“Habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 1-10). Jesús pone de manifiesto la inmensidad del Amor
Divino para con el frágil corazón humano al mostrar, como una característica
del Corazón de su Padre, la predilección con que su amor se inclina hacia los
más necesitados, contrastando con la mezquindad humana, que busca siempre a los
triunfadores[1].
Al revés de lo que hace el hombre, que se alegra con el pecador pero no porque
lo ame, sino porque ama el pecado que hay en él, sin que le interese su
conversión, Dios, por el contrario, se alegra con el pecador que se convierte,
es decir, que deja el pecado, que sale de su estado de pecador, porque Dios ama
al pecador, pero odia al pecado. Dios ama al pecador y odia al pecado y por eso
ama al pecador y se alegra cuando el pecador convierte su corazón, es decir,
detesta al pecado; el hombre, por el contrario, ama al pecado y al hombre
pecador, y odia la conversión, porque ama el pecado.
Mientras
el hombre no reconozca su pecado y la malicia intrínseca del pecado, no será
capaz de dimensionar el daño que éste le provoca a su alma y el daño principal es
el apartamiento de la comunión de vida y de amor con Dios Uno y Trino, tanto en
esta vida, como en la otra, si es que llega al fin de sus días terrenos en
estado de pecado mortal. La gravedad del estado de pecado mortal radica
precisamente en esto último: en el hecho de que la condenación eterna se vuelve
una dramática posibilidad, una posibilidad real, cierta, increíblemente y
pavorosamente cierta, que se va haciendo realidad a medida que pasan los
minutos, las horas, los días y los años, y el corazón del hombre continúa en un
estado de inexplicable cerrazón voluntaria a la gracia santificante. Precisamente,
lo único que puede sacar al corazón humano de este estado de cerrazón
voluntaria a la gracia –estado de pecado mortal- es la gracia misma que,
actuando en las potencias intelectivas y volitivas del hombre, lo lleve a
conocer y desear el vivir en estado de gracia y a querer salir del estado de
pecado, que es en lo que consiste la conversión del corazón.
Cuando
se da esta acción de la gracia, que iluminando la mente y el corazón rompe los
cerrojos que los atenazaban, ingresa en la mente y en el corazón, los ilumina
para que conozcan a Jesucristo y lo amen y lo reconozcan como a su Mesías y
Redentor y creyendo en Él reciban de Él la gracia de la conversión, convirtiéndose
la gracia en el motor que mueve el corazón desde la posición de no-converso –esto
es, desde la posición de postrado hacia las cosas bajas de la tierra, como el
girasol en la noche-, hacia el estado o posición de converso, que es iluminado
por el Sol naciente de Justicia, Jesucristo –esto es, como la posición del
girasol, que desde el amanecer, se yergue en busca del sol en el firmamento y
lo sigue durante todo su recorrido-, entonces es cuando se da la “gran alegría
en el cielo”, que será “mayor”, por ese pecador convertido, “que por noventa y
nueve que no necesitan conversión”.
Esta
alegría se dará ante todo en el Corazón del Padre, porque eso significará que
la Sangre de su Hijo no será derramada en vano, porque el Padre envió a su Hijo
tanto por toda la humanidad, como por un solo pecador, por lo que el envío de
su Hijo no habrá sido en vano; esta alegría se dará también en el Hijo, porque
su Santo Sacrificio de la Cruz tampoco será en vano, puesto que su Cuerpo será
entregado en la cruz, en el Calvario, y también en la Eucaristía, para ser
consumido por ese pecador arrepentido, y su Sangre será derramada en el
Calvario, para lavar los pecados de ese pecador, al pie de la cruz, y luego será
recogida en el cáliz eucarístico, en la Santa Misa, para servir de bebida
espiritual que concede la vida eterna a ese mismo pecador arrepentido; por
último, la alegría del pecador convertido será también para el Espíritu Santo,
quien verá así que su templo, el cuerpo del pecador arrepentido, será respetado
y conservado en buen estado, con mucho celo, no solo impidiendo toda clase de
profanación que pudiera irritar a la Dulce Paloma del Espíritu de Dios, que
provocara que esta Paloma del Espíritu Santo tuviera que ausentarse a causa de
las sacrílegas profanaciones, sino que el pecador arrepentido y convertido
convertirá, en el cuerpo que ya no es más suyo, sino del Espíritu de Dios, que
es su Dueño, en un magnífico templo en el que resonarán cánticos y alabanzas a
Dios Uno y Trino, y en el que resplandecerá el corazón como tabernáculo
viviente en el que será alojada y adorada la Eucaristía, bajo la guía de la
Madre y Maestra de los Adoradores Eucarísticos, Nuestra Señora de la
Eucaristía, quien será la que le enseñará a adorar a su Hijo Jesús en “espíritu
y verdad”, día y noche. También se alegra el Ángel de la Guarda del pecador
convertido, porque de esa manera se une a él en aquello que el Ángel más sabe
hacer: adorar, alabar, bendecir, glorificar, en compañía de María Santísima y de los demás
Ángeles, a Dios Uno y Trino y a Jesús en la Eucaristía, presentes por la
gracia, en el alma del pecador convertido.
Por
todo esto, “hay gran alegría en el cielo por un pecador que se convierte”.
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