viernes, 4 de octubre de 2024

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”

 


(Domingo XXVII - TO - Ciclo B - 2024)

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 2-16). Los fariseos pretenden poner a prueba a Jesús en relación al matrimonio, preguntándole acerca de si es lícito o no el divorcio, debido a que Moisés les había otorgado permiso para divorciarse. En realidad, a los fariseos no les interesa demasiado el tema: lo que pretenden es acumular falsas pruebas con las cuales luego acusar a Jesús, porque si Jesús dice algo contrario a Moisés, entonces ellos lo acusarán de ser contrario a la ley mosaica. Y en la respuesta que da, Jesús efectivamente contraría a Moisés, ya que anula el permiso de divorcio que Moisés les había concedido.

Para poder entender la situación en su totalidad, hay que tener en cuenta que Jesús, siendo Dios, fue quien creó al hombre, al ser humano, como “varón y mujer”, por lo que, al cancelar el permiso de divorcio que había concedido Moisés, lo que está haciendo es restaurar el orden primordial que Él en cuanto Dios había establecido: que el varón se uniera a la mujer para formar “una sola carne” y que de esta unión surgieran los hijos, como fruto del amor natural de los esposos, matrimonio que a su vez, al ser elevado al rango de sacramento, prefiguraría la unión misteriosa y sobrenatural entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, unión nupcial mística y sobrenatural, de la cual habrían de nacer miles de millones de hijos adoptivos Dios, a lo largo de la historia humana.

En otras palabras, el matrimonio monogámico no es un “invento cultural”, sino una “creación divina”, una “institución divina”, que ha sido creada así, con el varón y la mujer, ex profeso, para que de la unión de ambos resultara, como fruto del amor esponsal y como coronación y materialización de ese amor esponsal, el hijo, además de ser, la unión entre el varón y la mujer, una representación del misterio de la unión esponsal mística entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

Lo que debemos entender es que Jesús no es un profeta más, sino que es el Dios que creó al varón y a la mujer para que se unieran en matrimonio natural e indisoluble y ahora viene, encarnado, no solo para prohibir el divorcio, restituyendo su idea original, sino para hacer algo todavía más grandioso con el matrimonio y es el convertir al matrimonio, por medio de la gracia sacramental, a una representación de una unión esponsal, mística, sobrenatural, pre-existente, de carácter espiritual y celestial, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

Esto es lo que da al matrimonio sacramental sus características principales: unidad, indisolubilidad, fidelidad, fidelidad, porque así como es el amor entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, así debe ser el amor entre los esposos cristianos; es decir, las características del matrimonio sacramental se derivan de ser partícipe, el matrimonio sacramental, de la unión esponsal sobrenatural entre Cristo y la Iglesia. Por medio de la Encarnación, el Verbo de Dios le concede al matrimonio natural del varón y la mujer una dignidad que antes no tenía y es la de ser una imagen y una participación mística y sobrenatural a la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, la unión mística y sobrenatural entre el Cordero y la Iglesia Esposa a la cual San Pablo llama “gran misterio” (cfr. Ef 5, 2. 21-33). Por medio del sacramento del matrimonio los esposos católicos se unen al matrimonio místico entre Cristo y la Iglesia y así se convierten en una prolongación, en el tiempo y en el espacio, ante la historia y los hombres, del matrimonio místico, sobrenatural, entre Cristo y la Iglesia: el esposo participará de la esponsalidad de Cristo Esposo y la mujer de la esponsalidad de la Iglesia Esposa. De esta manera Jesús eleva al matrimonio entre el varón y la mujer a una dignidad superior a la de los ángeles y es lo que permite comprender la razón sobrenatural de las características del matrimonio cristiano: indisolubilidad, fidelidad, fecundidad esponsal, porque esas son las características del amor esponsal de Cristo Esposo hacia la Iglesia Esposa y también de la Iglesia Esposa hacia Cristo Esposo.

“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Jesús, que es Dios en Persona, es quien ha unido al varón con la mujer en la unión esponsal “desde el principio”, es decir, “desde la Creación” y es por eso que anula el permiso transitorio de divorcio de Moisés; pero ahora va más allá de las características naturales del matrimonio -indisolubilidad, la fidelidad y la fecundidad-, porque al convertir al matrimonio en sacramento, cada matrimonio católico se convierte en un misterio que hace referencia a un misterio insondable, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, siendo los esposos una prolongación, hacia la sociedad y la historia, de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Ésa es la razón de la altísima dignidad e importancia del sacramento del matrimonio, dignidad e importancia que no son ni comprendidos ni valorados por la sociedad actual, materialista y hedonista. Pero no es el mundo sin Dios el que debe comprender, valorar y vivir esta sublime realidad del matrimonio católico, sino los mismos esposos católicos y el modo de hacerlo es viviendo en la santidad esponsal, único modo de responder a la grandeza y majestad con la que Cristo ha dotado al matrimonio sacramental católico.

 


“Digan a las gentes: “El Reino de Dios está cerca”

 


“Digan a las gentes: “El Reino de Dios está cerca” (Lc 10, 1-12). ¿De qué manera está el Reino de Dios “cerca”? Podemos decir que de dos maneras. Una primera, es cuando Jesús está hablando acerca de su Segunda Venida en la gloria: allí Jesús profetiza acerca de lo que sucederá antes de que Él vuelva: guerra, rumores de guerra, terremotos, señales en el cielo. Cuando veamos que suceden estas cosas, dice Jesús, sepamos que “el Reino de Dios está cerca”. Jesús está hablando del Día del Juicio Final y nos advierte acerca de los acontecimientos que precederán a su Venida en la gloria, para que estemos preparados, aun cuando no sabemos si viviremos en esta vida terrena cuando suceda. Cuando estas cosas sucedan, sabremos que su Reino estará “cerca”.

         Pero la advertencia de Jesús “el Reino de Dios está cerca”, no es sólo válida para su Segunda Venida, al fin de los tiempos, sino también para todos y cada uno de nosotros, independientemente o no si habremos de vivir o no en esta vida mortal cuando suceda: su advertencia de que el Reino de Dios está cerca, es para todo aquel que, viviendo en esta vida, pase al otro mundo a través de la muerte. Es decir, el Reino de Dios está cerca, y está tan cerca, como cerca está el día ya prefijado por Dios, para la muerte de cada uno, con la consiguiente comparecencia, ante el Rey de los hombres, Cristo Jesús, Supremo y Eterno Juez. Esta es otra forma de estar también “cerca” el Reino de Dios.

         Finalmente, otra manera de estar “cerca” el Reino de Dios, es por medio de los sacramentos, ya que ellos nos conceden la gracia y por la gracia participamos anticipadamente, ya desde el tiempo, del Reino de Dios, que es eterno: el Reino de Dios está entre nosotros y en nosotros, y por lo tanto está “cerca” de nosotros, por medio de la gracia santificante, otorgada por los sacramentos y concedida a nuestras almas por medio de la Pasión y Muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Por la gracia, el alma comienza a participar de la vida divina y puesto que la vida divina se desarrolla en el Reino de los cielos, cuando el alma está en gracia, en cierta manera, vive ya la vida eterna del Reino de Dios y vive, de modo anticipado, el Reino de Dios, eterno, estando todavía en la tierra. A esto nos referimos cuando, parafraseando a Nuestro Señor, decimos que el Reino de Dios está “en nosotros”: como la gracia inhiere en el alma y es un don interior, es por eso que decimos que “el Reino de Dios está en nosotros”, cuando estamos en gracia y así podemos decir que el Reino de Dios está “cerca” de nosotros, en cuanto por los sacramentos, tenemos acceso a la gracia y por la gracia, al Reino de Dios por participación. Sin embargo, hay algo más en la doctrina de la gracia, que hace que el alma posea en sí misma algo infinitamente más grandioso y maravilloso que el Reino de Dios, y es que, por la gracia, el alma se convierte en morada del Rey de los cielos, Jesucristo. Por eso, en el tiempo de la Iglesia, el católico en estado de gracia puede decir algo más grandioso que “el Reino de los cielos está cerca”; el católico puede decir: cuando comulga en gracia, el católico puede decir: “El Rey de los cielos está en mí”.