jueves, 28 de abril de 2011

"Es el Señor", clama el fiel bautizado, antes de arrojarse en ese océano infinito de Amor eterno que es el Corazón Eucarístico de Jesús

Al contemplar a Cristo resucitado
en la Eucaristía,
el bautizado debe exclamar, como Juan:
"Es el Señor",
y como Pedro,
debe arrojarse, intrépido,
no al mar,
sino a ese océano infinito de Amor eterno
que es el Corazón Eucarístico de Jesús.


“Es el Señor” (cfr. Jn 21, 1-14). Jesús resucitado se aparece en la orilla de la playa, mientras los discípulos, entre ellos Pedro y Juan, están pescando. Como les sucede a todos los demás discípulos, que se encuentran con Cristo resucitado, no lo reconocen: “no sabían que era Jesús”. Se suma a este hecho del desconocimiento de Cristo, el no haber podido pescar nada "en toda la noche".

La ignorancia acerca de Cristo, esto es, el trabajar sin Cristo, se asocia a la ausencia de frutos.

Más aún que otras escenas evangélicas de la resurrección, esta escena simboliza a la Iglesia, en su misión evangelizadora: Pedro en la Barca, junto a los discípulos, que arrojan las redes al mar para atrapar peces, son una figura de la Iglesia que navega, en el mar de los tiempos, al mando del Papa, el Vicario de Cristo, arrojando las redes, es decir, la Palabra de Dios, en el mar, es decir, la historia humana, para atrapar peces, las almas de los hombres de todos los tiempos. A estos elementos se les suma el hecho de arrojar las redes por iniciativa propia, cuya consecuencia es la ausencia de peces, y luego bajo el mandato y la guía de Cristo, lo que da como resultado una pesca tan abundante, que "no tenían fuerza para sacarla", debido a la gran cantidad de peces.

De este episodio se ve que sin Jesucristo, el esfuerzo de la Iglesia es inútil, mientras que, con su ayuda y su gracia, la pesca de almas es sobreabundante.

Por otra parte, es significativo el hecho de que los discípulos no reconocen a Cristo –al igual que María Magdalena, los discípulos de Emaús, y el resto de los discípulos a los que se les aparece en una habitación, mientras cenan pescado-, y es significativo también que sea Juan, y no Pedro, quien lo reconoce por primera vez, gritando: “Es el Señor”.

Juan es el discípulo predilecto (cfr. Jn 20, 1-10); es el discípulo que está más cerca del Corazón de Jesús, en la Última Cena (cfr. Jn 13, 23), y si bien está entre los que huyen y abandonan a Jesús en el Huerto de los Olivos (Mc 14, 51-52), es el único que se encuentra, junto a la Virgen, al pie de la cruz, en las últimas agonías de Jesús (cfr. Jn 19, 26).

Por esta cercanía con Jesús agonizante en la cruz, y con la Madre de Dios, al pie de la cruz, es premiado por el Hombre-Dios con el premio más grandioso que hombre alguno puede siquiera soñar en esta tierra, y es el tener a la Virgen por Madre, y el ser adoptado por Ella como hijo (cfr. Mt 12, 47).

Juan aparece, en todo momento, como el predilecto, ya que, además de reconocer ahora a Jesús, a la orilla del mar, fue el primero, de entre todos los sacerdotes de la Última Cena, en acudir al sepulcro, y contemplar con sus propios ojos la resurrección de Jesús.

“Es el Señor”. La exclamación admirativa, envuelta en el asombro, en el estupor, en la admiración y en la adoración, es el fruto de la Presencia del Espíritu Santo en su alma, espirado por Jesús resucitado desde la orilla del mar.

La expresión de Juan actúa a su vez en el alma de Pedro, despertándolo de su sopor espiritual e iluminándolo, permitiéndole reconocer a Jesús. Al reconocer a Jesús, el amor de Pedro por Jesús le urge para alcanzar a Aquél a quien ama, y es por eso que se arroja al mar, para alcanzar la orilla a nado.

“Es el Señor”, debe exclamar, como Juan, el discípulo que asiste a la Santa Misa, y como Pedro, debe arrojarse intrépidamente, con la fuerza de la fe y del amor en Cristo resucitado en la Eucaristía, no en el mar material, como hizo Juan, sino en ese Océano infinito de Amor eterno que es el Corazón Eucarístico de Jesús.

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