Parábola del sembrador
(Jacopo Bassano)
“El
sembrador salió a sembrar” (Mc 4,
1-20). En la parábola del sembrador, cada elemento tiene un significado
sobrenatural: el sembrador es Dios Padre; la semilla que arroja al voleo el
sembrador, es su Palabra; los distintos lugares en los que cae la semilla -borde
del camino, terreno rocoso, espinas, buena tierra-, son los corazones humanos. Como
es lógico, las semillas que caen en cualquier terreno que no sea la buena
tierra, termina por perecer, ya sea porque el terreno es pedregoso, porque hay
espinas, o porque las comen los pájaros.
Lo que llama la atención en la parábola es la actitud del
sembrador: si el sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla que es la Palabra,
¿por qué siembra al voleo? O en todo caso, si siembra al voleo, ¿por qué lo
hace de manera aparentemente despreocupada, de manera tal que sabe que con esa
manera de sembrar muchas semillas se perderán al caer indefectiblemente en
lugares no aptos para la siembra?
La respuesta no está en el sembrador, que no puede fallar
nunca, desde el momento en que es Dios Padre, ni tampoco en la semilla, que en
sí misma es perfecta, porque es la Palabra de Dios; la respuesta está en el
terreno en el que cae la semilla, que es el corazón del hombre: la mayor o
menor fertilidad o fecundidad del terreno, que hará germinar la semilla en
obras de caridad –o, por el contrario, la agostará-, depende de las
disposiciones del corazón del hombre. Se puede decir que el terreno en donde
cae la semilla es un terreno “vivo”, y que las condiciones de fertilidad o no
dependen del mismo terreno, desde el momento en que el hombre es libre para
aceptar o rechazar la Palabra de Dios.
Una persona puede escuchar la Palabra de Dios en la liturgia
de la Palabra en la Santa Misa, y puede recibir a esa misma Palabra encarnada
en la comunión eucarística –esto sería el sembrador que siembra la semilla-,
pero si se olvida de lo que recibió y, apenas traspasadas las puertas de la
Iglesia, permite que la abrumen las preocupaciones de la vida –sin tener en
cuenta que la fuerza para resistirlas está en la Eucaristía-, o se deja
arrastrar por sus propias pasiones –ira, odio, avaricia, lujuria, sin tener en
cuenta que la Eucaristía que recibió le comunica la mansedumbre, el amor, la
generosidad, la pureza de Cristo-, o no opone resistencia a las tentaciones del
demonio –sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió es Cristo Dios en
Persona, infinitamente más poderoso que el ángel caído-, ese corazón, que
recibió la Palabra de Dios doblemente, en la liturgia de la Palabra y en la
Eucaristía, permite voluntariamente que la semilla se agoste, es decir, que la
Palabra no germine en frutos de paciencia, caridad, fortaleza, mansedumbre,
confianza en Dios, amor al prójimo, castidad. De estos, puede decirse que
voluntariamente convierten a sus corazones en terrenos infértiles, ya sea
porque se convierten en tierra que está al borde del camino, o en terreno
pedregoso, o en terreno con espinas, y así no solo no germina la Palabra de
Dios en obras buenas, sino que abunda en frutos amargos: soberbia, rencor,
enojo, susceptibilidad, egoísmo, impaciencia.
Por el contrario, aquel que también recibió doblemente la
Palabra de Dios en la Santa Misa, pero frente a las tribulaciones de la vida se
abandona en Cristo, a quien recibió en Persona en la Eucaristía; frente a las
propias pasiones, implora la fortaleza para vencerlas a Jesús, a quien acaba de
escuchar en la liturgia de la Palabra y de cuyo Costado traspasado acaba de beber
en la comunión eucarística, y frente a las tentaciones del demonio eleva
plegarias en el altar de su corazón, en donde está Jesús Eucaristía, pidiéndole
que lo libre de sus acechanzas, ese tal, es el que permite que la semilla de la
Palabra germine y de frutos de mansedumbre, de caridad, de pureza, de amor, de
humildad, rindiendo el treinta, el sesenta o el ciento por uno.
El corazón que voluntariamente se convierte en buena tierra,
permite que germine la semilla del sembrador, semilla que luego se convertirá
en árbol, el Árbol de la Cruz, Árbol que da el fruto más precioso, Jesús. El fruto
de la semilla sembrada y germinada en el corazón convertido en buena tierra es
la conversión del hombre en Cristo y Cristo crucificado. En él se cumplen las
palabras de San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien mora en mí”
(Gal 2, 20).
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