viernes, 14 de febrero de 2014

“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”





(Domingo VI - TO - Ciclo A – 2014)
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…” (Mt 5, 20-22a. 27-28. 33-34a 37). Los fariseos y escribas pasaban por ser muy estrictos en el cumplimiento de sus deberes religiosos; sin embargo, Jesús nos sorprende al decirnos que si nuestra justicia no es todavía “más estricta” que la de ellos, no entraremos en el Reino de los cielos. Luego de decirnos esto, Jesús pasa a enumerar algunos ejemplos de cómo debe nuestra justicia superar a la de los escribas y fariseos, poniendo en primer lugar lo que estaba prescripto y luego lo que Él viene a corregir: “Se dijo: No matarás, pero yo les digo si alguien se irrita…; se dijo: no cometerás adulterio, pero yo les digo: si alguien mira a una mujer con malos deseos…; se dijo: no jurarás falsamente, pero yo les digo: no jurarán de ningún modo…”.
         Lo que podemos notar con esta enumeración –que no agota ni mínimamente todos los deberes del cristiano- es que, con Jesús, las exigencias para ser justos son muchísimo más altas que las de los escribas y fariseos. En efecto: si antes, para ser justos, bastaba con simplemente “no matar”, ahora, con Jesús, para ser justos, no basta con simplemente “no matar”: ahora, si alguien “se irrita” contra su prójimo, ya cometió pecado contra él y contra Dios; si antes, para ser justos, bastaba con no cometer físicamente adulterio con la mujer del prójimo, ahora, a partir de Jesús, si alguien simplemente mira con malas intenciones y consiente los malos deseos a la mujer del prójimo, ya cometió el pecado de adulterio y pecó mortalmente, y así sucesivamente.
         “Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. Jesús advierte claramente que hay una diferencia considerable entre la justicia del Antiguo Testamento y la justicia del Nuevo Testamento, la justicia que Él viene a implementar por la gracia santificante. Si la justicia del Antiguo Testamento era extrínseca y material, ahora, la justicia del Nuevo Testamento, es interior y espiritual, y la razón es que en virtud de la gracia santificante Dios no solamente está “cercano” o “próximo” al hombre, sino que inhabita en su interior, en lo más profundo de su acto de ser metafísico, haciéndolo partícipe de su vida divina y convirtiendo su cuerpo en templo de su propiedad e inhabitando en él (cfr. 1 Cor 6, 19). Puesto que su cuerpo ha sido adquirido al precio altísimo de la Sangre del Cordero, y debido a que inhabita en su corazón por la gracia santificante, nada de lo que sucede en el hombre pasa inadvertido para Dios, porque Dios se encuentra en el cristiano que ha sido bautizado, como en su sagrario, como en su altar, como en su templo. Es por esto que el cristiano que vive en gracia, glorifica a Dios y lo honra, como es también cierto que el cristiano que vive en pecado y profana su cuerpo de diversas maneras –con la lujuria, la pereza, la ira, la gula, la borrachera, las idolatrías diversas, etc.-, profana a la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, a quien pertenece el cuerpo, ofendiéndolo gravemente según sea el pecado que se trate.
         La inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el cuerpo del cristiano es lo que explica que la justicia del cristiano deba ser mucho más estricta que la de los escribas y fariseos y que la medida del amor deba ser mucho más alta que la de ellos. Es esta inhabitación del Amor de Dios en el corazón mismo del cristiano el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera enojarse con su prójimo sin cometer ya un pecado contra el Divino Amor, porque Dios es Mansedumbre, y es lo que hace que el enojo, la impaciencia, y mucho más, la ira, expulsen al Espíritu Santo por el pecado, del corazón del cristiano; es esta Presencia del Divino Amor en el corazón del cristiano, el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera consentir el más mínimo pensamiento ni deseo de impureza, porque Dios es Espíritu Purísimo, y es lo que hace que la impureza carnal y mucho más la lascivia y la lujuria, pero también la impureza mental y espiritual, que es la herejía y el cisma, expulsen al Espíritu Santo, por el pecado de la impureza carnal y por la impureza espiritual, del corazón del cristiano.
Es por esto que se equivocan quienes acusan al cristianismo de ser sensiblero y afectivo -o también se equivocan quienes pretenden vivir un cristianismo sensiblero o afectivo-, porque en la Nueva Ley de Cristo, la medida de la justicia es mucho más estricta que en la de los fariseos y esto es válido tanto para el bien como para el mal, porque lo que el cristiano haga a su prójimo, eso le será devuelto centuplicado.
Es entonces en virtud de esta inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad en el alma del cristiano, que la justicia será mucho más estricta para los cristianos que para los paganos. Es por esto que Jesús advierte a sus seguidores con toda claridad que la aplicación de la Justicia Divina será mucho más severa y rigurosa para los cristianos que para los gentiles: “La medida que apliquéis con los demás, se aplicará también con vosotros” (Mt 7, 1-5).
“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos…”. A partir de Jesús, no basta con decir: “No mato, no robo, no hago nada malo, vengo a misa de vez en cuando, rezo algunas veces”. La Nueva Ley de Cristo, que es la Ley del Amor, corrige no solo la injusticia y la iniquidad, sino también la tibieza. La Presencia del  Espíritu Santo por la gracia en el corazón del justo se reconoce no tanto por la escrupulosidad en evitar el pecado o por la rigurosidad en el cumplimiento de las normas rituales, sino por el ardor del amor a Dios y al prójimo que incendia su corazón y que se expresa, más que en palabras, en silenciosas obras de misericordia, en virtudes heroicas vividas cotidianamente, en la cruz cargada todos los días en pos de Cristo, en el Rosario desgranado en unión mística con María Virgen y en fervorosas comuniones eucarísticas.

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