viernes, 16 de agosto de 2024

“Al principio, no era así”

 


“Al principio, no era así” (Mt 19, 13-12). Unos fariseos se acercan a Jesús para ponerlo a prueba, preguntándole acerca de la cuestión del divorcio: “¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?”, lo cual quiere decir, “por cualquier motivo”, según las escuelas rabínicas de la época[1]. En su respuesta, Nuestro Señor se remonta al acto creador de la raza humana en Adán y Eva -creada por Él, en cuanto Dios Hijo, en unión con el Padre y con el Espíritu Santo-, citando sus propias palabras dichas en el momento de la creación del primer matrimonio humano: “Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y se unirá y serán los dos una sola carne, de modo que ya no son dos, sino una sola carne”. Es decir, después de haber creado una mujer para Adán, Dios insiste en que la unión entre los dos es todavía más íntima e intensa que la de la misma sangre y a tal punto, que produce, se puede decir, una persona única e indivisible, con la expresión “una sola carne”.

De esta manera, Jesús ataca en su raíz a la práctica misma del divorcio, que contradice radicalmente el plan original divino para la especie humana. Los fariseos creían que el divorcio era un mandato superior a lo establecido por el Génesis, pero Jesús los corrige de su error, haciéndoles ver que lo de Moisés no era un “mandato”, sino solo una “tolerancia” de la costumbre existente y so debido a la “dureza de los corazones” que constantemente se oponían a la ley divina que mandaba que el varón y la mujer, al unirse en matrimonio, fueran una sola carne, una sola persona y que no cometieran adulterio. Pero como eran insensibles a la Palabra de Dios, como eran duros de corazón, inmaduros moralmente, indiferentes a la voluntad de Dios manifestada en la Sagrada Escritura, se permitía momentáneamente el libelo de repudio por parte de Moisés, pero eso solo hasta la llegada del mismo Dios encarnado, Nuestro Señor Jesucristo.

Al llegar Jesús, con su autoridad divina -es Él quien crea la raza humana y la crea varón y mujer-, la restablece en su estabilidad primitiva -el varón para la mujer y la mujer para el varón, uno con una y para siempre- y esto lo hace en vistas a elevar a la unión matrimonial natural a la jerarquía de sacramento, el sacramento del matrimonio, que representa visiblemente, ante los ojos del mundo, la unión mística esponsal, espiritual, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, unión de la que se derivan las características de la unión sacramental esponsal de los esposos católicos: fidelidad, indisolubilidad, fecundidad, amor hasta la muerte de cruz. Penosamente, la misma incomprensión por parte de los fariseos, acerca de la voluntad del designio divino sobre el matrimonio natural, expresado en la creación del varón y de la mujer, se repite hoy entre la inmensa mayoría de los católicos, que no entienden que los esposos católicos son más que “una sola carne”: son, ante el mundo, la representación visible de Cristo Esposo, por parte del esposo cristiano y de la Iglesia Esposa, por parte de la esposa cristiana y que el divorcio jamás estuvo y jamás estará en la mente de la Santísima Trinidad para los esposos católicos, así como jamás puede estar separado el Cristo Eucarístico de la Iglesia Católica, ni la Iglesia Católica del Cristo Eucarístico.



[1] Cfr. B. Orchard. et al., Verbum Dei, Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo Tercero, Barcelona 1957, Editorial Herder, 426.


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