“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc
6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de
los más grandes peligros para la fe: la incredulidad, consecuencia del acostumbramiento y la rutina ante lo
maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante
suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra
milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y
desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra
del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus
enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús
el carpintero, el hijo de María”.
El
problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está
ocasionado por la necedad, y la necedad, a su vez, no deja lugar para el
asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el necio no
aprecia lo que lo supera; el necio desprecia lo que se eleva más allá de sus
estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el necio, al ser
deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el
destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla,
trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.
“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la
necedad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las
palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en
Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es
imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir
estas cosas”.
Lo
mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la
Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al
mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo
Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado;
asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios
derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen
preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso
que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero
místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados
por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que
jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y
trabajos cotidianos.
El
acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa
grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la
apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas
terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es
la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y
rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.
“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan neciamente los
contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría
divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no
sirve para nada?”. Se dicen neciamente los cristianos, dejando a la Sabiduría
encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.
Para
no caer en la misma necedad, imploremos la gracia no solo de no ser necios,
sino ante todo del asombro ante la más grandiosa manifestación del Amor divino,
la Eucaristía.
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