(Domingo III - TA - Ciclo C - 2024
– 2025)
“El Mesías los bautizará con Espíritu
Santo (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar
la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc
3, 10-18). Una de las características principales del Adviento es la
penitencia; sin embargo, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia hace un
paréntesis en la penitencia, para dar rienda suelta a la alegría, en vistas a
la próxima Venida de su Mesías. Este hecho se ve reflejado en las lecturas
elegidas para la liturgia de la Palabra: el Profeta, el Salmista y el Apóstol
llaman, a Israel primero y al Pueblo de Dios después, a la alegría, a “estar
alegres”: “Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta
con todo tu ser, hija de Jerusalén”; en el Salmo se dice: “Gritad jubilosos,
habitantes de Sión, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel” y en
Filipenses: “Alegraos siempre en el Señor”. ¿Cuál es la razón de esta alegría y
de qué alegría se trata? Se trata de una alegría que no es de origen natural,
humano, ni siquiera de origen angelical: la razón de la alegría está en la
descripción que hace Juan el Bautista acerca del origen del Mesías; es un
origen divino, porque mientras el Bautista bautiza “con agua”, el Mesías que viene,
que es Dios, bautiza “con Espíritu Santo y fuego”. Ésta es la razón de la
alegría de la Iglesia: el que viene para Navidad no es un hombre más entre
tantos, tampoco es un hombre santo, ni siquiera el más santo entre los santos,
sino el Hombre-Dios, que es la Santidad Increada en Sí misma, y es por eso que tiene
el poder de salvar a los que creen en Él –“reunir su trigo en el granero”- y
tiene el poder para arrojar en el Infierno a los que rechazan su gracia y
salvación –“quemar la paja en una hoguera que no se apaga”-. Entonces, el
Mesías será un Hombre-Dios y no un hombre simplemente y ésa es la razón de la
alegría de la Iglesia en este tercer Domingo de Adviento. Si fuera un simple
hombre, no habría esperanza alguna de salvación y no habría motivo alguno de
alegría.
Es muy importante distinguir entre el
bautismo del Bautista y el bautismo de Jesús, ya que el primero no quita el
pecado, mientras que el bautismo de Jesús no solo quita el pecado del alma con
su Sangre Preciosísima, sino que además la hace partícipe de la vida divina del
Ser divino de la Santísima Trinidad. Esto se debe a que Cristo es Dios y es la
razón, como dijimos, de la alegría de la Iglesia en la Navidad, porque el Niño
que nace en el Portal de Belén no es un niño más entre tantos, sino el Niño Dios,
Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios Hijo en Persona. El Nacimiento de Dios
Niño en Belén inunda a la Iglesia Católica de una alegría sobrenatural,
celestial, divina, porque ese Niño que es Dios es la misma Alegría Increada, es
decir, de Él brota la Alegría verdadera y toda alegría buena y santa brota de
Él como de su Fuente y ninguna alegría que no sea buena y santa no tiene ningún
otro origen que el Niño de Belén. A esta alegría se refiere Santa Teresa de los
Andes cuando dice que “Dios es Alegría infinita” y también Santo Tomás cuando
dice que “Dios es Alegría Eterna” y es esta alegría, eterna e infinita, la que
el Niño de Belén comunica a la Iglesia y la que la Iglesia comunica al mundo en
Navidad.
Pero también, además de la alegría, en Navidad,
resplandece sobre la Iglesia el resplandor y el fulgor de la luz divina y eterna
del Niño Dios porque el Niño Dios, en cuanto Dios, es Luz divina y eterna. Por esta
razón la Iglesia Católica no solo comunica al mundo la Alegría de Dios sino también
la Luz de la gloria de Dios, porque sobre Ella resplandece con resplandor eterno
la Luz divina del Verbo de Dios que es Cristo que nace en Belén; así, en
Navidad resplandece para la Iglesia, el fulgor esplendoroso de la luz eterna de
la gloria de Dios y también amanece para ella el resplandor de la alegría
divina. Así exclama con alegría a la Iglesia el Profeta: “¡Levántate y
resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira,
las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los
pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti” (cfr. Is 60, 1-2). La Iglesia se cubre con el resplandor de la luz de la
gloria divina, porque el Niño que nace en Belén es la Gloria Increada de Dios
Trino y esa gloria es luz y luz eterna, que hace resplandecer a la Iglesia con
el esplendor de la Trinidad y es esa luz divina y eterna la que la Iglesia
comunica a los hombres de buena voluntad en Navidad.
Nosotros, los hijos de la Iglesia, Parafraseando al
Profeta Isaías, contemplando el Nacimiento del Niño Dios, decimos: “¡Levántate,
resplandece y brilla con luz eterna, Esposa del Cordero de Dios! ¡Revístete de
la gloria divina, porque ha nacido Aquel que es la Majestad Increada, el
Esplendor de la gloria del Padre! ¡Levántate, Jerusalén y alégrate, porque el
Mesías te brindará su luz, su paz y su alegría!”.
Entonces, en el tercer Domingo de Adviento, la Iglesia
Católica vive, con anticipación, la alegría celestial que desde el Pesebre de
Belén el Niño Dios le comunica con su virginal y glorioso Nacimiento. En
Navidad, la Iglesia Católica se alegra con el milagroso Nacimiento del Niño
Dios porque Él es la Alegría Increada y la Luz Eterna y hace brillar sobre ella
su luz divina porque el Niño de Belén es la Luz Increada, es la luz de Dios,
Luz que es una Luz Viva, que da la vida divina trinitaria y santifica al alma a
la que ilumina, porque le comunica la Vida divina de la Trinidad. Es por esto
que nosotros, los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido, nos alegramos en
Navidad: porque ha nacido en Belén el Hijo de Dios Padre encarnado, que es la Luz
Divina y Eterna y la Alegría Increada en sí misma y que nos comunica de su Luz
y de su Alegría en cada Comunión Eucarística.
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