jueves, 24 de abril de 2014

Viernes de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2014)
         “¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y se encuentra de pie, en la playa. Los discípulos están ocupados en la tarea de pescar; el primero en reconocerlo es Juan, “el discípulo a quien Jesús más amaba”, dice el Evangelio, de ahí su exclamación admirativa y el hecho de ser el primero en reconocerlo, mientras los demás están ocupados en el trabajo.
No es al azar que el mismo Juan sea el que destaque el hecho de que Jesús lo amaba “más que a los demás”, porque quiere decir que Juan es depositario del Espíritu Santo con una mayor intensidad que el resto de los discípulos, y es esto lo que contribuye a que Juan sea el primero en descubrir a Jesús resucitado que está en la orilla, mientras los demás tienen sus mentes y corazones ocupados en las cosas del mundo. El Amor de Dios, el Espíritu Santo, es el que eleva al alma haciéndola participar de la naturaleza divina, comunicándole de la naturaleza divina, capacitándola para conocer y amara a Dios Uno y Trino como Dios Uno y Trino se conoce y se ama a sí mismo, y esto es lo que le sucede a Juan. En otras palabras, cuando Juan dice: “Es el Señor”, no significa que está rememorando con su memoria psicológica humana y trayendo a la memoria recuerdos de cuando salía a predicar con Jesús; no significa que recordaba el amor de amistad preferencial de Jesús en cuanto Maestro o rabbí religioso; significa que Jesús y el Padre le han comunicado el Espíritu Santo y el Espíritu Santo le ha dado la gracia de conocer y amar a Jesús en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Dios hecho Hombre sin dejar de ser Dios, en cuanto Verbo Divino humanado que muriendo en la cruz ha derramado su Sangre voluntariamente y ha dado su Vida divina para resucitar y rescatar de la muerte a quienes crean en Él y lo amen con un corazón sincero; significa que al mismo tiempo que exclama admirativamente: “¡Es el Señor!”, arde en su corazón el ardor inconfundible del Fuego del Amor del Espíritu Santo.

“¡Es el Señor!”. La misma exclamación admirativa y el mismo ardor del Fuego del Espíritu Santo que experimentó el Apóstol Juan en la barca al divisar a la distancia a Jesús resucitado esa mañana en el lago Tiberíades, debería expresarla el discípulo de Jesús que divise la Eucaristía, al ser elevada en la ostentación eucarística, en la Santa Misa, y debería también, si Dios así se lo concede, sentir arder en su pecho, el ardor del Fuego del Amor del Espíritu Santo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario