(Domingo VI - TO - Ciclo
A – 2014)
“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el Reino de los cielos…” (Mt
5, 20-22a. 27-28. 33-34a 37). Los fariseos y escribas pasaban por ser muy
estrictos en el cumplimiento de sus deberes religiosos; sin embargo, Jesús nos
sorprende al decirnos que si nuestra justicia no es todavía “más estricta” que
la de ellos, no entraremos en el Reino de los cielos. Luego de decirnos esto,
Jesús pasa a enumerar algunos ejemplos de cómo debe nuestra justicia superar a
la de los escribas y fariseos, poniendo en primer lugar lo que estaba
prescripto y luego lo que Él viene a corregir: “Se dijo: No matarás, pero yo
les digo si alguien se irrita…; se dijo: no cometerás adulterio, pero yo les
digo: si alguien mira a una mujer con malos deseos…; se dijo: no jurarás
falsamente, pero yo les digo: no jurarán de ningún modo…”.
Lo que podemos notar con esta enumeración –que no agota ni
mínimamente todos los deberes del cristiano- es que, con Jesús, las exigencias
para ser justos son muchísimo más altas que las de los escribas y fariseos. En efecto:
si antes, para ser justos, bastaba con simplemente “no matar”, ahora, con
Jesús, para ser justos, no basta con simplemente “no matar”: ahora, si alguien “se
irrita” contra su prójimo, ya cometió pecado contra él y contra Dios; si antes,
para ser justos, bastaba con no cometer físicamente adulterio con la mujer del prójimo,
ahora, a partir de Jesús, si alguien simplemente mira con malas intenciones y
consiente los malos deseos a la mujer del prójimo, ya cometió el pecado de
adulterio y pecó mortalmente, y así sucesivamente.
“Si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el Reino de los cielos…”. Jesús advierte claramente que hay una
diferencia considerable entre la justicia del Antiguo Testamento y la justicia
del Nuevo Testamento, la justicia que Él viene a implementar por la gracia
santificante. Si la justicia del Antiguo Testamento era extrínseca y material,
ahora, la justicia del Nuevo Testamento, es interior y espiritual, y la razón
es que en virtud de la gracia santificante Dios no solamente está “cercano” o “próximo”
al hombre, sino que inhabita en su interior, en lo más profundo de su acto de
ser metafísico, haciéndolo partícipe de su vida divina y convirtiendo su cuerpo
en templo de su propiedad e inhabitando en él (cfr. 1 Cor 6, 19). Puesto que su cuerpo ha sido adquirido al precio altísimo de la Sangre del Cordero, y debido a que inhabita en su corazón por la gracia santificante, nada de lo que sucede en el hombre pasa inadvertido para Dios, porque
Dios se encuentra en el cristiano que ha sido bautizado, como en su sagrario, como en su altar, como en su templo. Es por
esto que el cristiano que vive en gracia, glorifica a Dios y lo honra, como es
también cierto que el cristiano que vive en pecado y profana su cuerpo de
diversas maneras –con la lujuria, la pereza, la ira, la gula, la borrachera,
las idolatrías diversas, etc.-, profana a la Tercera Persona de la Trinidad, el
Espíritu Santo, a quien pertenece el cuerpo, ofendiéndolo gravemente según sea
el pecado que se trate.
La inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad en el cuerpo del cristiano es lo que explica que la justicia del
cristiano deba ser mucho más estricta que la de los escribas y fariseos y que
la medida del amor deba ser mucho más alta que la de ellos. Es esta
inhabitación del Amor de Dios en el corazón mismo del cristiano el que hace que
un cristiano no pueda ni siquiera enojarse con su prójimo sin cometer ya un
pecado contra el Divino Amor, porque Dios es Mansedumbre, y es lo que hace que
el enojo, la impaciencia, y mucho más, la ira, expulsen al Espíritu Santo por
el pecado, del corazón del cristiano; es esta Presencia del Divino Amor en el corazón
del cristiano, el que hace que un cristiano no pueda ni siquiera consentir el
más mínimo pensamiento ni deseo de impureza, porque Dios es Espíritu Purísimo,
y es lo que hace que la impureza carnal y mucho más la lascivia y la lujuria,
pero también la impureza mental y espiritual, que es la herejía y el cisma,
expulsen al Espíritu Santo, por el pecado de la impureza carnal y por la
impureza espiritual, del corazón del cristiano.
Es
por esto que se equivocan quienes acusan al cristianismo de ser sensiblero y
afectivo -o también se equivocan quienes pretenden vivir un cristianismo sensiblero
o afectivo-, porque en la Nueva Ley de Cristo, la medida de la justicia es mucho
más estricta que en la de los fariseos y esto es válido tanto para el bien como
para el mal, porque lo que el cristiano haga a su prójimo, eso le será devuelto
centuplicado.
Es
entonces en virtud de esta inhabitación de la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad en el alma del cristiano, que la justicia será mucho más estricta para
los cristianos que para los paganos. Es por esto que Jesús advierte a sus
seguidores con toda claridad que la aplicación de la Justicia Divina será mucho
más severa y rigurosa para los cristianos que para los gentiles: “La medida que
apliquéis con los demás, se aplicará también con vosotros” (Mt 7, 1-5).
“Si
vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis
en el Reino de los cielos…”. A partir de Jesús, no basta con decir: “No mato,
no robo, no hago nada malo, vengo a misa de vez en cuando, rezo algunas veces”.
La Nueva Ley de Cristo, que es la Ley del Amor, corrige no solo la injusticia y
la iniquidad, sino también la tibieza. La Presencia del Espíritu Santo por la gracia en el corazón
del justo se reconoce no tanto por la escrupulosidad en evitar el pecado o por
la rigurosidad en el cumplimiento de las normas rituales, sino por el ardor del
amor a Dios y al prójimo que incendia su corazón y que se expresa, más que en
palabras, en silenciosas obras de misericordia, en virtudes heroicas vividas
cotidianamente, en la cruz cargada todos los días en pos de Cristo, en el
Rosario desgranado en unión mística con María Virgen y en fervorosas comuniones
eucarísticas.
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