lunes, 11 de febrero de 2013


¡Te agradecemos de todo corazón, Santo Padre Benedicto XVI, tu servicio a la Santa Madre Iglesia! ¡Que el Espíritu Santo suscite un sucesor con tu misma fe, sabiduría y caridad!

miércoles, 6 de febrero de 2013

“Fueron a predicar, exhortando a la conversión”



“Fueron a predicar, exhortando a la conversión” (Mc 6, 7-13). Jesús envía a los discípulos a predicar la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios y al enviarlos les concede poder para realizar signos o milagros –curación de enfermos, expulsión de demonios- que actuarán reforzando la fe de quienes escuchen.
El motivo por el cual Jesús da este poder divino a sus discípulos, como el curar enfermos o expulsar demonios, es ayudar a la conversión, porque la conversión es esencial para poder entrar a ese Reino de los cielos que “está cerca” y “ya ha llegado”.
Aun cuando la concesión de poderes divinos sea la causa de los signos extraordinarios que acompañan la misión, el objetivo de la prédica de los discípulos no es ni la curación de enfermos ni la expulsión de demonios, sino la conversión: “Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”, y el motivo es que sólo un corazón convertido es capaz de recibir primero en la tierra, en la mente y en el corazón, la noticia del Reino, y de entrar después, en la vida eterna, en el Reino de los cielos.
La conversión es algo absolutamente necesario para la salvación porque, como consecuencia del pecado original, el corazón humano ha quedado invertido y mirando en un sentido opuesto al sentido original, de manera tal que si en el momento de su creación fue creado orientado a Dios -para poder así recibir de Él su influjo vital, su luz, su amistad, su amor-, a causa del pecado original, ha quedado orientado hacia el sentido opuesto, es decir, ha quedado orientado hacia las cosas terrenas, hacia la oscuridad, hacia las propias pasiones, hacia el mundo, hacia las tinieblas. Además de invertido el sentido, el corazón sin conversión es duro como una piedra, negro como el carbón y frío como el hielo, y es imposible de toda imposibilidad que pueda salir de ese estado con sus solas fuerzas naturales.
         Sólo la gracia santificante puede obrar el milagro de la conversión del corazón, es decir, del retorno del corazón hacia su orientación primigenia, el rostro de Dios. Sólo la gracia santificante puede hacer que el corazón deje de mirar hacia las cosas terrenas y bajas, y se vuelva hacia el Sol de justicia, que es Dios, en un movimiento que recuerda al de los girasoles en el paso de la noche al día, cuando ante la salida del sol, se orientan y siguen su recorrido por el cielo. Sólo la gracia santificante puede hacer que el corazón no solo deje de ser duro, frío y negro, sino que se convierta en una imagen viviente del Sagrado Corazón. Sólo la gracia santificante puede obrar el milagro de la conversión del corazón, conversión por medio de la cual deja de mirar las cosas de la tierra, para orientar la mirada del alma hacia el Sol del Nuevo Amanecer, el Sol que sale en el horizonte de la eternidad, el altar eucarístico, Jesús Eucaristía.
         “Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”. El alma que se convierte contempla, como el girasol al sol, al Sol de justicia, la Eucaristía, y se deja iluminar por su luz, luz que es Amor y Vida eterna.

“Navega mar adentro y echa las redes”



(Domingo V - TO - Ciclo C - 2013)
         “Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). A pesar de que Pedro y los demás pescadores han pasado la noche intentando pescar en vano Jesús, contra toda lógica y sin tener en cuenta el cansancio de los pescadores, le ordena a Pedro navegar mar adentro y echar las redes. Pedro pretende hacerle ver a Jesús que han pescado toda la noche, pero obedece el mandato de Jesús. Para sorpresa y admiración de todos, la pesca es tan abundante, que las barcas amenazan con hundirse.
         En este episodio de la pesca milagrosa cada elemento tiene un sentido y un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; Pedro y los pescadores, el Papa y los cristianos; el mar es el mundo y la historia humana; los peces, son los hombres; la pesca de noche, es el “activismo”, o el trabajo apostólico de la Iglesia sin Cristo, basado en las solas fuerzas humanas, destinado desde el inicio al fracaso; la pesca milagrosa, de día y bajo las órdenes de Cristo, significa la misión de la Iglesia, que es fructífera sólo cuando confía en Cristo y su gracia; los peces que no son pescados a la noche, son los hombres a los que el mensaje evangélico no les llega, debido al activismo de los religiosos, que piensan que con sus esfuerzos, sin contar con Dios, lograrán conquistarlos; los peces en la red simbolizan a los hombres que ingresan en la Iglesia por la gracia santificante, que bendice el esfuerzo humano por inculturar el Evangelio. El activismo religioso, representado en la pesca infructuosa, es la actitud más peligrosa para la Iglesia, porque el religioso enfermo de activismo, es decir, que hace apostolado sin oración y sin contar con la gracia de Dios, se comporta en el fondo como un ateo, con lo cual pervierte la esencia de la religión, que es unir al hombre con Dios en el Amor; el religioso activista –y pueden existir instituciones enteras contagiadas y enfermas de activismo- se convierte así en una paradoja, en un ser monstruoso: un “ateo religioso”, que niega a Dios con su misma religión.
         El episodio nos muestra entonces el valor de la fe en Jesús, demostrada por Pedro, como Vicario de Cristo, que obedece a pesar de que humanamente la empresa no parece ser éxito. Si hubiera razonado humanamente, si hubiera confiado en su sola razón, sin abandonarse en Dios –cuyos designios son insondables, como el mar en el que debe adentrarse-, Pedro no habría logrado nunca pescar tal cantidad de peces, porque humanamente todo era contrario: ya habían intentado pescar toda la noche, hora propicia para la pesca; en consecuencia, estaba suficientemente demostrado que el lugar no era el adecuado; se habían empleado todos los medios y todos los hombres necesarios para la tarea, y todo había resultado un fracaso; por lo tanto, nada justificaba el intentar con la pesca.
         Pero Jesús no se detiene en las consideraciones humanas, y no por temeridad o desconocimiento, sino porque Él es Dios; Él es el Creador de los peces; Él es Creador del mar en donde se encuentran los peces; todo el universo le obedece al instante; basta que Él solamente lo desee, y los peces acudirán en número incontable, como de hecho sucede, a las redes. Jesús, en cuanto Dios, sabe qué es lo que sucederá; sabe que los peces le obedecerán y llenarán las redes, porque todo el Universo le obedece como a su Dios y Creador.
         Todo el Universo le obedece, pero menos el hombre, que dotado de inteligencia y libertad, haciendo mal uso de esos dones, se ha rebelado contra su Creador, siguiendo en esa rebelión al ángel caído, el Príncipe de la mentira, el Homicida desde el principio.
         En este sentido, la obediencia de Pedro, basada en la fe en Cristo como Palabra eterna del Padre, representa la obediencia de la Iglesia, en donde se origina la Nueva Humanidad, la Humanidad nacida por la gracia y convertida en hija adoptiva de Dios. La fe de Pedro en la Palabra de Jesús repara, de esta manera, la desobediencia original de Adán y Eva, y si estos por la desobediencia perdieron todos los dones, la Iglesia, por la obediencia a Cristo, obtiene esos dones y más todavía, porque por la gracia redime a la humanidad perdida, Redención a su vez simbolizada en los peces que quedan atrapados en la red.
           “Navega mar adentro y echa las redes (...) Si tú lo dices, echaré las redes”. El episodio evangélico nos deja entonces como enseñanza que nuestra fe en Cristo debe ser como la fe de Pedro, el Vicario de Cristo. Si queremos saber en quién tenemos que creer y cómo tenemos que creer, lo único que debemos hacer es mirar al Santo Padre, el Vicario de Cristo y creer en quien cree él y como cree él. El Papa es nuestro modelo de fe en Cristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana, y es modelo de cómo debe ser nuestra fe en Cristo en todo momento: creer contra toda esperanza en la Palabra de Dios, aún cuando parezca humanamente que todo está perdido: "Si Tú lo dices, echaré las redes".           
         “Navega mar adentro y echa las redes”. Pedro y la Iglesia, simbolizados en la barca que se adentra en el mar, son enviados por Cristo, Palabra eterna del Padre; el envío misional de Pedro y de toda la Iglesia, se produce luego del encuentro con Cristo, Palabra encarnada del Padre, y el éxito -la salvación eterna de los hombres- está garantizado desde el inicio, desde el momento en que la misión está bajo la guía de Jesucristo y su Espíritu, y no bajo el mero esfuerzo humano del hombre sin Dios.
Este envío luego del encuentro con Cristo está anticipado en el Antiguo Testamento, en el episodio del profeta Isaías: es enviado a misionar luego de ser purificados sus labios con una brasa ardiente, símbolo de la Eucaristía. De la misma manera a como el profeta Isaías es enviado a la misión –“Aquí estoy, envíame”- luego de que sus labios son purificados por el contacto con la brasa ardiente tomada del altar con las pinzas, por el ángel de Dios, así el creyente que asiste a la Santa Misa es enviado a la misión, al mundo, al finalizar la Misa, luego de recibir el Ántrax o Carbón ardiente, nombre dado por los Padres de la Iglesia al Cuerpo de Cristo. Y si el profeta Isaías se enciende en ardor misionero –“Aquí estoy, envíame”, le dice a Yahvéh- y es enviado a misionar luego de ser purificados sus labios con una brasa, con cuánta más razón el cristiano debe ver encendido su ardor misionero, desde el momento en que no son sus labios los que son purificados por una brasa ardiente, sino que su corazón es abrasado en el Amor divino, al entrar en contacto con el Carbón ardiente, el Ántrax, el Cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía. Inflamado su corazón en el Amor de Dios, comunicado por la Eucaristía así como el fuego del leño se comunica al pasto seco y lo hace arder, así el cristiano debe decir a Dios: “Aquí estoy, envíame al mundo, a proclamar tu Amor”. Así, enviado por la Palabra de Dios, navegará mar adentro, en el mundo y en la historia de los hombres, y bajo la guía del Espíritu de Dios, obtendrá algo más grande que pescar abundantes peces: obtendrá la salvación eterna de muchas almas.

martes, 5 de febrero de 2013

“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”



“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc 6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de los más grandes peligros para la fe: la incredulidad, consecuencia del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús el carpintero, el hijo de María”.
El problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está ocasionado por la necedad, y la necedad, a su vez, no deja lugar para el asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el necio no aprecia lo que lo supera; el necio desprecia lo que se eleva más allá de sus estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el necio, al ser deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla, trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.
“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la necedad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir estas cosas”.
Lo mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado; asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y trabajos cotidianos.
El acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.
“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan neciamente los contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no sirve para nada?”. Se dicen neciamente los cristianos, dejando a la Sabiduría encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.
Para no caer en la misma necedad, imploremos la gracia no solo de no ser necios, sino ante todo del asombro ante la más grandiosa manifestación del Amor divino, la Eucaristía.

lunes, 4 de febrero de 2013

“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”



“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas” (Mc 5, 21-43). Jesús obra dos milagros que demuestran su condición de Hombre-Dios: cura a la mujer hemorroísa, y resucita a la hija del jefe de la sinagoga, Jairo. Además de tener en cuenta la espectacularidad de la obra, los dos milagros se caracterizan porque previo a su realización, los destinatarios de los milagros, la mujer hemorroísa y Jairo, el padre de la niña, demuestran una fe sólida. La mujer demuestra la fe cuando dice: “Con sólo tocar su manto, quedaré curada”; es decir, la fe de esta mujer es tan grande, que no le importa que Jesús ni la mire, ni le dirija unas palabras, como en otros milagros; para ella lo único necesario es tocar su manto, porque siendo el manto del Hombre-Dios, quedará curada. Su fe es tan fuerte, que no le importa que Jesús ni siquiera la mire; basta con tocar su manto. Con Jairo, el jefe de la sinagoga, sucede lo mismo: su hija agoniza, pero tiene fe en Jesús; todavía más, su hija ya ha muerto, antes de que llegue Jesús, pero sigue creyendo, y todavía más fuerte, porque Jesús le dice: “Basta que creas”. Es decir, Jesús le dice que no importa que haya muerto, basta que siga creyendo como hasta ese entonces. Y al igual que con la mujer hemorroísa, la recompensa a tan grande fe, es la concesión de algo que parecía imposible, y es la resurrección de su hija que ya había fallecido.
“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”, les dice Jesús a la mujer hemorroísa y a Jairo, respectivamente, incentivándolos a creer, a tener fe. Por supuesto que se trata de la fe en Él como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, como Segunda Persona de la Santísima Trinidad, como Dios Hijo encarnado por obra del Espíritu Santo y nacido de María Virgen; no se trata, en absoluto, de la perversión de la fe de las sectas.
En este sentido, es lastimoso constatar cómo muchísimos católicos desperdician el don de la fe recibido en el bautismo para volcarse a los ídolos, en vez de crecer en la fe en Cristo Dios. Estos tales, deberían tomar ejemplo de la mujer hemorroísa y de Jairo, y creer en Jesús como Dios y Hombre perfecto. Pero también nosotros debemos fijarnos en estos personajes del Evangelio porque en la enfermedad de la hemorroísa y en la muerte de la hija de Jairo están representadas también nuestras almas, enfermas o muertas por el pecado, y el único que puede curarnos y volvernos a la vida es Jesús.
Es por esto que debemos preguntarnos: si la mujer hemorroísa se curó con sólo tocar el manto de Jesús; ¿qué debería ocurrir con nosotros, que tomamos contacto no con una tela inerte como el manto, sino con su Sagrado Corazón Eucarístico, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y del Amor de Dios?
Si la hija del jefe de la sinagoga volvió a la vida con el solo hecho de que Jesús le dijera: “Talitá kum”, es decir, “Yo te lo ordeno, ¡levántate!”, ¿qué debería suceder con nuestra vida espiritual y nuestra santidad, desde el momento en que Jesús, más que hablarnos, viene a nuestros corazones en Persona, en cada comunión eucarística?
Debemos por lo tanto meditar en el tamaño y en la solidez de nuestra fe en Cristo Dios, recordando las palabras de Jesús: “Si tuvierais fe del tamaño de un grano de mostaza, le diríais a la morera: “Muévete y plántate en el mar”, y la morera se plantaría en el mar” (cfr. Lc 17, 6). Si no sucede así, quiere decir entonces que nuestra fe es muy débil. Pero lo que podemos hacer es unir nuestra débil fe a la fe de la Iglesia, fe por la cual sucede un prodigio inimaginablemente más grande que una morera se desarraigue y se plante en el mar: por la fe de la Iglesia, el Dios de infinita majestad, desciende de los cielos eternos a esa parcela de cielo en la tierra que es el altar eucarístico, obedeciendo a las palabras del sacerdote ministerial, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, y se queda en la Eucaristía para donar todo el Amor de su Sagrado Corazón al alma que lo recibe con fe y con amor.
“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”. Si unimos nuestra débil fe a la fe de la Iglesia, obtendremos un milagro más grande que la curación de una enfermedad o incluso el volver a vivir la vida terrena: recibiremos la Eucaristía, el Sagrado Corazón de Jesús, vivo y palpitante con el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y junto con Él, recibiremos en esta vida, en anticipo, la vida eterna.

domingo, 3 de febrero de 2013

“Sal de este hombre, espíritu impuro”


“Sal de este hombre, espíritu impuro” (Mc 5, 1-20). Jesús realiza un exorcismo, es decir, conjura a un demonio y le ordena imperativamente que salga del cuerpo de un poseso. Luego, al preguntarle el nombre, el demonio responde “Legión”, porque “son muchos”. De esta manera, el exorcismo inicial, en el que parecía haber un solo demonio, finaliza con la expulsión de varios demonios, los cuales terminan precipitándose en el lago después de poseer a una piara de cerdos.
El episodio demuestra la realidad de la existencia de los demonios, llamados “espíritus impuros” por Jesús, y también la existencia de la posesión diabólica, a pesar de que la teología progresista católica se empecine en negarla. Contrariando a la Revelación de Jesucristo, muchos teólogos, sacerdotes y laicos católicos niegan la existencia del demonio y por lo tanto niegan también la posesión diabólica. Las razones que aducen es que en el Evangelio se llama “posesos” a quienes en realidad son enfermos psiquiátricos o afectados por epilepsia, con lo cual demuestran una ignorancia culpable al no diferenciar un enfermo de un endemoniado.
A pesar de los intentos de la teología progresista de negar la existencia del demonio y de la posesión, esta última es una realidad innegable, toda vez que el demonio, llamado “la mona de Dios”, intenta imitarlo en la inhabitación de Cristo en el alma por la gracia santificante. En vez del alma, a la que no puede poseer, el demonio posee el cuerpo, y no por amor, sino por la fuerza, y no para donar amor, como hace Jesucristo, sino para torturar a la persona y hacerla sufrir.
“Sal de este hombre, espíritu impuro”. A lo largo de todo el Evangelio, Jesús aparece expulsando a los demonios que atormentan a los hombres, y de hecho, ha venido, según las Escrituras, para “destruir las obras del demonio” (cfr. 1 Jn 3, 8) y en este sentido, su muerte en la Cruz representa su máximo poder y acción exorcista, por cuanto representa la conjuración universal y definitiva dirigida a Satanás y a todo el infierno, conjuración por la  cual ordena, con el poder de su Sangre, que dejen libres a la humanidad y regresen al infierno. Es por esto que la Cruz es la señal más odiada por los ángeles caídos, por cuanto les recuerda su expulsión definitiva de la tierra y su precipitación para siempre en el infierno, que habrá de verificarse el Día del Juicio Final.
“Sal de este hombre, espíritu impuro”. Cristo expulsa a los demonios en el Evangelio, y da su vida en la Cruz para quitar a la humanidad del dominio del Dragón infernal; sin embargo, hoy se da una inimaginable paradoja, puesto que bajo la secta gnóstica de la Nueva Era, que prepara una iniciación luciferina planetaria, grandes masas de la humanidad se han volcado a las prácticas ocultistas, aumentando de modo alarmante la práctica del espiritismo, del esoterismo, del satanismo, y de toda clase de prácticas ocultas, llegando la inconsciencia al punto tal que el tablero ouija, elemento espiritista utilizado para hacer contacto directo con el demonio, se vende en jugueterías y supermercados como si fuera un juego para niños.
El panorama es tan desolador, al comprobar cómo inmensas masas de seres humanos se arrojan voluntariamente en brazos del demonio, que si Cristo viniese hoy, en vez de decir: “Sal de este hombre, espíritu impuro”, tendría que decir: “Hombre, aléjate del demonio”.

viernes, 1 de febrero de 2013

“Todos (…) estaban llenos de admiración por sus palabras (...) luego se enfurecieron y trataron de despeñarlo"



(Domingo IV – TO – Ciclo C – 2013)
“Todos (…) estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su boca (…) Al oír estas palabras (…) se enfurecieron y lo empujaron fuera de la ciudad (…) con la intención de despeñarlo” (Lc 4, 21-30). Sorprende el cambio radical de actitud de los que se encuentran en la sinagoga, ya que pasan de la admiración a la furia homicida. De hecho, no matan a Jesús en ese momento, porque Jesús es Dios y no lo permitió, pero la ira era tan grande, que de haberles sido concedida la posibilidad, hubieran arrojado a Jesús por el precipicio, tal como lo dice el evangelista Lucas: “llevaron fuera de la ciudad a Jesús con la intención de despeñarlo”.
¿Cuál es la razón del cambio tan radical en quienes escuchan a Jesús? Analizando sus palabras, podremos llegar a la respuesta. En un primer momento, Jesús les dice que “el Espíritu del Señor” se ha “posado sobre Él”, y que lo ha enviado a “anunciar la liberación a los cautivos y a dar la Buena Noticia a los pobres”, además de sanar a los enfermos. Cuando el mensaje es positivo y no toca directamente la necesidad de la conversión, todos están “admirados” de las “palabras de gracia” que salían de su boca. Es decir, cuando el mensaje no hace referencia a la necesidad del cambio, todo “está bien” para los asistentes a la sinagoga, porque esto quiere decir que por un lado, pueden asistir al servicio religioso y de esa manera tener tranquila la conciencia, porque se cumple con Dios, y por otro lado, se puede continuar con la vida de todos los días, vida caracterizada por la falta de caridad para con el prójimo y por la complacencia de las pasiones. Es decir, es como si los asistentes a la sinagoga dijeran: “Puedo asistir al servicio religioso, cumplir con Dios, y seguir con mi vida de pecado de todos los días, ya que no hay necesidad de conversión. Todo está bien, no tengo nada para cambiar en mi vida”. Así, es lógico que surja la aprobación a las palabras de Jesús.
Sin embargo, inmediatamente después, Jesús dice algo que cambiará substancialmente el ánimo de los asistentes a la sinagoga, porque precisamente les hace ver la necesidad imperiosa de la conversión del corazón.
Jesús les cita dos ejemplos del Antiguo Testamento: la visita del profeta Elías a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón (1 Re 17, 7-24). En ese episodio, Elías concede la lluvia esperada –la región llevaba tres años y medio de sequía- a través de esta viuda, que era pagana y no pertenecía al Pueblo Elegido, y no lo hace a través de las viudas de Israel. En teoría, debería haber concedido el milagro de la lluvia a través de alguna de las viudas de Israel, puesto que estas pertenecían al Pueblo Elegido, y sin embargo, lo hace a través de una viuda de origen pagano. La razón está en que esta viuda, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, demuestra que posee la esencia de la religión, que es el amor sobrenatural al prójimo, amor demostrado en la solicitud con la que atiende al profeta Elías: le da al profeta de su propio alimento, lo cual demuestra que, aunque no pertenece formalmente al Pueblo de Dios, posee sin embargo la esencia de la religión, que es la caridad. La viuda obra con caridad porque ofrenda la totalidad de los alimentos que tenía para su subsistencia y la de su hijo, y en recompensa, Dios le concede, a través del profeta Elías, la lluvia, que termina con la sequía, y que tanto la harina como el aceite no se terminen.
En el caso del general sirio con lepra que es curado (2 Re 5, 10-13), tampoco pertenece al Pueblo Elegido, pero al bañarse en el río según lo indica el profeta, demuestra que posee la otra cualidad esencial de la religión, que es la fe en la Palabra de Dios. En ambos casos, los dos protagonistas, la viuda y el rey, son paganos, no pertenecen al Pueblo Elegido, y sin embargo son elegidos por Dios para obrar en ellos sus milagros. El mensaje que les transmite Jesús entonces es: no basta con pertenecer formalmente a la Iglesia de Dios; se debe poseer la esencia de la religión, que es la caridad –como lo hace la viuda de Sarepta- y se debe poseer la fe, que debe manifestarse en obras –como lo hace el rey pagano que es curado de la lepra-.
La enseñanza en los dos episodios es que la esencia de la religión es la caridad –el episodio de la viuda de Sarepta- y que la fe en Dios debe traducirse en obediencia práctica a sus mandatos –el episodio del general sirio que es curado de su lepra-; la falta tanto de caridad como de fe hacen que Dios no se manifieste con sus milagros y portentos.
El mensaje indirecto es captado por los integrantes de la sinagoga: al desconfiar de Jesús, puesto que muchos dicen: “¿No es éste el hijo de José?”, demuestran que, a pesar de pertenecer al Pueblo de Yahvéh, no poseen ni fe ni caridad, y este es el motivo por el cual el ánimo cambia substancialmente, y de admiración por sus palabras, pasan a la furia homicida que lleva a intentar despeñar a Jesús.
Hoy sucede lo mismo con muchos cristianos: no tienen fe, porque no creen en Cristo como Hombre-Dios, muerto en Cruz y resucitado para la salvación de los hombres, y en consecuencia tampoco tienen caridad, porque la falta de fe en Jesús bloquea el don del Amor del Sagrado Corazón, que no puede de esta manera llegar al corazón para convertirlo.
Esta falta de fe en Cristo como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, que se dona con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, se ve ante todo en la misa dominical, puesto que esta es abandonada por el fútbol, la diversión, los atractivos falsos y vacíos del mundo; la falta de en Cristo Dios se ve en el enorme crecimiento de las sectas, del ocultismo, de la magia, de la hechicería, de la superstición, de las falsas devociones a ídolos paganos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa; la falta de fe en Cristo Dios se ve en el recurso de los cristianos a los Nuevos Movimientos Religiosos, propios de la Nueva Era, en los que se mezclan el gnosticismo, el ocultismo y el orientalismo, en desmedro de las enseñanzas de Jesús y sus Mandamientos.
La falta de caridad en los cristianos se ve en el hecho de que la gran mayoría de los delitos y crímenes, públicos y ocultos, son realizados por bautizados, es decir, aquellos que en teoría, deberían transmitir al mundo el Amor y la Misericordia de Cristo; la falta de caridad de los cristianos se ve en el grado de violencia en el que se encuentra sumergido el mundo, violencia contraria al mandamiento del amor de Cristo “Amaos los unos a los otros”, violencia engendrada, producida, mantenida y exacerbada por cristianos. Los cristianos deberían ser “la luz del mundo y la sal de la tierra”, y en vez de eso, se han convertido en oscuridad y en sal insípida que ni alumbran las tinieblas del mundo ni ayudan a sus prójimos a cargar la Cruz.
Por último, la falta de fe y caridad de los cristianos se ve en la ausencia de grandes santos, como los que caracterizaron y caracterizan a la Iglesia en todos los tiempos, porque para llegar a la santidad, se necesita creer en las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz y me siga”, y seguirlo significa seguirlo camino del Calvario, lo cual quiere decir negarse a sí mismo en las pasiones desordenadas. Negarse a sí mismo para seguir a Cristo camino del Calvario significa estar dispuestos a morir antes de cometer un pecado mortal, antes de perder la gracia santificante, y esto es válido para cualquier cristiano en cualquier estado de vida: para un político, significa estar dispuesto a morir, antes que aceptar dinero a cambio de votar leyes contrarias a la vida; para un joven, significa estar dispuesto a morir, antes que faltar a los Mandamientos de Dios, principalmente los relativos a la pureza; para un hombre casado, significa estar dispuesto a morir antes que cometer una traición contra el matrimonio; para un niño, significa estar dispuesto a morir antes que levantar la voz a sus padres; para un comerciante, significa estar dispuesto a morir antes que aceptar mercancía robada o de dudosa procedencia, o vender mercancía que induce al otro a cometer pecados; para un científico, significa estar dispuesto a morir, antes que trabajar en un proyecto que sea contrario a las leyes divinas; para un sacerdote, significa estar dispuesto a morir, antes que traicionar la Verdad de Cristo. 
La crisis de fe conduce, inevitablemente, a la crisis de santos, y por eso hoy no se ven santos como en la Edad Media. Sin embargo, el Evangelio de hoy, con los ejemplos de la viuda de Sarepta y de Naamán el Sirio, que recibieron grandes dones de parte de Dios, a causa de su caridad y de su fe, nos alienta a crecer en estas dos virtudes, esenciales para ser santos y en consecuencia para alcanzar la vida eterna. A ejemplo de estos dos paganos, los demás deberían ver en cada cristiano una imagen viviente de Cristo Jesús, que brilla en las tinieblas del mundo por su fe, su esperanza y su caridad.