(2015)
“¡Alégrense!” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado sale al encuentro de las piadosas
mujeres y lo primero que les dice, a modo de saludo, es: “¡Alégrense!”. Las
piadosas mujeres, a su vez, ya corrían, por sí mismas, alegres, a anunciar la
noticia de la resurrección de Jesús, luego de recibir el anuncio de la
Resurrección por parte del ángel: “después de oír el anuncio del ángel (…) se
alejaron de allí llenas de alegría”, con lo que, con el mandato de Jesús de
alegrarse, se alegran aún más.
“¡Alégrense!”. La nota dominante,
entonces, en el Domingo de Resurrección, entre los discípulos, es la alegría,
el gozo festivo, el asombro, el estupor, en comparación con el dolor, el
llanto, la amargura, del Viernes Santo. Sin embargo, no se trata de un mero
cambio de sensaciones, ni de una simple mudanza en las experiencias vitales de
los discípulos: el mandato de alegrarse, por parte de Jesús, se debe a que la
Resurrección implica, para la humanidad toda, un horizonte de eternidad antes
impensable y es la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la
Santísima Trinidad. La Resurrección es un don tan grande, que supera
infinitamente todo lo que el hombre pueda siquiera imaginar, porque se trata de
una participación a la vida divina misma del Ser divino trinitario. Por la
Resurrección, la humanidad recibe un principio de vida nuevo, la gracia
santificante, principio por el cual comienza a vivir una vida nueva, que no es
la vida natural biológica, propia de su humanidad, sino que es la vida misma de
la Trinidad, y así se vuelve capaz no solo de entablar relaciones personales
con todas y cada una de las Tres Divinas Personas, sino que se vuelve capaz de
conocer y amar a todas y cada una de esas Divinas Personas, como ellas mismas
se conocen y se aman. Y aquí radica el motivo de la alegría establecida por
Jesús casi como un neo-mandamiento post-Resurrección para su Iglesia: el alma,
por la gracia santificante, participa de la vida de la Trinidad, lo cual quiere
decir participar de la vida misma del Ser divino de Dios Uno y Trino, Ser que
es el que actualiza a todas las esencias en su perfección, entre ellas, la
alegría, por lo que es la Alegría perfecta y la Alegría personificada en sí
misma. En otras palabras, cuando Jesús dice a las piadosas mujeres –y, por su
intermedio, a toda la Iglesia universal- “¡Alégrense!”, no está mandando una
alegría forzada, superficial, ni meramente emotiva o afectiva: está diciendo
que se alegren porque, a partir de Él y de su Resurrección, ahora comenzarán a
participar de su vida divina y Él les comunicará de la plenitud infinita de
esta su vida, y de entre todos los dones y perfecciones inagotables e
inimaginables que tiene su vida divina, se encuentra su Alegría infinita, que
es con la cual se alegrarán.
“¡Alégrense!”. El mismo mandato que da
Jesús resucitado a las piadosas mujeres en el jardín de la resurrección, nos lo
da a nosotros desde la Eucaristía, en donde se encuentra vivo, glorioso,
resucitado, lleno de la vida, de la luz y del amor de Dios Trino. Ahora bien,
Jesús nos manda alegrarnos, sabiendo que vivimos en este “valle de lágrimas” y
que vivimos en medio de “tribulaciones y persecuciones”, puesto somos hijos de
la Iglesia, y por lo tanto, si Él fue perseguido y atribulado (cfr. Mt 5, 11ss), no podemos menos nosotros,
como Iglesia, ser también perseguidos y atribulados por el mundo: es decir, nos
manda alegrarnos no en situaciones de alegrías mundanas, sino en medio de la
persecución y de la tribulación del mundo. Y si Jesús manda alegrarnos, es
porque la fuerza de su Alegría divina nos ayudará a llevar nuestra cruz en pos
de Él, por el Camino del Calvario, con gozo y alegría, aun con lágrimas en los
ojos, lo cual quiere decir que por la tribulación de la cruz, nos conduce a la
gloria de su luz y a su eterna bienaventuranza.
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