Cuando
se produce la muerte de un ser querido –una madre, un padre, un hermano, un
esposo, un amigo-, se engendra en el corazón un dolor profundo, entrañable, intenso,
indescriptible, tan agudo y fuerte, que parecería que no se puede resistir.
Sin
embargo, como cristianos, no podemos quedarnos en el mero hecho de la muerte,
porque la muerte no es más que un paso, una puerta, que se abre para dar paso a
otro estado de vida, la vida eterna. Como cristianos, no podemos nunca
permanecer en el fenómeno de la muerte, ya que esto sería ver solo una parte de
la realidad, y significaría quedarnos en la superficie de lo que sucede.
Si somos
cristianos, entonces debemos buscar las respuestas al dolor que provoca la
muerte, en Cristo crucificado, y en la Virgen de los Dolores, al pie de la cruz.
Solo
ahí, arrodillados ante Cristo crucificado, encontraremos sentido al dolor que
parece aplastar y triturar al corazón.
En
Cristo crucificado aprendemos muchas cosas que mitigan, alivian, y hasta hacen
desaparecer el dolor, para dar paso a la alegría: lo primero, es que Cristo ha
resucitado, y porque Él ha resucitado, nosotros y nuestros seres queridos,
también habremos de resucitar; en Él tenemos la esperanza cierta del
reencuentro con aquellos a los que amamos, para no dejarlos ya más. Otra cosa
que aprendemos en la contemplación de Cristo crucificado, es que Él ha hecho
por nuestros seres queridos muchísimo más de lo que nosotros hayamos podido
hacer, por el solo motivo de que si nosotros los amamos, Él los ama con un amor
infinitamente más grande y perfecto que el nuestro: Él, por amor a quienes
amamos y nos han dejado, sufrió sus mismas penas, sus mismos dolores, sus
mismas agonías, sus mismas muertes, para tomarlas para sí, y devolverles en
cambio dulzura, paz, alegría infinita.
Como
cristianos, no podemos nunca ver en la agonía y en la muerte solo a nuestros
seres queridos: Jesús sufrió en ellos y por ellos, y para ellos, cuando estaba
en el Huerto de los Olivos, hace dos mil años. Es lo que le dijo a Luisa Piccarretta:
“…debes saber, oh hija, que en estas tres horas de amarguísima agonía he
reunido en mí todas las vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y
hasta sus mismas muertes, dándole a cada una mi misma vida. Mis agonías
sostendrán las suyas; mis amarguras y mi muerte se cambiarán para ellas en
fuentes de dulzura y de vida. ¡Cuánto me cuestan las almas! ¡Si por lo menos
fuera correspondido! Es por eso que tú has visto que por momentos moría para
luego volver a respirar: eran las muertes de las criaturas que sentía en mí”[1].
¡Qué
palabras consoladoras, las del Sagrado Corazón!: “He reunido en mí todas las
vidas de las criaturas y he sufrido todas sus penas y hasta sus mismas muertes,
dándole a cada una mi misma vida”. Él ha sufrido la muerte de todos y cada uno
de nuestros seres queridos, sus mismas agonías, sus mismos dolores, sus mismas
penas, y las ha cambiado por su vida, por su paz, por su alegría, por su gozo,
por su dicha eterna.
¡Cristo
en el Huerto de Getsemaní ha sufrido la muerte de mi madre, de mi padre, de mis
hermanos, la mía propia, la de todos los hombres, para destruirla y para darnos
a cambio su propia vida, su propia alegría, su propia dicha eterna e infinita!
Por esto
mismo, al recordar la muerte de los seres queridos, no debemos nunca
recordarlos a ellos solos, sino a Cristo en ellos, sufriendo por ellos, y para
ellos, para convertirles el dolor, la amargura y la muerte, en dulzura sin fin
y en vida eterna y alegre para siempre.
Entonces,
cuando el dolor surja profundo, incontenible, los cristianos elevamos la mirada
a Cristo crucificado, y de Él nos viene la paz y la alegría de saber que por Él
los sufrimientos y la muerte de los seres queridos han sido convertidos y
transformados en alegría eterna, y esto nos da una paz y una alegría que
superan con creces al dolor y la angustia de no tener físicamente a quienes más
amábamos en la tierra.
Para nosotros, cristianos,
la muerte en Cristo adquiere una nueva dimensión, en algo inimaginable: el
dolor se convierte en alegría, la tristeza en dulzura, la muerte en vida, y por
esto, ante el recuerdo de nuestros seres queridos fallecidos, surge una oración
de agradecimiento: “¡Gracias te damos, oh Hombre Dios Jesucristo, porque
padeciste los dolores y la muerte de quienes más amamos en esta tierra, para
darles de tu propia vida y de tu alegría eterna! Apiádate también de nosotros,
y en la hora de nuestra muerte, ven Tú, con tu Santa Madre, a buscarnos, para
que nos reencontremos, en el cielo, a quienes nos dejaron por un tiempo, para que
ya no nos separemos nunca más. Ven, Señor Jesús”.
Para nosotros, cristianos,
la muerte no es ocasión de llanto y de dolor, sino de alegría y de paz, por la
certeza de la vida eterna en Cristo, y por la esperanza de volver a verlos, por
medio de su infinita Misericordia.
La certeza y la esperanza de
volver a ver a los que amamos, es lo que hace decir a San Luis Gonzaga –quien
murió joven- a su madre, escrita antes de su muerte: “Ilustre señora, no
menosprecies la infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras
como muerto al que vive en la presencia de Dios y que con su intercesión puede
ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. Esta
separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos
juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro
espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad
sin fin. (…) Considera mi partida de este mundo, ilustre señora, como un motivo
de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar
este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas”[2].
Esta certeza y esta
esperanza es la que explica la oración que compuso San Agustín, en ocasión de
la muerte de su madre, Santa Mónica, poniéndose en su lugar y como
escribiéndole a él desde el cielo: “No llores si me amas. ¡Si conocieras el don
de Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y
verme en medio de ellos! ¡Si pudieras ver desarrollarse ante tus ojos, los
horizontes, los campos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante
pudieras contemplar como yo,
la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¡Cómo!... ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme. Cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. ¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz... y de Vida... ¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!”.
la belleza ante la cual las bellezas palidecen! ¡Cómo!... ¿Tú me has visto, me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme y amarme en el país de las inmutables realidades? Créeme. Cuando la muerte venga a romper las ligaduras, como ha roto las que a mí me encadenaban, cuando llegue un día que Dios ha fijado y conoce, y tu alma venga a este cielo en que te ha precedido la mía, ese día volverás a verme, sentirás que te sigo amando, que te amé, y encontrarás mi corazón con todas sus ternuras purificadas. ¡Volverás a verme en transfiguración, en éxtasis, feliz! Ya no esperando la muerte, sino avanzando contigo, que te llevaré de la mano por senderos nuevos de Luz... y de Vida... ¡Enjuga tu llanto y no llores si me amas!”.
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