(Domingo
XXII - TO - Ciclo B - 2024)
“Este pueblo me honra con los labios, pero no con su
corazón” (cfr. Mc 7, 1-8. 14-15.
21-23). Para contestar el falso reclamo de los fariseos acerca de por qué sus
discípulos no se lavan las manos antes de comer, Jesús cita al Profeta Isaías,
con lo cual los acusa implícitamente a los fariseos de hipocresía, porque estos
pretenden mostrar que rinden culto a Dios, pero en sus corazones no hay amor a
Dios, sino solo apego a sus tradiciones humanas: “Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de Mí”. Precisamente, la hipocresía es decir
una cosa mientras se piensa o desea otra opuesta a lo que se dice. En este
caso, su Pueblo dice una cosa, esto es, proclama que honra a Dios -“me honra
con sus labios”- pero en realidad piensa y desea otra cosa distinta en su
corazón -“está lejos de Mi corazón”-.
Ahora bien, siendo Jesús el mismo Dios en Persona, a quien
los fariseos decían honrar, conoce a la perfección sus corazones y esa es la
razón por la que cita al Profeta Isaías: Jesús no solo pretende denunciar la
hipocresía de los fariseos, sino que pretende algo mucho más profundo y es el
reclamar por sus derechos, es decir, por los Derechos de Dios: siendo Él Dios
Hijo en Persona, tiene derecho a ser honrado, amado, adorado y alabado, antes
que exteriormente, con palabras, primero desde lo más profundo del corazón del
hombre, de todo hombre, puesto que Él es Nuestro Creador, Nuestro Redentor,
Nuestro Santificador. Al citar al Profeta Isaías, Jesús hace un reclamo por los
Derechos de Dios, los Derechos Divinos, y el primer derecho de Dios es el de
ser conocido, amado y adorado por todos los hombres, empezando por aquellos a
quienes Él mismo ha elegido para ser, precisamente, su Pueblo Elegido. Pero al
descender a la tierra desde el seno del Padre, Dios Hijo se encuentra con la
noticia de que quienes deben adorarlo y amarlo “en espíritu y en verdad”, desde
lo más profundo del ser, solo lo hacen exteriormente, es decir, de los labios
para afuera, pero en sus corazones no solo no hay amor a Dios, sino que solo
hay hipocresía, cinismo, falsedad, podredumbre espiritual, tal como Él mismo lo
denuncia: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos (…) que sois como sepulcros
blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos de podredumbre y de huesos de
muertos por dentro!”.
En una época en la que se reivindican los “derechos humanos”
en exclusiva y solo para un sector ultra-ideologizado como lo es la extrema
izquierda en la clase política y el progresismo-modernismo a nivel
eclesiástico, resulta un tanto extraño hablar de los “Derechos de Dios”, pero
cuando vemos cómo es la realidad, que el hombre no se explica sin la referencia
a Dios, resulta que no existen “derechos humanos” si antes no se explicitan y
ponen por encima los Derechos de Dios y cuando se explicitan los Derechos de
Dios, nos damos cuenta que los tan declamados “derechos humanos” de la
izquierda atea y comunista, son solo fantasías malvadas pergeñadas por los
hombres y azuzadas por el ángel caído.
Frente a los hombres que exigen falsos “derechos humanos”,
porque estos no existen si no se reconoce a Dios en primer lugar, Jesús exige el
derecho divino que Él, en cuanto Dios, posee sobre los hombres: Él tiene
derecho a ser honrado, alabado, amado y adorado no solo por su pueblo, sino por
toda la humanidad, más allá de su sacrificio, por el solo hecho de ser Él Quien
Es, Dios de infinita majestad y bondad. Y ese reclamo de Jesús no se limita al
Pueblo Elegido, sino que se extiende a la Iglesia y a toda la humanidad de
todos los tiempos, una alabanza y adoración que se debe expresar en el corazón
primero y luego en las obras y por último en las palabras.
Desde antes de la Venida de Cristo, el Pueblo Elegido había
reemplazado el principal mandamiento, “Amar a Dios” por “doctrinas humanas”, lo
cual se traduce en el reemplazo del Amor a Dios, de la misericordia y de la
fidelidad a Dios, por ritos externos inventados por hombres como la ablución de
manos. Jesús revela que eso es lo que ofende a Dios, porque en el corazón del
hombre, en vez de amor a Dios, solo hay maldad, la cual se expresa en una
enormidad de pecados, que son los que manchan al hombre: idolatría, asesinatos,
fornicación, envidia, soberbia y toda clase de maldades. Jesús denuncia que es
eso lo que mancha al hombre: no la contaminación ambiental, sino la
contaminación del corazón con el pecado, que hace brotar toda clase de obras
malas desde lo más profundo del corazón del hombre, quien así se asocia al
ángel caído en su ofensa infernal a Dios.
Pero no solo el antiguo Pueblo Elegido ofende a Dios, sino
también el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, toda
vez que estos prefieren los atractivos vacíos del mundo antes que su Presencia
Sacramental en la Eucaristía. Al desplazar a Dios de su corazón, el hombre se
cubre solo de oscuridad, las cuales se expresan en toda clase de actos malos,
como los que denuncia Jesús: discordia, guerras, aborto, eutanasia, leyes
contra la naturaleza, codicia de dinero, de fama, de poder y muchas otras
maldades más.
Solo existe un remedio para que el corazón del hombre se
purifique de sus maldades y es la gracia santificante que otorgan los
Sacramentos; sólo así, cuando el corazón del hombre se purifica por la gracia
del Sacramento de la Penitencia, está en grado de recibir al Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús que funde al corazón del hombre purificado por la gracia
consigo mismo, tal como el carbón se funde con el fuego y se convierte en una
sola cosa con él. Solo el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las
llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, puede eliminar para siempre las
impurezas del corazón humano y colmarlo al mismo tiempo del más puro Amor hacia
Dios. Para no ser un Pueblo que honre a Dios con los labios pero no con el
corazón, debemos morir al hombre viejo, debemos permitir que la gracia
santificante purifique nuestros corazones y solo así, fundidos y siendo una
sola cosa con el Sagrado Corazón Eucarístico del Hombre-Dios, estaremos en
grado de amar y adorar a Dios con el corazón primero y con las obras de
misericordia y finalmente, con las palabras.
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