jueves, 11 de diciembre de 2025

En las últimas dos semanas del tiempo de Adviento, esperamos al Mesías en su Primera Venida

 


(Domingo III – TA – Ciclo B – 2006.2)

En las últimas dos semanas del tiempo de Adviento, esperamos al Mesías en su Primera Venida. Espiritualmente, tanto de modo personal, así como Cuerpo Místico de Cristo, como Iglesia, nos ubicamos en el mismo estado espiritual en el que se encontraban los justos del Antiguo Testamento que, conociendo las profecías, sabían que estas estaban a punto de cumplirse y que el Mesías habría de llegar de un momento a otro. Es verdad que Jesús ya cumplió su misterio pascual de muerte y resurrección, pero nosotros, en este último tramo del Adviento, espiritualmente lo esperamos como si todavía no hubiera nacido y lo esperamos con la alegría con la que lo esperaban los justos del Antiguo Testamento. En las dos últimas semanas del tiempo de Adviento, nos preparamos para el Nacimiento del Señor Jesús, para su Natividad en el Portal de Belén, de la misma manera a como los profetas y los justos antes de Jesús esperaban la Venida del Mesías.

Si esto es así, debemos preguntarnos entonces cómo era el mundo antes de la Venida de Jesús.

La respuesta es que el mundo, desde la caída de Adán y Eva, hasta la Venida de Jesús, estaba espiritualmente envuelto en tinieblas también espirituales; estaba envuelto en la oscuridad, una oscuridad no material, ya que sí había luz solar y luz artificial, pero faltaba la luz que viene de Dios. Esta oscuridad tiene un doble origen: el corazón del hombre sin Dios, envuelto en el pecado original, que es tinieblas, y la presencia en el mundo de los ángeles caídos, los demonios, quienes provenientes del Infierno, infectan la tierra y con su oscuridad demoníaca oscurecen todo a su alrededor. Dice así el Apocalipsis: “¡Ay de los habitantes de la tierra, porque el demonio ha caído en la tierra!” (cfr. Ap 12, 12). Los demonios, oscuros por la malicia de sus corazones angélicos sin Dios y sin luz divina, solo agregan más oscuridad, tinieblas y maldad a la oscuridad, tinieblas y maldad que reina en los corazones de los hombres sin Dios. Es decir, antes de la Venida de Jesús, el mundo estaba lleno de demonios y de oscuridad demoníaca. Por esta razón, aquellos que sabían que el Mesías habría de nacer, sabían que el Mesías, con su santidad, los iluminaría y disiparía la oscuridad de sus almas y del mundo, como dice el Profeta Isaías: “El Señor llega e iluminará los ojos de sus siervos” (19, 24). Los justos sabían que Jesús, Dios de Dios y Luz de Luz, iluminaría el mundo con la luz de Dios e iba a expulsar a los demonios y, lo más importante de todo, nos iba a conceder la filiación divina.

De entre todos aquellos justos que esperaban la Venida del Mesías, se destacan los Reyes Magos, quienes deseaban ver a Jesús con mucha esperanza y alegría en el corazón. Para eso, miraban ansiosos al cielo, esperando la aparición de la señal que les indicaría que el Mesías ya había nacido y dónde estaba y esa señal era la estrella de Belén, la estrella que indicaba que la Virgen había concebido por el Espíritu y había dado a luz al Mesías. Al ver a la estrella, se dijeron a sí mismos: “¡Ha nacido el Mesías, vamos a adorarlo!” y se pusieron en marcha.

Los Reyes Magos son así un ejemplo para nosotros, los bautizados, de cómo esperar al Mesías que viene para Navidad: tener muchos deseos de ver a Jesús en el Portal de Belén, estar alegres por su Venida, alegrarnos esperando la Navidad, la Natividad, el Día del Nacimiento de Jesús. Y esto es lo que significa el tiempo de Adviento: de la misma manera a como la aurora, la estrella de la mañana, anuncia la salida del sol, así el Adviento anuncia la Navidad, la llegada del Sol de justicia, Dios encarnado, Jesucristo.

Los Reyes Magos llevaron oro, incienso y mirra al Niño Dios, porque sabían que era Dios en Persona, revestido de Niño. Pero llevaban un regalo mucho más importante que estos regalos materiales y era el regalo de sus corazones: “…se llenaron de alegría y lo adoraron”, dice el Evangelio[1], y adorar quiere decir regalarle a Dios el corazón.

Nosotros no podemos ir a Belén –que quiere decir “Casa de Pan”-, pero sí podemos suponer que cada misa es como un Nuevo Portal de Belén, porque así como en Belén, por el Espíritu Santo, nació Jesús, Pan de Vida, así también en el altar, por el Espíritu Santo, nace Jesús Eucaristía, que es Pan de Vida. Imitando a los Reyes Magos, que esperaron al Mesías y se alegraron cuando llegó Jesús en Belén y le hicieron el regalo de sus corazones, así nosotros, en la misa, esperamos al Mesías que Viene en la consagración y nos alegramos por Jesús Eucaristía y le hacemos el regalo de nuestros corazones cuando comulgamos.

Ahora bien, esta comunión, tratándose específicamente del Tercer Domingo de Adviento, tiene características especiales, porque es el Domingo en el cual la Iglesia interrumpe, precisamente en vistas de la Venida del Mesías, lo que es propio del Adviento, la penitencia, para dar lugar a la alegría y por esta razón este Domingo Tercero de Adviento se llama “Gaudete” o “Alegría”.

En vistas de la Venida del Mesías, el Profeta Isaías llama a los justos a la alegría: “Contemplarán la gloria del Señor (…) alegría sin límite en sus rostros; los dominan el gozo y la alegría” y el Apóstol llama a “tomar como ejemplo a los profetas que hablaron en nombre del Señor”, es decir, ambos llaman a la alegría por el Mesías que Viene. La razón de esta alegría no es de origen humano o terrenal, sino celestial y divina, porque se origina en el mismo Mesías, en Jesucristo, que es Dios y, en cuanto Dios, es la “Alegría Increada”, es “Alegría Infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. Jesucristo Dios es Causa de alegría para la Iglesia en Navidad, porque nace como Niño en Belén, Casa de Pan, para entregarse en la Última Cena como Pan de Vida eterna, para donar su Cuerpo y su Sangre de forma cruenta en la cruz y para luego continuar la donación de Sí mismo, de todo su Ser divino trinitario, en cada comunión eucarística.

La alegría que invade a la Iglesia en Navidad y que se expresa en el Domingo Tercero, en el “Gaudete”, se deriva del Ser trinitario del Niño Dios, del cual brota la Alegría como de su Fuente Increada y por eso la alegría de la Iglesia es una alegría que no solo no es mundana, humana, terrenal, sino que se trata de una alegría sobrenatural, celestial, divina, porque la alegría con la que se alegra la Iglesia es la alegría que le comunica el Niño de Belén, que es la Alegría Increada en sí misma.

Además de la alegría, a la Iglesia en Navidad le sucede algo más, proveniente del Mesías y es el ser iluminada con el resplandor de la luz divina que procede del Ser divino trinitario del Niño Jesús. Debido a que el Niño que nace en Belén es Dios, es también Luz Increada, Luz Eterna, Divina e Indeficiente y es por esto que la Iglesia no solo se alegra con alegría celestial para Navidad, sino que es resplandece con fulgor divino porque es iluminada con un resplandor de luz eterna y divina que proviene del Niño de Belén. Para Navidad, amanece para la Iglesia el glorioso y luminoso resplandor de la Alegría divina del Niño Dios, como lo dice el Profeta Isaías: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia es iluminada con divino resplandor porque sobre Ella resplandece con divino fulgor la luz de la gloria divina trinitaria, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con el esplendor de la Trinidad.

Nosotros, que somos hijos de la Iglesia, podemos parafrasear al Profeta Isaías y decir, mientras contemplamos el Nacimiento del Niño Dios: “¡Levántate, resplandece, Esposa del Cordero, Iglesia de Dios, Iglesia Santa y Católica! ¡Revístete de la luz y de la gloria divina de la Trinidad, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el Esplendor de la gloria del Padre, Dios Hijo revestido de Niño, sin dejar de ser Dios! ¡Levántate, Nueva Jerusalén, Iglesia Católica y alégrate, porque el Mesías te librará de todos tus enemigos y te colmará de su paz y de su alegría y te iluminará con la gloria de su Ser divino trinitario!”. Podemos decir, con toda razón, que en Tercer Domingo de Adviento, el Domingo de la Alegría, la Iglesia Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde la gruta de Belén la inundará para Navidad.

Para Navidad, la Santa Iglesia Católica se alegra con alegría sobrenatural, celestial, divina, con el Nacimiento del Niño Dios en el Portal de Belén, porque este Niño es Dios y en cuanto Dios es la Alegría Increada; también para Navidad la Iglesia resplandece, pero no por las luces artificiales navideñas, sino porque sobre Ella resplandece la Luz Eterna e Increada que brota del seno virgen de la Madre de Dios en el Portal de Belén.

El Niño de Belén es Dios y en cuanto Dios es Alegría, Luz y Vida Divina Increadas y comunica la Alegría, la Luz y la Vida Divina a todo aquel a quien se acerque a adorarlo, en el Portal de Belén y en el Altar Eucarístico, Nuevo Portal de Belén. La Presencia real, verdadera y substancial del Niño Dios en la Eucaristía, que ilumina, alegra y da vida divina trinitaria a quien lo adora en la Eucaristía, es la razón de nuestra alegría como católicos en Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios encarnado, que es la Luz Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz, de su Alegría y de su Vida divina en cada Comunión Eucarística.

 



[1] Cfr. …


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