(Ciclo A – 2025 - 2026)
En la Noche
de Navidad, en la Noche Santa, la Nochebuena, se nos a los ojos del espíritu
una familia similar en todo a cualquier otra familia humana: una madre que
sostiene en su regazo a su hijo recién nacido; un hombre, que parece ser su
esposo, que contempla a la madre y al hijo. Para el catolicismo, esta Familia,
que se ubica en Palestina, en el Portal de Belén, es el centro espiritual
alrededor del cual gira toda su fe, toda su creencia, todos sus dogmas, de ahí
la importancia de esta escena familiar de Nochebuena. Es imposible contemplar a
esta Familia y, dentro de esta Familia, al Niño recién nacido, sin la luz de la
fe de la Iglesia Católica, porque de lo contrario, nos perdemos en el horizonte
de la intrascendencia de lo humano y de lo meramente temporal; sin la fe
católica, el Niño que nace en Nochebuena es un niño más entre todos los niños
humanos y la religión católica es una religión humana sin ninguna pretensión de
trascendencia salvífica. Sin la fe católica, convertimos a la Navidad en una
fiesta neo-pagana, cuando la fe nos dice que la verdadera fiesta de Navidad es
la Santa Misa de Nochebuena, porque en la Santa Misa Dios Padre nos
convida con un manjar delicioso, exquisito, el Pan Vivo bajado del cielo, el
Vino de la Alianza Nueva y Eterna y la Carne del Cordero de Dios, asada en el
fuego del Espíritu Santo. También tenemos regalos, y el más grande y el mejor
de todos, el Niño Dios, que nace en Belén, Casa de Pan, para donársenos como
Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía.
Es la santa
fe católica la que nos revela que este Niño, nacido en Nochebuena, es Dios Hijo
encarnado y aunque a nuestros ojos aparece como un débil Niño recién nacido, es
el Hijo eterno del Padre, que procede eternamente del Padre y que viene a este
mundo encarnándose en el seno de la Virgen Madre. Es por la fe que vemos en
este Niño recién nacido al Rey de la gloria, a la luz de la divina sabiduría,
al poder de Dios que vence al mundo[1]
y al infierno.
Es la santa
fe católica la que nos hace creer que el Niño de Belén es lo que Él dice de Sí
mismo y lo que los demás dicen de Sí. Así, más adelante, cuando sea adulto,
este Niño dirá de Sí mismo: “Quien Me ve, ve al Padre” (cfr. Jn 14, 9), afirmando con esto que Él es
la Imagen de la gloria del Padre y por esto mismo quien ve desde ahora, en el
Pesebre, al Niño de Belén ve, en el misterio, a la gloria del Eterno Padre;
quien ve al Hijo ve, en el misterio, al Padre en el Hijo.
También revelará
este Niño su origen divino trinitario: “El Padre y Yo somos una sola cosa” y
revelará también que la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo,
procede de Él y del Padre, indicando la unidad de naturaleza y de acción de las
Tres Divinas Personas: “El Espíritu procede del Padre y de Mí”. De esta manera,
el Niño de Belén es Dios Hijo, Dador del Espíritu Santo junto al Padre y esto
lo puede hacer porque es Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo, aunque
lo nieguen los herejes y cismáticos. Por eso, este Niño no es un niño como
cualquier otro. Y es esto lo que la Santa Iglesia proclama al mundo en el Credo
Niceno-Constantinopolitano, como una verdad de fe divinamente revelada.
Juan el
Bautista le dará al Niño de Belén un Nombre Nuevo, un nombre jamás dado a nadie
en el mundo: “Éste es el Cordero de Dios” y la razón es porque el Niño que nace
en Nochebuena en el Portal de Belén es el Cordero de Dios Padre, que será
inmolado en el ara de la cruz, en el Calvario, cruentamente y luego será
inmolado incruentamente, sacramentalmente, por la salvación del mundo, cada
vez, en el ara del altar eucarístico, donándose como Pan Vivo bajado del cielo.
La Santa
Madre Iglesia también dirá de este Niño, por medio del sacerdote ministerial, luego,
cuando el Niño done su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad revestido como
Pan de Vida eterna: “Éste es el Cordero de Dios”, usando la misma expresión
profética y celestial de Juan el Bautista.
Este Niño nacido
en Belén en la Nochebuena dirá de Sí mismo más adelante: “Yo Soy la luz del
mundo”, porque Él es la luz de Dios; aún más, porque Él es Dios y en cuanto
Dios, Él es Luz porque la Luz es Gloria y Dios es su Gloria Increada; el Niño
de Belén es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios Padre -eso es
lo que queremos significar cuando en el Credo decimos “Dios de Dios, Luz de Luz”-;
es Luz divina, celestial, sobrenatural, que viene a este mundo en tinieblas envuelto
en una naturaleza humana, como un niño, para iluminar las tinieblas del mundo y
del hombre, para vencer para siempre a las tinieblas del infierno, para hacer
partícipe al hombre de su luz divina por la gracia y para así conducir al
hombre a la luz eterna de Dios Trino.
Como
católicos que somos, si celebramos la Nochebuena y la Navidad, no podemos
quedarnos en una mera contemplación humana, horizontal, del Pesebre; no podemos
quedarnos en simplemente considerar la simpatía de la escena, sino que debemos
contemplar, por la fe, la maravillosa y asombrosa manifestación de Dios Hijo en
este Niño de Belén[2],
Quien desde la eternidad, desde el seno eterno del Padre, viene a nuestro
tiempo, a nuestra historia, a través del seno virgen de la Madre de Dios, para
conducirnos a su Reino por el misterio de la Santa Cruz, por el Misterio
Pascual de Muerte y Resurrección.
Sólo
entonces, sólo por medio de la luz de la santa fe católica, se nos revelará el
misterio sagrado de la Noche Santa de Nochebuena, sólo entonces comprenderemos
porqué esta Noche es “Buena” con la Bondad de Dios y por es Noche Santa; sólo
entonces comprenderemos la Nochebuena en su divino y sagrado esplendor, en su sentido
y significado suprahistórico, que trasciende todo tiempo y espacio, porque es
eterno; sólo entonces se nos revelará el rostro de Dios Padre en el rostro de
Dios Hijo nacido como Niño.
Sólo la luz
de la santa fe católica puede hacer contemplar la realidad del Niño de Belén,
inicio y fundamento de la Redención de la humanidad. El Pesebre no es la escena
de un nacimiento más entre tantos: divide la historia humana en dos, en un antes
y un después; por la Nochebuena, por medio de la Virgen Madre, viene a nuestro
mundo, desde la eternidad, el Niño Dios, el Redentor, el Emmanuel, el Dios con
nosotros; en la Nochebuena, el Dios que estaba en los cielos comienza a estar
en medio de nosotros y por eso es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Por esta
razón la Nochebuena y la Navidad no pueden nunca reducirse al recuerdo de la
memoria ni a la sola piedad, porque por el misterio de la liturgia, la
Nochebuena, que aconteció hace veinte siglos, se actualiza y se nos hace realidad
y se actualiza para nosotros, haciéndonos partícipes activos de su realidad
mística, celestial y sobrenatural, realidad a la cual estamos llamados a
participar por la gracia y por la fe; estamos llamados, como católicos, como
hijos de Dios, a ser parte activa del misterio de Dios que viene a este mundo
como Niño Dios.
Ese mismo
Niño, que nació en Belén hace dos mil años, que padeció en la cruz, que murió,
fue sepultado y resucitó, que ascendió a los cielos glorioso, es el mismo que
viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, para convertir al alma en un Nuevo Portal
de Belén.
Así es como
para nosotros, los católicos, la Nochebuena se convierte en lo que es, en un
acontecimiento celestial, misterioso, trascendente, sobrenatural, porque no
sólo recordamos con la memoria el Nacimiento del Niño Dios en Palestina; no
sólo participamos, por la gracia y por la fe, del Nacimiento, sino que
recibimos, en Persona, al Emmanuel, al Niño Dios, Jesús de Nazareth, en la
Eucaristía, quien convierte, con su Presencia sacramental, al alma del
cristiano en un Nuevo Portal de Belén.
A este Niño
Dios, que viene para nosotros, adorémoslo en el espíritu, adorémoslo en
Nochebuena, adorémoslo en la Noche Santa y así como la Virgen Madre lo recostó
en el Pesebre, así le pidamos a la Virgen que recueste al Niño Dios en nuestros
corazones, convertidos por la gracia en otros tantos portales de Belén, cuando
ingrese en ellos por la Sagrada Comunión.
[1] Cfr. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, Editrice Queriniana, Brescia 1995,
64.
[2] Cfr. ibidem, 64.

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