(Domingo
II - TC - Ciclo B - 2021)
“Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras
se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr
en la tierra” (Mc 9, 2-10). En la
transfiguración, Jesús –su humanidad, sus vestiduras- resplandece con un brillo más refulgente que miles de millones de soles juntos. A esto
se refiere el Evangelio cuando dice que era una “blancura que no se puede
lograr en la tierra”, porque la luz con la que resplandece Jesús no es una luz
creada; no se trata ni de la luz del sol, ni de la luz del fuego, ni mucho
menos la luz artificial. Se trata de una luz que viene de lo alto; es una luz
no recibida por Jesús, sino emanada por Él, desde lo más profundo de su Ser
divino trinitario, porque Dios es Luz Eterna y Jesús es Dios, que es Luz
Eterna. Entonces, la luz con la que son iluminados los Apóstoles en el Monte
Tabor, es la luz de Dios, o mejor dicho, es Dios Trino, que en Sí mismo es Luz
Eterna e Increada. También los discípulos son iluminados por la gloria de Dios,
porque en el lenguaje bíblico, la luz es sinónimo de la gloria divina. Por esto
mismo, al resplandecer Jesús en el Monte Tabor con una luz celestial, ilumina a
los discípulos con la luz de la gloria divina, tal como en el Cielo son
iluminados por la gloria celestial los ángeles y los santos que adoran a la
Trinidad y al Cordero. La manifestación de la luz divina en el Monte Tabor es también similar al resplandor de gloria celestial con el que el Niño Dios manifestó su
divinidad en el Pesebre de Belén, que es lo que se conoce como “Epifanía”.
¿Por qué resplandece Jesús solamente en estas dos ocasiones,
en el Pesebre de Belén, de niño y ahora de adulto en el Monte Tabor? Tanto en la
Epifanía como en el Monte Tabor, Jesús resplandece con la luz de la gloria
divina porque debía manifestar a sus discípulos que Él era Dios Hijo encarnado:
debía revestirse de luz divina, para que cuando lo vieran en el Via Crucis y el
Monte Calvario, revestido no ya de luz sino de su propia Sangre, no
desfallecieran ante el desolador aspecto de su Maestro cubierto de Sangre, de
golpes y de heridas abiertas y así tuvieran ellos fuerzas para subir al
Calvario.
Es decir, el interrogante que surge ante la Transfiguración de Jesús
es porqué Jesús no dejó traslucir la luz de su gloria desde el Nacimiento y durante
toda su vida terrena, haciéndolo sólo en la Epifanía y en el Monte Tabor: la
respuesta es que la transfiguración en la luz de la gloria celestial es el
estado habitual de Jesús, por cuanto Él es Dios y Dios es la Luz Eterna en Sí
misma; si Jesús hubiera permitido que la luz resplandeciese durante su vida
terrena, no habría podido sufrir la Pasión, porque la luz de la gloria, que es
lo que glorifica a los cuerpos resucitados, hace que los cuerpos no puedan
sufrir el dolor, los vuelve impasibles. Entonces Jesús, haciendo un milagro
propio de su omnipotencia divina, oculta la luz de la gloria celestial que
debería traslucirse a través de su Humanidad Santísima, para poder sufrir su
Pasión y Muerte en Cruz, con la cual salvó a la humanidad de la eterna
perdición.
“Jesús se transfigura en el Monte Tabor (…) sus vestiduras
se pusieron esplendorosamente blancas, con una blancura que nadie puede lograr
en la tierra”. Si Jesús se transfigura en el Monte Tabor para dar fuerzas a sus
discípulos, para que estos puedan acompañarlo a lo largo del Via Crucis hasta
el Monte Calvario, también a nosotros se nos muestra resplandeciente, con la
luz de la gloria divina, pero no a los ojos del cuerpo, sino a los ojos del
alma, en la Sagrada Eucaristía. Por eso, para nosotros, asistir a la Santa Misa,
sobre todo en el momento de la consagración, y hacer Adoración Eucarística, es
el equivalente a estar delante de Jesús Transfigurado de luz en el Monte Tabor.
Es en la Santa Misa y en la Adoración Eucarística donde recibimos la Luz Eterna
que brota del Sagrado Corazón Eucarístico, que colma nuestras almas con la luz
de la gloria y de la vida divina de la Trinidad, dándonos fuerzas para
continuar por el Camino de la Cruz, para llegar al Calvario y morir unidos a
Cristo en la Cruz, para así nacer al hombre nuevo, el hombre nacido del Costado
traspasado de Jesús, el hombre destinado a la gloria, el hombre regenerado por
la gracia santificante, que espera el fin de su vida terrena para ser glorificado
en los Cielos eternos por el Cordero, la Luz de la Jerusalén celestial.
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