jueves, 21 de junio de 2012

No llores si me amas - Sermón en homenaje a mi Madre, en la Casa del Padre desde hace nueve días




         Cuando se produce la muerte de un ser querido –una madre, un padre, un hermano, un esposo, un amigo-, se engendra en el corazón un dolor profundo, entrañable, intenso, indescriptible, tan agudo y fuerte, que parecería que no se puede resistir.
         Sin embargo, como cristianos, no podemos quedarnos en el mero hecho de la muerte, porque la muerte no es más que un paso, una puerta, que se abre para dar paso a otro estado de vida, la vida eterna. Como cristianos, no podemos nunca permanecer en el fenómeno de la muerte, ya que esto sería ver solo una parte de la realidad, y significaría quedarnos en la superficie de lo que sucede.
         Si somos cristianos, entonces debemos buscar las respuestas al dolor que provoca la muerte, en Cristo crucificado, y en la Virgen de los Dolores, al pie de la cruz.
         Solo ahí, arrodillados ante Cristo crucificado, encontraremos sentido al dolor que parece aplastar y triturar al corazón.
         En Cristo crucificado aprendemos muchas cosas que mitigan, alivian, y hasta hacen desaparecer el dolor, para dar paso a la alegría: lo primero, es que Cristo ha resucitado, y porque Él ha resucitado, nosotros y nuestros seres queridos, también habremos de resucitar; en Él tenemos la esperanza cierta del reencuentro con aquellos a los que amamos, para no dejarlos ya más. Otra cosa que aprendemos en la contemplación de Cristo crucificado, es que Él ha hecho por nuestros seres queridos muchísimo más de lo que nosotros hayamos podido hacer, por el solo motivo de que si nosotros los amamos, Él los ama con un amor infinitamente más grande y perfecto que el nuestro: Él, por amor a quienes amamos y nos han dejado, sufrió sus mismas penas, sus mismos dolores, sus mismas agonías, sus mismas muertes, para tomarlas para sí, y devolverles en cambio dulzura, paz, alegría infinita.
         Como cristianos, no podemos nunca ver en la agonía y en la muerte solo a nuestros seres queridos: Jesús sufrió en ellos y por ellos, y para ellos, cuando estaba en el Huerto de los Olivos, hace dos mil años. Es lo que le dijo a Luisa Piccarretta: “…debes saber, oh hija, que en estas tres horas de amarguísima agonía he reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida. Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi muerte se cambiarán para ellas en fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me cuestan las almas! ¡Si por lo menos fuera correspondido! Es por eso que tú has visto que por momentos moría para luego volver a respirar: eran las muertes de las criaturas que sentía en mí”[1].
         ¡Qué palabras consoladoras, las del Sagrado Corazón!: “He reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida”. Él ha sufrido la muerte de todos y cada uno de nuestros seres queridos, sus mismas agonías, sus mismos dolores, sus mismas penas, y las ha cambiado por su vida, por su paz, por su alegría, por su gozo, por su dicha eterna.
         ¡Cristo en el Huerto de Getsemaní ha sufrido la muerte de mi madre, de mi padre, de mis hermanos, la mía propia, la de todos los hombres, para destruirla y para darnos a cambio su propia vida, su propia alegría, su propia dicha eterna e infinita!
         Por esto mismo, al recordar la muerte de los seres queridos, no debemos nunca recordarlos a ellos solos, sino a Cristo en ellos, sufriendo por ellos, y para ellos, para convertirles el dolor, la amargura y la muerte, en dulzura sin fin y en vida eterna y alegre para siempre.
         Entonces, cuando el dolor surja profundo, incontenible, los cristianos elevamos la mirada a Cristo crucificado, y de Él nos viene la paz y la alegría de saber que por Él los sufrimientos y la muerte de los seres queridos han sido convertidos y transformados en alegría eterna, y esto nos da una paz y una alegría que superan con creces al dolor y la angustia de no tener físicamente a quienes más amábamos en la tierra.
Para nosotros, cristianos, la muerte en Cristo adquiere una nueva dimensión, en algo inimaginable: el dolor se convierte en alegría, la tristeza en dulzura, la muerte en vida, y por esto, ante el recuerdo de nuestros seres queridos fallecidos, surge una oración de agradecimiento: “¡Gracias te damos, oh Hombre Dios Jesucristo, porque padeciste los dolores y la muerte de quienes más amamos en esta tierra, para darles de tu propia vida y de tu alegría eterna! Apiádate también de nosotros, y en la hora de nuestra muerte, ven Tú, con tu Santa Madre, a buscarnos, para que nos reencontremos, en el cielo, a quienes nos dejaron por un tiempo, para que ya no nos separemos nunca más. Ven, Señor Jesús”.
Para nosotros, cristianos, la muerte no es ocasión de llanto y de dolor, sino de alegría y de paz, por la certeza de la vida eterna en Cristo, y por la esperanza de volver a verlos, por medio de su infinita Misericordia.
La certeza y la esperanza de volver a ver a los que amamos, es lo que hace decir a San Luis Gonzaga –quien murió joven- a su madre, escrita antes de su muerte: “Ilustre señora, no menosprecies la infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad sin fin. (…) Considera mi partida de este mundo, ilustre señora, como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas”[2].
Esta certeza y esta esperanza es la que explica la oración que compuso San Agustín, en ocasión de la muerte de su madre, Santa Mónica, poniéndose en su lugar y como escribiéndole a él desde el cielo: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos, los horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¡Cómo!... ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme. Cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. ¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz... y de Vida... ¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!”.





[1] Cfr. Las Horas de la Pasión, Tercera hora de agonía en el Huerto de Getsemaní.
[2] De una Carta de San Luis Gonzaga, dirigida a su madre, Acta Sanctorum Iunii 5, 878.

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