, si hay alguna alegría, esta alegría es pasajera, nunca es total, perfectísima y siempre se acompaña de algún hecho o acontecimiento que la empaña; si hay algún momento de fortaleza espiritual, este momento también es imperfecto, porque se acompaña de algún hecho que demuestra nuestra debilidad por alguna situación, que demuestra que nuestra fortaleza no se despliega en su totalidad y así con cada una de las características de la vida terrena.

Con relación al pan terreno, material, ya lo dijimos previamente: solo por analogía podemos decir que concede “vida”, en el sentido de que impide la muerte por inanición, al concedernos sus nutrientes que, por el proceso de la digestión, se incorporan a nuestro organismo y le impiden la autofagia celular, retrasando o posponiendo la muerte por inanición, concediendo además solamente una extensión o prolongación de la vida natural.

Algo muy diferente sucede con el Pan de Vida eterna que concede Jesús, porque la Vida eterna es completamente distinta a la vida natural que nosotros poseemos como seres humanos y porque la Vida eterna que concede el Pan de Vida eterna nada tiene que ver con la vida natural biológica que naturalmente poseemos los seres humanos.

¿En qué consiste la vida eterna?

En la posesión en acto de todas las perfecciones de la vida eterna y esto es lo que brevemente Trataremos de explicar qué significa. Ante todo, es eterna porque no solo es inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable, de la divinidad[1], de la Santísima Trinidad. Esta vida es la fuente primera de toda vida; es indestructible, inmortal y despliega en un solo acto toda su riqueza, toda su perfección divina, celestial, sobrenatural, sin sombra alguna de imperfección, a diferencia de la vida del espíritu creado, que, por desarrollarse en el tiempo, no puede desplegar en un solo acto toda su riqueza, sino que debe hacerlo en el cambio continuo de diversos actos[2]. Es esta vida eterna la que el Hijo de Dios nos comunica de un modo sobrenatural nos comunica, de un modo sobrenatural, a través de la Sagrada Eucaristía, primero en germen mientras vivimos en la vida terrena, y luego en plenitud cuando morimos a la vida terrena y comenzamos a vivir en la vida del Reino de los cielos. Es decir, toda la perfección de la vida eterna, propia del Ser divino trinitario, está contenida en la Sagrada Eucaristía y se nos da en anticipo en la Sagrada Eucaristía. Cuando el espíritu creado vive con la vida eterna, vive en Dios y su vida es de carácter divino; todo se concentra en Dios y en torno a Dios; todo cuanto conoce y ama el espíritu lo conoce y ama en Dios y mediante Dios. Cuando está en la tierra, cuando vive con su vida natural, se dirige a Dios por diversos caminos, girando en torno a Dios de forma incesante, como lo hacen los planetas en torno al sol, mientras que en la vida eterna está en ese Sol, que es Dios, por así decirlo, con un reposo inmutable, abarcando en el solo acto del conocimiento y del amor de Dios todo cuanto en la vida natural debía hacerlo por medio de diversos y múltiples actos. En Dios y con Dios el espíritu vive con la vida verdaderamente divina, eterna, perfectísima, que brota de Dios y que hace que el espíritu se una a Dios como una sola cosa con Él y hace que su vida sea una sola con la vida de Dios, que es vida eterna y es esta vida eterna la que el Hijo de Dios Jesucristo nos comunica cuando dice: “El que coma de este Pan que Yo daré tendrá Vida Eterna”. Y es aquí cuando vemos que, si el pan terreno impide que muramos de inanición, conservándonos en la vida corporal al alimentarnos con la substancia del pan, hecha de trigo, el Pan de Vida eterna, compuesto por la substancia divina de la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, alimenta nuestras almas con la substancia misma de la naturaleza divina de la Trinidad, nutriéndonos con el alimento de los ángeles, el Pan Vivo bajado de los cielos, la Carne del Cordero de Dios, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía, el Maná bajado del cielo, que concede la Vida Eterna de la Trinidad a quien consume este Pan del Altar en gracia, con Fe, con Piedad, con Devoción y sobre todo con celestial Amor.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956, 708.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 708.


viernes, 9 de agosto de 2024

“El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”

 



(Domingo XIX - TO - Ciclo B - 2024)

“El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 41-51). Nuestro Señor Jesucristo realiza a los judíos la más grandiosa revelación que jamás ser humano alguno haya podido escuchar; se revela como un “pan que es carne que da vida al mundo”: “El pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Sin embargo, la magnitud y la sublimidad de la revelación es tan grande y supera tanto al pequeño y mezquino espíritu de los judíos -infinitamente más que el océano supera a un grano de arena- que los judíos, como si no hubieran entendido casi nada de lo que Jesús les acaba de decir y sin dar crédito a sus palabras, se escandalizan falsamente y se preguntan: “¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne?”. La razón del escándalo de los judíos es que, ante la revelación de Jesús de que dará en Pan que es su Carne, la Carne del Cordero de Dios, en vez de escuchar con la luz del Espíritu Santo, lo hacen solamente con la sola luz de la razón natural, la cual, sin la luz del Espíritu Santo, es solo tinieblas y oscuridad. Debido a que solo usan su razón, sin la luz del Espíritu Santo, no pueden comprender que Jesús se refiere a su Cuerpo glorioso, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección; es decir, cuando Jesús dice que el Pan que Él dará es su Carne para la vida del mundo, está diciendo, por un lado, que Él y no el maná que recibieron los israelitas en el desierto, es el verdadero y único Maná bajado del cielo, la Sagrada Eucaristía, pero además les está diciendo, literalmente, que es su Cuerpo glorificado por el Espíritu Santo el Domingo de Resurrección el que es ese Pan que es Carne asada en el Fuego del Divino Amor y es el que que da la vida eterna, la vida de la Santísima Trinidad. Los judíos se escandalizan porque piensan lo que Jesús les propone es comer su carne y beber su carne, pero sin pasar por el misterio pascual de Muerte y Resurrección, lo cual es un absurdo y no tiene nada que ver con los planes de la Redención divina.

El escándalo de los judíos en relación a Jesús no se detiene en su revelación como Pan que es Carne que da Vida Eterna; se extiende a su origen divino y no humano, por cuanto para los judíos, Jesús no es el Hijo de Dios, sino el hijo del carpintero, el hijo de José, el hijo de María, el hijo terrenal y natural de uno de los tantos matrimonios que habitan la Palestina de aquellos días y eso es lo que murmuran de Jesús después de que Jesús les dijera que Él es el “Pan bajado del cielo procedente del seno del Padre”: “Los judíos murmuraban de él, porque había dicho: “Yo soy el Pan bajado del cielo”. Los judíos se escandalizan de Jesús porque lo ven con ojos puramente humanos y porque piensan que es nada más que el hijo meramente natural del hijo del carpintero del pueblo, José, y de su esposa, María, rechazando de plano el origen divino de Jesús “Y decían: “¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: ‘Yo he bajado del cielo’?”. La causa de la desconfianza de los judíos en las palabras de Jesús es la racionalización, es decir, racionalizan sus palabras, analizan las palabras de Jesús, que son Palabra de Dios, con la sola luz de su razón natural y hacer esto es como pretender iluminar con la luz de una vela, la oscuridad de la noche, o también, es pretender comparar la luz que proporciona un fósforo encendido, con la luz del sol, siendo la luz del fósforo la luz de nuestra razón, mientras que el sol es la luz de la Palabra de Dios. Es imposible comprender la Palabra de Dios sin la iluminación de la luz del Espíritu Santo y esto es lo que les sucede a los judíos: al no poseer la luz de Dios, racionalizan las palabras de Jesús, no entienden lo que les dice y todo lo interpretan al modo humano y así es que no entienden de qué manera alguien que es de su pueblo, que creció con ellos, a cuyos padres y familiares conocen, les diga ahora que viene del cielo y que su carne y su sangre es verdadera comida y verdadera bebida. No entienden porque todo lo reducen y limitan a los estrechos límites de la pequeñísima capacidad de la razón humana. La incapacidad de entender a Jesús por parte de los judíos se debe a que no tienen al Espíritu Santo y por esta razón toman en sentido material sus palabras, sin apreciar ni tan siquiera mínimamente el sentido espiritual y sobrenatural. De esta manera, piensan erróneamente que Jesús les habla de una especie de antropofagia cuando les dice que para entrar en el Reino deben comer su cuerpo y beber su sangre; creen también que ha perdido la razón cuando Jesús les revela que Él ha bajado del cielo, del seno del Padre, cuando todos juran y perjuran que es el hijo de José el carpintero; no pueden, de ninguna manera, creer que es la Segunda Persona de la Trinidad que está oculta en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, porque les falta la luz del Espíritu Santo. Jesús intenta sacarlos de su ceguera espiritual y de su incredulidad diciéndoles precisamente que para que puedan reconocer todas estas verdades sobrenaturales acerca de Él, deben ser atraídos por el Espíritu Santo enviado por el Padre, el cual los resucitará primero espiritualmente a la fe en Jesús y así los llevará luego al Padre: “Nadie puede venir a Mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día”.

Jesús no hace caso del falso escándalo de los judíos y profundiza aún más su revelación como Pan Vivo bajado del cielo y como Verdadero y Único Maná celestial, que da la vida de la Trinidad: “Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Él es el Pan de Vida en la Eucaristía, que da la Vida Eterna, porque da la Vida de la Trinidad, que es Vida Eterna, vida trinitaria y por eso quien lo consume en gracia, con fe, con amor, con piedad, con devoción, aunque muera terrenalmente, no morirá en la segunda muerte, que es la eterna condenación, sino que vivirá eternamente, en el Reino de los cielos. Jesús continúa todavía más profundizando su auto-revelación como Verbo Eterno del Padre, como Persona Segunda de la Trinidad que ha venido al mundo enviado por el Padre para donarse en el Altar de la Cruz y en la Cruz del Altar como Pan Viviente descendido del seno del Padre para conceder la Vida Eterna de la Trinidad a todo aquél que crea en Él y en su Presencia Eucarística y se una a Él, en su Presencia Eucarística, por la fe y por el amor, por el Sacramento de la Eucaristía, el Santísimo Sacramento del Altar: “Yo Soy el Pan de Vida (…) Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo. El que coma de esta Pan vivirá eternamente y el Pan que Yo daré es mi Carne para la vida del mundo”. De esto se deduce la importancia de la Eucaristía y de cómo no da lo mismo recibirla o no recibirla: la Eucaristía es Jesús, vivo, glorioso, resucitado; la Eucaristía es la Persona Segunda de la Trinidad; la Eucaristía es algo que parece pan sin vida a los ojos del cuerpo, pero a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe es un Pan que está Vivo porque el que está en Él es el Dios Viviente; la Eucaristía es Jesús, que Es Vida Increada, Vida divina, trinitaria infinita, eterna, que comunica de su vida divina a quien se une a Él sacramentalmente, por la comunión eucarística, en estado de gracia, con amor, en adoración y con fe. La Eucaristía es un Pan que parece pan pero que en realidad es la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo; la Eucaristía es la Carne santa del Cordero tres veces santo, que con su luz divina ilumina la Jerusalén celestial e ilumina también las tinieblas del alma que a Él se une por la Santa Comunión.

“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? ¿No vive acaso entre nosotros; sus padres no son José y María y no creció Él en nuestro mismo pueblo? ¿Cómo puede decir que viene del cielo?”, dicen incrédulos los judíos, porque no tienen la luz del Espíritu Santo. Pero no son solo los judíos los que no tienen la luz del Espíritu Santo. La misma incredulidad y la misma falta del Espíritu Santo se repiten, lamentablemente, entre los católicos de hoy, el Nuevo Pueblo de Dios, porque si verdaderamente los católicos creyeran que, por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo”, “Este es el Cáliz de mi Sangre”-, el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, el mundo entero se habría convertido ya a Cristo, por el testimonio de cientos de millones de católicos; las iglesias no darían abasto, la caridad cristiana se viviría por todo el mundo, la paz y la alegría de Dios reinaría de tal modo que parecería que el Reino de Dios ha bajado del cielo a la tierra. Pero eso no sucede y todo va cada vez de mal en peor y la razón es la falta de fe y el enfriamiento de la caridad de los cristianos, todo por repetir el mismo error de los judíos: no poseer el Espíritu Santo, que es el que permite comprender las palabras de Jesús. Pero hay una diferencia: a los judíos no les había sido dado todavía el Espíritu Santo, con lo cual no tenían culpa, en cambio a los católicos no se les dio una imagen de una paloma pintada en un cartulina de color; les fue dado, a través del Sacramento de la Confirmación, a la Persona misma del Espíritu Santo, a la Persona Tercera de la Santísima Trinidad Sacrosanta; se les dio a la Persona-Amor de la Trinidad, a la Persona que es el Amor Increado, el Amor Eterno que une en el Amor al Padre y al Hijo y a pesar de esto la inmensa mayoría lo rechazó, para vivir sin el Espíritu de Dios, con lo cual, esta inmensa mayoría de integrantes del Nuevo Pueblo de Dios es culpable, por sí misma, de vivir en las tinieblas en donde no está Dios. Debemos reflexionar y considerar si no somos nosotros mismos quienes hemos expulsado al Espíritu Santo de nuestros cuerpos y nuestras almas, porque en el Día del Juicio Final deberemos rendir cuentas de cómo tratamos al Espíritu Santo: si dejamos que fuera Él quien iluminara nuestras mentes y corazones, o si lo expulsamos de nuestras vidas, para vivir según nuestra propia voluntad y para hacer únicamente lo que se nos diera la gana, viviendo en las tinieblas del mundo y no según los Mandamientos de Dios.