jueves, 18 de diciembre de 2025

Santa Misa de Nochebuena

 



(Ciclo A – 2025 - 2026)

         En la Noche de Navidad, en la Noche Santa, la Nochebuena, se nos a los ojos del espíritu una familia similar en todo a cualquier otra familia humana: una madre que sostiene en su regazo a su hijo recién nacido; un hombre, que parece ser su esposo, que contempla a la madre y al hijo. Para el catolicismo, esta Familia, que se ubica en Palestina, en el Portal de Belén, es el centro espiritual alrededor del cual gira toda su fe, toda su creencia, todos sus dogmas, de ahí la importancia de esta escena familiar de Nochebuena. Es imposible contemplar a esta Familia y, dentro de esta Familia, al Niño recién nacido, sin la luz de la fe de la Iglesia Católica, porque de lo contrario, nos perdemos en el horizonte de la intrascendencia de lo humano y de lo meramente temporal; sin la fe católica, el Niño que nace en Nochebuena es un niño más entre todos los niños humanos y la religión católica es una religión humana sin ninguna pretensión de trascendencia salvífica. Sin la fe católica, convertimos a la Navidad en una fiesta neo-pagana, cuando la fe nos dice que la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena, porque en la Santa Misa Dios Padre nos convida con un manjar delicioso, exquisito, el Pan Vivo bajado del cielo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna y la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo. También tenemos regalos, y el más grande y el mejor de todos, el Niño Dios, que nace en Belén, Casa de Pan, para donársenos como Pan de Vida eterna, la Sagrada Eucaristía.

         Es la santa fe católica la que nos revela que este Niño, nacido en Nochebuena, es Dios Hijo encarnado y aunque a nuestros ojos aparece como un débil Niño recién nacido, es el Hijo eterno del Padre, que procede eternamente del Padre y que viene a este mundo encarnándose en el seno de la Virgen Madre. Es por la fe que vemos en este Niño recién nacido al Rey de la gloria, a la luz de la divina sabiduría, al poder de Dios que vence al mundo[1] y al infierno.

         Es la santa fe católica la que nos hace creer que el Niño de Belén es lo que Él dice de Sí mismo y lo que los demás dicen de Sí. Así, más adelante, cuando sea adulto, este Niño dirá de Sí mismo: “Quien Me ve, ve al Padre” (cfr. Jn 14, 9), afirmando con esto que Él es la Imagen de la gloria del Padre y por esto mismo quien ve desde ahora, en el Pesebre, al Niño de Belén ve, en el misterio, a la gloria del Eterno Padre; quien ve al Hijo ve, en el misterio, al Padre en el Hijo.

         También revelará este Niño su origen divino trinitario: “El Padre y Yo somos una sola cosa” y revelará también que la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, procede de Él y del Padre, indicando la unidad de naturaleza y de acción de las Tres Divinas Personas: “El Espíritu procede del Padre y de Mí”. De esta manera, el Niño de Belén es Dios Hijo, Dador del Espíritu Santo junto al Padre y esto lo puede hacer porque es Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo, aunque lo nieguen los herejes y cismáticos. Por eso, este Niño no es un niño como cualquier otro. Y es esto lo que la Santa Iglesia proclama al mundo en el Credo Niceno-Constantinopolitano, como una verdad de fe divinamente revelada.

         Juan el Bautista le dará al Niño de Belén un Nombre Nuevo, un nombre jamás dado a nadie en el mundo: “Éste es el Cordero de Dios” y la razón es porque el Niño que nace en Nochebuena en el Portal de Belén es el Cordero de Dios Padre, que será inmolado en el ara de la cruz, en el Calvario, cruentamente y luego será inmolado incruentamente, sacramentalmente, por la salvación del mundo, cada vez, en el ara del altar eucarístico, donándose como Pan Vivo bajado del cielo.

         La Santa Madre Iglesia también dirá de este Niño, por medio del sacerdote ministerial, luego, cuando el Niño done su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad revestido como Pan de Vida eterna: “Éste es el Cordero de Dios”, usando la misma expresión profética y celestial de Juan el Bautista.

         Este Niño nacido en Belén en la Nochebuena dirá de Sí mismo más adelante: “Yo Soy la luz del mundo”, porque Él es la luz de Dios; aún más, porque Él es Dios y en cuanto Dios, Él es Luz porque la Luz es Gloria y Dios es su Gloria Increada; el Niño de Belén es Luz eterna que proviene de la Luz eterna que es Dios Padre -eso es lo que queremos significar cuando en el Credo decimos “Dios de Dios, Luz de Luz”-; es Luz divina, celestial, sobrenatural, que viene a este mundo en tinieblas envuelto en una naturaleza humana, como un niño, para iluminar las tinieblas del mundo y del hombre, para vencer para siempre a las tinieblas del infierno, para hacer partícipe al hombre de su luz divina por la gracia y para así conducir al hombre a la luz eterna de Dios Trino.

         Como católicos que somos, si celebramos la Nochebuena y la Navidad, no podemos quedarnos en una mera contemplación humana, horizontal, del Pesebre; no podemos quedarnos en simplemente considerar la simpatía de la escena, sino que debemos contemplar, por la fe, la maravillosa y asombrosa manifestación de Dios Hijo en este Niño de Belén[2], Quien desde la eternidad, desde el seno eterno del Padre, viene a nuestro tiempo, a nuestra historia, a través del seno virgen de la Madre de Dios, para conducirnos a su Reino por el misterio de la Santa Cruz, por el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección.

         Sólo entonces, sólo por medio de la luz de la santa fe católica, se nos revelará el misterio sagrado de la Noche Santa de Nochebuena, sólo entonces comprenderemos porqué esta Noche es “Buena” con la Bondad de Dios y por es Noche Santa; sólo entonces comprenderemos la Nochebuena en su divino y sagrado esplendor, en su sentido y significado suprahistórico, que trasciende todo tiempo y espacio, porque es eterno; sólo entonces se nos revelará el rostro de Dios Padre en el rostro de Dios Hijo nacido como Niño.

         Sólo la luz de la santa fe católica puede hacer contemplar la realidad del Niño de Belén, inicio y fundamento de la Redención de la humanidad. El Pesebre no es la escena de un nacimiento más entre tantos: divide la historia humana en dos, en un antes y un después; por la Nochebuena, por medio de la Virgen Madre, viene a nuestro mundo, desde la eternidad, el Niño Dios, el Redentor, el Emmanuel, el Dios con nosotros; en la Nochebuena, el Dios que estaba en los cielos comienza a estar en medio de nosotros y por eso es el Emmanuel, el Dios con nosotros. Por esta razón la Nochebuena y la Navidad no pueden nunca reducirse al recuerdo de la memoria ni a la sola piedad, porque por el misterio de la liturgia, la Nochebuena, que aconteció hace veinte siglos, se actualiza y se nos hace realidad y se actualiza para nosotros, haciéndonos partícipes activos de su realidad mística, celestial y sobrenatural, realidad a la cual estamos llamados a participar por la gracia y por la fe; estamos llamados, como católicos, como hijos de Dios, a ser parte activa del misterio de Dios que viene a este mundo como Niño Dios.

         Ese mismo Niño, que nació en Belén hace dos mil años, que padeció en la cruz, que murió, fue sepultado y resucitó, que ascendió a los cielos glorioso, es el mismo que viene a nuestro encuentro en la Eucaristía, para convertir al alma en un Nuevo Portal de Belén.

         Así es como para nosotros, los católicos, la Nochebuena se convierte en lo que es, en un acontecimiento celestial, misterioso, trascendente, sobrenatural, porque no sólo recordamos con la memoria el Nacimiento del Niño Dios en Palestina; no sólo participamos, por la gracia y por la fe, del Nacimiento, sino que recibimos, en Persona, al Emmanuel, al Niño Dios, Jesús de Nazareth, en la Eucaristía, quien convierte, con su Presencia sacramental, al alma del cristiano en un Nuevo Portal de Belén.

         A este Niño Dios, que viene para nosotros, adorémoslo en el espíritu, adorémoslo en Nochebuena, adorémoslo en la Noche Santa y así como la Virgen Madre lo recostó en el Pesebre, así le pidamos a la Virgen que recueste al Niño Dios en nuestros corazones, convertidos por la gracia en otros tantos portales de Belén, cuando ingrese en ellos por la Sagrada Comunión.



[1] Cfr. Odo Casel, Presenza del mistero di Cristo, Editrice Queriniana, Brescia 1995, 64.

[2] Cfr. ibidem, 64.


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