(Domingo III - TP - Ciclo C – 2013)
“¡Es el Señor!” (Jn 21, 1-14). La exclamación admirativa de Juan surge al comprobar que ese hombre que está en la playa, gracias al cual han obtenido una pesca milagrosa, no es otro que Jesús y Jesús resucitado.
El Evangelio nos plantea por lo tanto el tema del conocimiento de Cristo Jesús: hasta antes del milagro, Juan, Pedro, y los demás discípulos, no lo reconocen. Luego del milagro de la pesca abundante –precedida, como en la anterior pesca milagrosa, de una pesca infructuosa-, Juan reconoce, él primero que los demás, a Jesús resucitado, y por eso exclama: “¡Es el Señor!”.
¿A qué se debe que Juan sepa que el hombre parado en la playa no es un desconocido, sino “el Señor”? ¿Por qué lo reconoce sólo después de la pesca milagrosa? La respuesta radica en el principio del conocimiento de Jesús, que no es la razón humana, sino el Espíritu Santo; en otras palabras, no se puede conocer a Jesús en su verdadera identidad, la identidad de Hijo de Dios, sino es por medio del Paráclito. El hecho de que Juan lo reconozca después del milagro, es decir, después de la acción de Jesús por medio de su Espíritu, indica precisamente esto: que sin la iluminación del Espíritu Santo es imposible saber quién es Jesús. El Evangelio destaca esta ignorancia de los discípulos antes del prodigio de la pesca: “Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era Él”. Antes de la intervención que hace posible la pesca milagrosa, los discípulos –entre ellos Juan- permanecen en la oscuridad respecto a Jesús resucitado; luego del signo de la pesca, pesca obtenida por el poder del Espíritu, Juan es el primero en reconocer a Jesús, y por eso exclama admirado: “¡Es el Señor!”.
Juan no conoce a Jesús resucitado y piensa que es un hombre más que está en playa porque hasta ese entonces Jesús no ha infundido el Espíritu, quien es el que “les recordará todo lo que Él les había dicho” (cfr. Jn 14, 26) y les hablará de Él” (cfr. Jn 15, 26). Es el Espíritu quien “le recuerda” a Juan que Jesús había profetizado que resucitaría; es el Espíritu quien “le habla de Jesús” a Juan, diciéndole: “¡Es Él! ¡Ha resucitado!”; es el Espíritu quien proporciona una nueva capacidad de un nuevo modo de ver, una capacidad que no se posee si no la concede el mismo Dios, y es la capacidad de contemplar, en Jesús de Nazareht, al Hombre-Dios.
Es Jesús quien, a través de su Espíritu Santo, infundido por Él y el Padre, proporciona el conocimiento sobrenatural de sí mismo; conocimiento que no es humano sino divino, porque es el conocimiento con el cual Dios Padre lo conoce desde la eternidad, y con el cual Él mismo se conoce desde la eternidad, y con el cual Dios Espíritu Santo lo conoce desde la eternidad. No es un conocimiento humano, dado por la deducción de la razón natural; no es un conocimiento que dependa del desplegarse de las potencias naturales del hombre; no es un conocimiento que dependa de razonamientos filosóficos y teológicos. Es un conocimiento dado por el mismo Jesús, que es Dios, y por eso sobrepasa a todo conocimiento que de Jesús se pueda tener por la razón humana.
Lo que le sucede a Juan le sucede también a quienes se encuentran con él a orillas del lago –Pedro y los demás discípulos-, pero les sucede también a María Magdalena, a las santas mujeres, a los discípulos de Emaús, y a muchos más: en un primer momento, a pesar de estar frente a Jesús y hablar con Él, parecen como si la vista, la mente y el corazón, estuvieran cerrados –“Tenían los ojos nublados”, dice el Evangelio de los discípulos de Emaús-, hasta que Jesús infunde el Espíritu, abriendo no solo los ojos del cuerpo, sino ante todo la mente y el corazón –“¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”, se preguntarán los mismos discípulos-. Con la contemplación, cambia radicalmente el estado de ánimo: “No podían creer de la alegría”, queriendo el evangelista significar con esta expresión el estado anímico pero ante todo espiritual de quienes contemplan a Jesús resucitado: alegría, estupor, asombro, admiración, gozo inenarrable.
El paso desde este primer estado de desconocimiento de la identidad de Jesús al estado de iluminación interior por la participación en el conocimiento que la Trinidad tiene de Jesús, se da por la acción del Espíritu Santo y no por razonamientos humanos.
Ahora bien, el tema del conocimiento de Jesús no es menor; todo lo contrario, es tan importante, que determina y condiciona la vida de la fe de una persona, porque no es lo mismo conocer a Jesús como “el hombre que estaba en la playa” –tal como piensa Juan antes de ser iluminado por el Espíritu-, a conocer a Jesús como Quien Es realmente: “el Señor”, el Hombre-Dios, Jesús de Nazareth, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que ha muerto en Cruz y ha resucitado para no morir jamás.
El conocimiento de la verdadera identidad de Jesús, proporcionada sólo por el Espíritu Santo, a través del Magisterio de la Iglesia, es de fundamental importancia para la vida de todos los días porque por un lado, condicionará la fe en la Eucaristía, ya que así como creo que es Jesús, así pienso de la Eucaristía: si creo que Jesús es Dios, entonces creo que en la Eucaristía está Jesús, que es Dios, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; si creo que Jesús es solo un hombre, entonces de la Eucaristía creeré que es sólo un pan bendecido, sin otro valor que el simbólico. En otras palabras, quien no conoce y ama a Cristo según el Espíritu Santo, no puede conocer ni amar a la Eucaristía.
Pero hay otro peligro en el no conocer a Jesús como lo revela el Espíritu Santo y es el conocerlo de modo erróneo, tal como lo presentan las sectas y sobre todo la “madre de todas las sectas”, la Nueva Era, “New Age” o Conspiración de Acuario. Para la Nueva Era, Cristo se presenta no como el Hombre-Dios, sino como un “Maestro Ascendido”, un “Avatar”, un “Nuevo Buda”, una “reencarnación de Maitreya”, un “tercer Cristo”, un “Cristo cósmico”, un “Cristo extra-terrestre”, un “Cristo que es energía impersonal”, etc. Ninguno de estos “cristos” falsos es “el Señor”, el Cristo contemplado por Juan y por el cual Juan dio su vida; ninguno de estos “cristos” falsos es el Cristo Jesús de la Eucaristía, el Señor de la Eucaristía, el Dios de la Eucaristía, el Dios de los sagrarios y de los corazones, y es la razón por la cual las erradas teorías de la Nueva Era son incompatibles con los dogmas de la Santa Iglesia Católica. Los falsos cristos de la Nueva Era son solo distintos nombres que adopta aquel que es “Homicida desde el principio” y “Padre de la mentira”, el demonio, que busca disfrazarse de “ángel de luz”, pero cuya oscuridad es tal que su negra sombra se distingue a lo lejos, aun cuando pretenda suplantar la identidad del verdadero y único Cristo Jesús.
“¡Es el Señor!”, exclama Juan, luego de ser iluminado por el Espíritu Santo, y es una exclamación en la que estallan la alegría, el gozo, el estupor, la admiración, porque la hermosura de Jesús resucitado supera infinitamente todo lo que el hombre o el ángel puedan imaginar.
“¡Es el Señor!”, debe exclamar con alegre estupor y sagrada admiración el fiel cristiano cuando, al contemplar la Eucaristía, sea iluminado por el Espíritu Santo y en esta luz invisible vea a Cristo resucitado y glorioso, el verdadero y Único Cristo, el Cristo que es el enviado del Padre, el Emmanuel, Dios entre nosotros, el Cordero de Dios, el Salvador, el Redentor, el Pastor Eterno, el Sumo y Eterno Sacerdote, el Dador del Espíritu, el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, Aquel por quien todo fue hecho, Aquel que por Amor a los hombres y para salvarlos de la eterna condenación derramó su Sangre y dio su Vida en la Cruz, Aquel que se dona a sí mismo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en cada Eucaristía, Aquel que renueva sacramental e incruentamente el Santo Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa, llamada por eso mismo Santo Sacrificio del Altar, Aquel que vendrá a juzgar a vivos y muertos y dará la Vida eterna a quien crea en Él y demuestre su fe con obras de misericordia, Aquel por quien la Iglesia Esposa suspira suspiros de amor santo y en cada suspiro dice: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).
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