“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron” (cfr. Mt 13, 10-17). Jesús felicita a sus discípulos porque ellos ven y oyen lo que muchos justos y santos del Antiguo Testamento desearon ver y oír, y no pudieron.
¿De qué se trata? ¿Qué es esta visión que produce felicidad, y qué es aquello que debe ser escuchado, para experimentar dicha en el alma?
Podría pensarse que Jesús habla de sus milagros, puesto que sus discípulos lo han visto devolver la vista a los enfermos, dar la vista a los ciegos, hacer oír a los sordos, resucitar a los muertos, y han oído las aclamaciones de alegría de las multitudes que no salían de su asombro ante sus prodigios.
Sin embargo, a pesar de la espectacularidad de los milagros, y de sus indudables beneficios para el hombre, no esto lo que produce la felicidad a la vista y al oído.
Lo que hace feliz al hombre, con una felicidad inconcebible, inimaginable porque no hay nada creado que se le pueda comparar, es ver y oír a la Persona divina del Hijo de Dios, encarnada en una naturaleza humana.
Quienes ven a Jesús y lo oyen, pueden ser llamados, con toda verdad, “dichosos”, porque Él es Dios en Persona, que ha venido a este mundo que ha venido a este mundo para perdonar al hombre y comunicarle de su gracia, de su vida y de su alegría divina, como preludio de la vida feliz en la eternidad.
Análogamente, para el cristiano, lo que produce felicidad celestial, sobrenatural, es la contemplación de la Eucaristía, porque detrás de la apariencia de pan, que es lo que aparece a los sentidos, la fe nos hace ver la Presencia real del Hombre-Dios Jesucristo, y es la audición de las palabras de la consagración en la Santa Misa: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”, porque se trata de palabras pronunciadas por el mismo Jesucristo en Persona, que es el Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, aunque vehiculizadas a través de las palabras pronunciadas por el sacerdote ministerial.
“Dichosos vuestros ojos y oídos, porque ven y oyen lo que muchos quisieron y no pudieron”. ¿Cuántos paganos, hombres y mujeres, de buena voluntad, no saltarían de gozo y de alegría por asistir a una Misa, una vez enterados de qué cosa es la Misa?
Sin embargo, para muchos cristianos, asistir a Misa, escuchar las palabras de la consagración y recibir la Eucaristía es igual a no ver y no oír nada, y así transcurren la vida en la monotonía, la tibieza y la tristeza.
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