¡Te agradecemos de todo corazón, Santo Padre Benedicto XVI, tu servicio a la Santa Madre Iglesia! ¡Que el Espíritu Santo suscite un sucesor con tu misma fe, sabiduría y caridad!
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.

lunes, 11 de febrero de 2013
miércoles, 6 de febrero de 2013
“Fueron a predicar, exhortando a la conversión”
“Fueron
a predicar, exhortando a la conversión” (Mc
6, 7-13). Jesús envía a los discípulos a predicar la Buena Noticia de la
llegada del Reino de Dios y al enviarlos les concede poder para realizar signos
o milagros –curación de enfermos, expulsión de demonios- que actuarán
reforzando la fe de quienes escuchen.
El
motivo por el cual Jesús da este poder divino a sus discípulos, como el curar
enfermos o expulsar demonios, es ayudar a la conversión, porque la conversión
es esencial para poder entrar a ese Reino de los cielos que “está cerca” y “ya
ha llegado”.
Aun
cuando la concesión de poderes divinos sea la causa de los signos
extraordinarios que acompañan la misión, el objetivo de la prédica de los
discípulos no es ni la curación de enfermos ni la expulsión de demonios, sino
la conversión: “Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”, y el motivo
es que sólo un corazón convertido es capaz de recibir primero en la tierra, en
la mente y en el corazón, la noticia del Reino, y de entrar después, en la vida
eterna, en el Reino de los cielos.
La
conversión es algo absolutamente necesario para la salvación porque, como
consecuencia del pecado original, el corazón humano ha quedado invertido y
mirando en un sentido opuesto al sentido original, de manera tal que si en el
momento de su creación fue creado orientado a Dios -para poder así recibir de Él
su influjo vital, su luz, su amistad, su amor-, a causa del pecado original, ha
quedado orientado hacia el sentido opuesto, es decir, ha quedado orientado hacia
las cosas terrenas, hacia la oscuridad, hacia las propias pasiones, hacia el
mundo, hacia las tinieblas. Además de invertido el sentido, el corazón sin
conversión es duro como una piedra, negro como el carbón y frío como el hielo,
y es imposible de toda imposibilidad que pueda salir de ese estado con sus
solas fuerzas naturales.
Sólo la gracia santificante puede obrar el milagro de la
conversión del corazón, es decir, del retorno del corazón hacia su orientación
primigenia, el rostro de Dios. Sólo la gracia santificante puede hacer que el
corazón deje de mirar hacia las cosas terrenas y bajas, y se vuelva hacia el
Sol de justicia, que es Dios, en un movimiento que recuerda al de los girasoles
en el paso de la noche al día, cuando ante la salida del sol, se orientan y
siguen su recorrido por el cielo. Sólo la gracia santificante puede hacer que
el corazón no solo deje de ser duro, frío y negro, sino que se convierta en una
imagen viviente del Sagrado Corazón. Sólo la gracia santificante puede obrar el
milagro de la conversión del corazón, conversión por medio de la cual deja de
mirar las cosas de la tierra, para orientar la mirada del alma hacia el Sol del
Nuevo Amanecer, el Sol que sale en el horizonte de la eternidad, el altar
eucarístico, Jesús Eucaristía.
“Fueron a predicar, exhortándolos a la conversión”. El alma
que se convierte contempla, como el girasol al sol, al Sol de justicia, la
Eucaristía, y se deja iluminar por su luz, luz que es Amor y Vida eterna.
Etiquetas:
altar eucarístico,
amor,
conversión,
corazón,
gracia santificante,
Jesús Eucaristía,
pecado original,
Reino de Dios,
Reino de los cielos,
Sol de justicia,
vida eterna
“Navega mar adentro y echa las redes”
(Domingo
V - TO - Ciclo C - 2013)
“Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). A pesar de que Pedro y los demás pescadores han pasado
la noche intentando pescar en vano Jesús, contra toda lógica y sin tener en
cuenta el cansancio de los pescadores, le ordena a Pedro navegar mar adentro y
echar las redes. Pedro pretende hacerle ver a Jesús que han pescado toda la
noche, pero obedece el mandato de Jesús. Para sorpresa y admiración de todos,
la pesca es tan abundante, que las barcas amenazan con hundirse.
En este episodio de la pesca milagrosa cada elemento tiene
un sentido y un significado sobrenatural: la barca es la Iglesia; Pedro y los
pescadores, el Papa y los cristianos; el mar es el mundo y la historia humana;
los peces, son los hombres; la pesca de noche, es el “activismo”, o el trabajo
apostólico de la Iglesia sin Cristo, basado en las solas fuerzas humanas,
destinado desde el inicio al fracaso; la pesca milagrosa, de día y bajo las
órdenes de Cristo, significa la misión de la Iglesia, que es fructífera sólo
cuando confía en Cristo y su gracia; los peces que no son pescados a la noche,
son los hombres a los que el mensaje evangélico no les llega, debido al
activismo de los religiosos, que piensan que con sus esfuerzos, sin contar con
Dios, lograrán conquistarlos; los peces en la red simbolizan a los hombres que
ingresan en la Iglesia por la gracia santificante, que bendice el esfuerzo
humano por inculturar el Evangelio. El activismo religioso, representado en la
pesca infructuosa, es la actitud más peligrosa para la Iglesia, porque el
religioso enfermo de activismo, es decir, que hace apostolado sin oración y sin
contar con la gracia de Dios, se comporta en el fondo como un ateo, con lo cual
pervierte la esencia de la religión, que es unir al hombre con Dios en el Amor;
el religioso activista –y pueden existir instituciones enteras contagiadas y
enfermas de activismo- se convierte así en una paradoja, en un ser monstruoso: un
“ateo religioso”, que niega a Dios con su misma religión.
El episodio nos muestra entonces el valor de la fe en Jesús,
demostrada por Pedro, como Vicario de Cristo, que obedece a pesar de que
humanamente la empresa no parece ser éxito. Si hubiera razonado humanamente, si
hubiera confiado en su sola razón, sin abandonarse en Dios –cuyos designios son
insondables, como el mar en el que debe adentrarse-, Pedro no habría logrado
nunca pescar tal cantidad de peces, porque humanamente todo era contrario: ya
habían intentado pescar toda la noche, hora propicia para la pesca; en
consecuencia, estaba suficientemente demostrado que el lugar no era el
adecuado; se habían empleado todos los medios y todos los hombres necesarios
para la tarea, y todo había resultado un fracaso; por lo tanto, nada
justificaba el intentar con la pesca.
Pero Jesús no se detiene en las consideraciones humanas, y
no por temeridad o desconocimiento, sino porque Él es Dios; Él es el Creador de
los peces; Él es Creador del mar en donde se encuentran los peces; todo el
universo le obedece al instante; basta que Él solamente lo desee, y los peces
acudirán en número incontable, como de hecho sucede, a las redes. Jesús, en
cuanto Dios, sabe qué es lo que sucederá; sabe que los peces le obedecerán y
llenarán las redes, porque todo el Universo le obedece como a su Dios y Creador.
Todo el Universo le obedece, pero menos el hombre, que dotado
de inteligencia y libertad, haciendo mal uso de esos dones, se ha rebelado
contra su Creador, siguiendo en esa rebelión al ángel caído, el Príncipe de la
mentira, el Homicida desde el principio.
En este sentido, la obediencia de Pedro, basada en la fe en
Cristo como Palabra eterna del Padre, representa la obediencia de la Iglesia,
en donde se origina la Nueva Humanidad, la Humanidad nacida por la gracia y
convertida en hija adoptiva de Dios. La fe de Pedro en la Palabra de Jesús
repara, de esta manera, la desobediencia original de Adán y Eva, y si estos por
la desobediencia perdieron todos los dones, la Iglesia, por la obediencia a
Cristo, obtiene esos dones y más todavía, porque por la gracia redime a la
humanidad perdida, Redención a su vez simbolizada en los peces que quedan
atrapados en la red.
“Navega mar adentro y echa las redes (...) Si tú lo dices, echaré las redes”. El episodio evangélico nos deja entonces como enseñanza que nuestra fe en Cristo debe ser como la fe de Pedro, el Vicario de Cristo. Si queremos saber en quién tenemos que creer y cómo tenemos que creer, lo único que debemos hacer es mirar al Santo Padre, el Vicario de Cristo y creer en quien cree él y como cree él. El Papa es nuestro modelo de fe en Cristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana, y es modelo de cómo debe ser nuestra fe en Cristo en todo momento: creer contra toda esperanza en la Palabra de Dios, aún cuando parezca humanamente que todo está perdido: "Si Tú lo dices, echaré las redes".
“Navega mar adentro y echa las redes (...) Si tú lo dices, echaré las redes”. El episodio evangélico nos deja entonces como enseñanza que nuestra fe en Cristo debe ser como la fe de Pedro, el Vicario de Cristo. Si queremos saber en quién tenemos que creer y cómo tenemos que creer, lo único que debemos hacer es mirar al Santo Padre, el Vicario de Cristo y creer en quien cree él y como cree él. El Papa es nuestro modelo de fe en Cristo, el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en una naturaleza humana, y es modelo de cómo debe ser nuestra fe en Cristo en todo momento: creer contra toda esperanza en la Palabra de Dios, aún cuando parezca humanamente que todo está perdido: "Si Tú lo dices, echaré las redes".
“Navega mar adentro y echa las redes”. Pedro y la Iglesia,
simbolizados en la barca que se adentra en el mar, son enviados por Cristo,
Palabra eterna del Padre; el envío misional de Pedro y de toda la Iglesia, se
produce luego del encuentro con Cristo, Palabra encarnada del Padre, y el éxito -la salvación eterna de los hombres- está garantizado desde el inicio, desde el momento en que la misión está bajo
la guía de Jesucristo y su Espíritu, y no bajo el mero esfuerzo humano del
hombre sin Dios.
Este
envío luego del encuentro con Cristo está anticipado en el Antiguo Testamento,
en el episodio del profeta Isaías: es enviado a misionar luego de ser purificados
sus labios con una brasa ardiente, símbolo de la Eucaristía. De la misma manera
a como el profeta Isaías es enviado a la misión –“Aquí estoy, envíame”- luego
de que sus labios son purificados por el contacto con la brasa ardiente tomada del
altar con las pinzas, por el ángel de Dios, así el creyente que asiste a la
Santa Misa es enviado a la misión, al mundo, al finalizar la Misa, luego de
recibir el Ántrax o Carbón ardiente, nombre dado por los Padres de la Iglesia
al Cuerpo de Cristo. Y si el profeta Isaías se enciende en ardor misionero –“Aquí
estoy, envíame”, le dice a Yahvéh- y es enviado a misionar luego de ser
purificados sus labios con una brasa, con cuánta más razón el cristiano debe
ver encendido su ardor misionero, desde el momento en que no son sus labios los
que son purificados por una brasa ardiente, sino que su corazón es abrasado en
el Amor divino, al entrar en contacto con el Carbón ardiente, el Ántrax, el
Cuerpo de Jesús resucitado en la Eucaristía. Inflamado su corazón en el Amor de
Dios, comunicado por la Eucaristía así como el fuego del leño se comunica al
pasto seco y lo hace arder, así el cristiano debe decir a Dios: “Aquí estoy,
envíame al mundo, a proclamar tu Amor”. Así, enviado por la Palabra de Dios, navegará
mar adentro, en el mundo y en la historia de los hombres, y bajo la guía del
Espíritu de Dios, obtendrá algo más grande que pescar abundantes peces:
obtendrá la salvación eterna de muchas almas.
Etiquetas:
activismo,
amor,
Ántrax,
Carbón ardiente,
fe,
gracia santificante,
Iglesia,
Isaías,
Jesús,
navega mar adentro,
Pedro,
pesca milagrosa
martes, 5 de febrero de 2013
“¿No es acaso el carpintero, el hijo de María?”
“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?” (Mc
6, 1-6). Las palabras de los vecinos de Jesús reflejan lo que constituye uno de
los más grandes peligros para la fe: la incredulidad, consecuencia del acostumbramiento y la rutina ante lo
maravilloso, lo grandioso, lo desconocido, lo que viene de Dios. Tienen delante
suyo al Hombre-Dios, a Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que obra
milagros, signos y prodigiosos portentosos, jamás vistos entre los hombres, y
desconfían de Jesús; tienen delante suyo a la Sabiduría encarnada, a la Palabra
del Padre, al Verbo eterno de Dios, que ilumina las tinieblas del mundo con sus
enseñanzas, y se preguntan de dónde le viene esta sabiduría, si no es otro que “Jesús
el carpintero, el hijo de María”.
El
problema del acostumbramiento y la rutina ante lo maravilloso, es que está
ocasionado por la necedad, y la necedad, a su vez, no deja lugar para el
asombro, que es la apertura de la mente y del alma al don divino: el necio no
aprecia lo que lo supera; el necio desprecia lo que se eleva más allá de sus
estrechísimos límites mentales, espirituales y humanos; el necio, al ser
deslumbrado por el brillante destello del Ser divino, se molesta por el
destello en vez de asombrarse por la manifestación y en vez de agradecerla,
trata de acomodar todo al rastrero horizonte de su espíritu mezquino.
“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?”. La pregunta refleja el colmo de la
necedad, porque en vez de asombrarse no solo por la Sabiduría divina de las
palabras de Jesús, sino por el hecho de que la Sabiduría se haya encarnado en
Jesús, se preguntan retóricamente por el origen de Jesús, como diciendo: “Es
imposible que un carpintero, ignorante, como es el hijo de María, pueda decir
estas cosas”.
Lo
mismo que sucedió con Jesús, hace dos mil años, sucede todos los días con la
Eucaristía y la Santa Misa: la mayoría de los cristianos tiene delante suyo al
mismo y único Santo Sacrificio del Altar, la renovación incruenta del Santo
Sacrificio del Calvario, y continúan sus vidas como si nada hubiera pasado;
asisten al Nuevo Monte Calvario, el Nuevo Gólgota, en donde el Hombre-Dios
derrama su Sangre en el cáliz y entrega su Cuerpo en la Eucaristía, y siguen
preocupados por los asuntos de la tierra; asisten al espectáculo más grandioso
que jamás los cielos y la tierra podrían contemplar, el sacrificio del Cordero
místico, la muerte y resurrección de Jesucristo en el altar, y continúan preocupados
por el mundo; asisten, junto a ángeles y santos, a la obra más grandiosa que
jamás Dios Trino pueda hacer, la Santa Misa, y están pensando en los afanes y
trabajos cotidianos.
El
acostumbramiento a la Santa Misa hace que se pierda de vista la majestuosa
grandiosidad del Santo Sacramento del Altar, que esconde a Dios en la
apariencia de pan, y es la razón por la cual los niños y los jóvenes, apenas
terminada la instrucción catequética, abandonen para siempre la Santa Misa; es
la razón por la que los adultos se cansen de un rito al que consideran vacío y
rutinario, y lo abandonen, anteponiendo a la Misa los asuntos del mundo.
“¿No
es acaso el carpintero, el hijo de María?”, preguntan neciamente los
contemporáneos de Jesús, dejando pasar de largo y haciendo oídos sordos a la Sabiduría
divina encarnada. “¿No es acaso la Misa, la de todos los domingos, la que no
sirve para nada?”. Se dicen neciamente los cristianos, dejando a la Sabiduría
encarnada en el altar, haciendo vano su descenso de los cielos a la Eucaristía.
Para
no caer en la misma necedad, imploremos la gracia no solo de no ser necios,
sino ante todo del asombro ante la más grandiosa manifestación del Amor divino,
la Eucaristía.
Etiquetas:
carpintero,
Eucaristía,
hijo de María,
Hombre-Dios,
incredulidad,
Jesús,
necedad,
necio,
Nuevo Gólgota,
Nuevo Monte Calvario,
Santa Misa,
Santo Sacramento del Altar
lunes, 4 de febrero de 2013
“Tu fe te ha salvado (…) Basta que creas”
“Tu
fe te ha salvado (…) Basta que creas” (Mc
5, 21-43). Jesús obra dos milagros que demuestran su condición de Hombre-Dios:
cura a la mujer hemorroísa, y resucita a la hija del jefe de la sinagoga,
Jairo. Además de tener en cuenta la espectacularidad de la obra, los dos
milagros se caracterizan porque previo a su realización, los destinatarios de
los milagros, la mujer hemorroísa y Jairo, el padre de la niña, demuestran una
fe sólida. La mujer demuestra la fe cuando dice: “Con sólo tocar su manto,
quedaré curada”; es decir, la fe de esta mujer es tan grande, que no le importa
que Jesús ni la mire, ni le dirija unas palabras, como en otros milagros; para
ella lo único necesario es tocar su manto, porque siendo el manto del Hombre-Dios,
quedará curada. Su fe es tan fuerte, que no le importa que Jesús ni siquiera la
mire; basta con tocar su manto. Con Jairo, el jefe de la sinagoga, sucede lo
mismo: su hija agoniza, pero tiene fe en Jesús; todavía más, su hija ya ha
muerto, antes de que llegue Jesús, pero sigue creyendo, y todavía más fuerte,
porque Jesús le dice: “Basta que creas”. Es decir, Jesús le dice que no importa
que haya muerto, basta que siga creyendo como hasta ese entonces. Y al igual
que con la mujer hemorroísa, la recompensa a tan grande fe, es la concesión de
algo que parecía imposible, y es la resurrección de su hija que ya había
fallecido.
“Tu
fe te ha salvado (…) Basta que creas”, les dice Jesús a la mujer hemorroísa y a
Jairo, respectivamente, incentivándolos a creer, a tener fe. Por supuesto que
se trata de la fe en Él como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, como Segunda
Persona de la Santísima Trinidad, como Dios Hijo encarnado por obra del
Espíritu Santo y nacido de María Virgen; no se trata, en absoluto, de la
perversión de la fe de las sectas.
En
este sentido, es lastimoso constatar cómo muchísimos católicos desperdician el
don de la fe recibido en el bautismo para volcarse a los ídolos, en vez de
crecer en la fe en Cristo Dios. Estos tales, deberían tomar ejemplo de la mujer
hemorroísa y de Jairo, y creer en Jesús como Dios y Hombre perfecto. Pero
también nosotros debemos fijarnos en estos personajes del Evangelio porque en
la enfermedad de la hemorroísa y en la muerte de la hija de Jairo están
representadas también nuestras almas, enfermas o muertas por el pecado, y el
único que puede curarnos y volvernos a la vida es Jesús.
Es
por esto que debemos preguntarnos: si la mujer hemorroísa se curó con sólo
tocar el manto de Jesús; ¿qué debería ocurrir con nosotros, que tomamos
contacto no con una tela inerte como el manto, sino con su Sagrado Corazón
Eucarístico, lleno de la luz, de la gloria, de la vida y del Amor de Dios?
Si
la hija del jefe de la sinagoga volvió a la vida con el solo hecho de que Jesús
le dijera: “Talitá kum”, es decir, “Yo te lo ordeno, ¡levántate!”, ¿qué debería
suceder con nuestra vida espiritual y nuestra santidad, desde el momento en que
Jesús, más que hablarnos, viene a nuestros corazones en Persona, en cada
comunión eucarística?
Debemos
por lo tanto meditar en el tamaño y en la solidez de nuestra fe en Cristo Dios,
recordando las palabras de Jesús: “Si tuvierais fe del tamaño de un grano de
mostaza, le diríais a la morera: “Muévete y plántate en el mar”, y la morera se
plantaría en el mar” (cfr. Lc 17, 6).
Si no sucede así, quiere decir entonces que nuestra fe es muy débil. Pero lo
que podemos hacer es unir nuestra débil fe a la fe de la Iglesia, fe por la
cual sucede un prodigio inimaginablemente más grande que una morera se
desarraigue y se plante en el mar: por la fe de la Iglesia, el Dios de infinita
majestad, desciende de los cielos eternos a esa parcela de cielo en la tierra
que es el altar eucarístico, obedeciendo a las palabras del sacerdote
ministerial, convierte la materia inerte del pan y del vino en su Cuerpo y en
su Sangre, y se queda en la Eucaristía para donar todo el Amor de su Sagrado Corazón
al alma que lo recibe con fe y con amor.
“Tu
fe te ha salvado (…) Basta que creas”. Si unimos nuestra débil fe a la fe de la
Iglesia, obtendremos un milagro más grande que la curación de una enfermedad o
incluso el volver a vivir la vida terrena: recibiremos la Eucaristía, el
Sagrado Corazón de Jesús, vivo y palpitante con el Amor de Dios, el Espíritu
Santo, y junto con Él, recibiremos en esta vida, en anticipo, la vida eterna.
domingo, 3 de febrero de 2013
“Sal de este hombre, espíritu impuro”
“Sal
de este hombre, espíritu impuro” (Mc
5, 1-20). Jesús realiza un exorcismo, es decir, conjura a un demonio y le
ordena imperativamente que salga del cuerpo de un poseso. Luego, al preguntarle
el nombre, el demonio responde “Legión”, porque “son muchos”. De esta manera,
el exorcismo inicial, en el que parecía haber un solo demonio, finaliza con la
expulsión de varios demonios, los cuales terminan precipitándose en el lago
después de poseer a una piara de cerdos.
El
episodio demuestra la realidad de la existencia de los demonios, llamados “espíritus
impuros” por Jesús, y también la existencia de la posesión diabólica, a pesar
de que la teología progresista católica se empecine en negarla. Contrariando a
la Revelación de Jesucristo, muchos teólogos, sacerdotes y laicos católicos
niegan la existencia del demonio y por lo tanto niegan también la posesión
diabólica. Las razones que aducen es que en el Evangelio se llama “posesos” a
quienes en realidad son enfermos psiquiátricos o afectados por epilepsia, con
lo cual demuestran una ignorancia culpable al no diferenciar un enfermo de un
endemoniado.
A
pesar de los intentos de la teología progresista de negar la existencia del
demonio y de la posesión, esta última es una realidad innegable, toda vez que
el demonio, llamado “la mona de Dios”, intenta imitarlo en la inhabitación de
Cristo en el alma por la gracia santificante. En vez del alma, a la que no
puede poseer, el demonio posee el cuerpo, y no por amor, sino por la fuerza, y
no para donar amor, como hace Jesucristo, sino para torturar a la persona y
hacerla sufrir.
“Sal
de este hombre, espíritu impuro”. A lo largo de todo el Evangelio, Jesús
aparece expulsando a los demonios que atormentan a los hombres, y de hecho, ha
venido, según las Escrituras, para “destruir las obras del demonio” (cfr. 1 Jn
3, 8) y en este sentido, su muerte en la Cruz representa su máximo poder y
acción exorcista, por cuanto representa la conjuración universal y definitiva
dirigida a Satanás y a todo el infierno, conjuración por la cual ordena, con el poder de su Sangre, que
dejen libres a la humanidad y regresen al infierno. Es por esto que la Cruz es
la señal más odiada por los ángeles caídos, por cuanto les recuerda su
expulsión definitiva de la tierra y su precipitación para siempre en el
infierno, que habrá de verificarse el Día del Juicio Final.
“Sal
de este hombre, espíritu impuro”. Cristo expulsa a los demonios en el
Evangelio, y da su vida en la Cruz para quitar a la humanidad del dominio del
Dragón infernal; sin embargo, hoy se da una inimaginable paradoja, puesto que
bajo la secta gnóstica de la Nueva Era, que prepara una iniciación luciferina
planetaria, grandes masas de la humanidad se han volcado a las prácticas
ocultistas, aumentando de modo alarmante la práctica del espiritismo, del esoterismo,
del satanismo, y de toda clase de prácticas ocultas, llegando la inconsciencia
al punto tal que el tablero ouija, elemento espiritista utilizado para hacer
contacto directo con el demonio, se vende en jugueterías y supermercados como
si fuera un juego para niños.
El
panorama es tan desolador, al comprobar cómo inmensas masas de seres humanos se
arrojan voluntariamente en brazos del demonio, que si Cristo viniese hoy, en
vez de decir: “Sal de este hombre, espíritu impuro”, tendría que decir: “Hombre,
aléjate del demonio”.
Etiquetas:
cruz,
demonios,
Dragón infernal,
espíritu impuro,
infierno,
iniciación luciferina,
Legión,
Nueva Era,
poseso,
tablero ouija,
teología progresista
viernes, 1 de febrero de 2013
“Todos (…) estaban llenos de admiración por sus palabras (...) luego se enfurecieron y trataron de despeñarlo"
(Domingo
IV – TO – Ciclo C – 2013)
“Todos
(…) estaban llenos de admiración por las palabras de gracia que salían de su
boca (…) Al oír estas palabras (…) se enfurecieron y lo empujaron fuera de la
ciudad (…) con la intención de despeñarlo” (Lc
4, 21-30). Sorprende el cambio radical de actitud de los que se encuentran en
la sinagoga, ya que pasan de la admiración a la furia homicida. De hecho, no
matan a Jesús en ese momento, porque Jesús es Dios y no lo permitió, pero la
ira era tan grande, que de haberles sido concedida la posibilidad, hubieran
arrojado a Jesús por el precipicio, tal como lo dice el evangelista Lucas:
“llevaron fuera de la ciudad a Jesús con la intención de despeñarlo”.
¿Cuál
es la razón del cambio tan radical en quienes escuchan a Jesús? Analizando sus
palabras, podremos llegar a la respuesta. En un primer momento, Jesús les dice
que “el Espíritu del Señor” se ha “posado sobre Él”, y que lo ha enviado a
“anunciar la liberación a los cautivos y a dar la Buena Noticia a los pobres”,
además de sanar a los enfermos. Cuando el mensaje es positivo y no toca
directamente la necesidad de la conversión, todos están “admirados” de las
“palabras de gracia” que salían de su boca. Es decir, cuando el mensaje no hace
referencia a la necesidad del cambio, todo “está bien” para los asistentes a la
sinagoga, porque esto quiere decir que por un lado, pueden asistir al servicio
religioso y de esa manera tener tranquila la conciencia, porque se cumple con
Dios, y por otro lado, se puede continuar con la vida de todos los días, vida
caracterizada por la falta de caridad para con el prójimo y por la complacencia
de las pasiones. Es decir, es como si los asistentes a la sinagoga dijeran:
“Puedo asistir al servicio religioso, cumplir con Dios, y seguir con mi vida de
pecado de todos los días, ya que no hay necesidad de conversión. Todo está
bien, no tengo nada para cambiar en mi vida”. Así, es lógico que surja la
aprobación a las palabras de Jesús.
Sin
embargo, inmediatamente después, Jesús dice algo que cambiará substancialmente
el ánimo de los asistentes a la sinagoga, porque precisamente les hace ver la
necesidad imperiosa de la conversión del corazón.
Jesús
les cita dos ejemplos del Antiguo Testamento: la visita del profeta Elías a una
viuda de Sarepta, en el país de Sidón (1
Re 17, 7-24). En ese episodio, Elías concede la lluvia esperada –la región
llevaba tres años y medio de sequía- a través de esta viuda, que era pagana y no
pertenecía al Pueblo Elegido, y no lo hace a través de las viudas de Israel. En
teoría, debería haber concedido el milagro de la lluvia a través de alguna de
las viudas de Israel, puesto que estas pertenecían al Pueblo Elegido, y sin
embargo, lo hace a través de una viuda de origen pagano. La razón está en que
esta viuda, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, demuestra que posee la
esencia de la religión, que es el amor sobrenatural al prójimo, amor demostrado
en la solicitud con la que atiende al profeta Elías: le da al profeta de su
propio alimento, lo cual demuestra que, aunque no pertenece formalmente al
Pueblo de Dios, posee sin embargo la esencia de la religión, que es la caridad.
La viuda obra con caridad porque ofrenda la totalidad de los alimentos que
tenía para su subsistencia y la de su hijo, y en recompensa, Dios le concede, a
través del profeta Elías, la lluvia, que termina con la sequía, y que tanto la
harina como el aceite no se terminen.
En
el caso del general sirio con lepra que es curado (2 Re 5, 10-13), tampoco pertenece al Pueblo Elegido, pero al
bañarse en el río según lo indica el profeta, demuestra que posee la otra
cualidad esencial de la religión, que es la fe en la Palabra de Dios. En ambos
casos, los dos protagonistas, la viuda y el rey, son paganos, no pertenecen al
Pueblo Elegido, y sin embargo son elegidos por Dios para obrar en ellos sus
milagros. El mensaje que les transmite Jesús entonces es: no basta con
pertenecer formalmente a la Iglesia de Dios; se debe poseer la esencia de la
religión, que es la caridad –como lo hace la viuda de Sarepta- y se debe poseer
la fe, que debe manifestarse en obras –como lo hace el rey pagano que es curado
de la lepra-.
La
enseñanza en los dos episodios es que la esencia de la religión es la caridad –el
episodio de la viuda de Sarepta- y que la fe en Dios debe traducirse en
obediencia práctica a sus mandatos –el episodio del general sirio que es curado
de su lepra-; la falta tanto de caridad como de fe hacen que Dios no se
manifieste con sus milagros y portentos.
El
mensaje indirecto es captado por los integrantes de la sinagoga: al desconfiar
de Jesús, puesto que muchos dicen: “¿No es éste el hijo de José?”, demuestran
que, a pesar de pertenecer al Pueblo de Yahvéh, no poseen ni fe ni caridad, y
este es el motivo por el cual el ánimo cambia substancialmente, y de admiración
por sus palabras, pasan a la furia homicida que lleva a intentar despeñar a
Jesús.
Hoy
sucede lo mismo con muchos cristianos: no tienen fe, porque no creen en Cristo
como Hombre-Dios, muerto en Cruz y resucitado para la salvación de los hombres,
y en consecuencia tampoco tienen caridad, porque la falta de fe en Jesús
bloquea el don del Amor del Sagrado Corazón, que no puede de esta manera llegar
al corazón para convertirlo.
Esta
falta de fe en Cristo como Hombre-Dios, como Cordero de Dios, que se dona con
su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, se ve ante todo
en la misa dominical, puesto que esta es abandonada por el fútbol, la
diversión, los atractivos falsos y vacíos del mundo; la falta de en Cristo Dios
se ve en el enorme crecimiento de las sectas, del ocultismo, de la magia, de la
hechicería, de la superstición, de las falsas devociones a ídolos paganos como
el Gauchito Gil y la Difunta Correa; la falta de fe en Cristo Dios se ve en el
recurso de los cristianos a los Nuevos Movimientos Religiosos, propios de la
Nueva Era, en los que se mezclan el gnosticismo, el ocultismo y el
orientalismo, en desmedro de las enseñanzas de Jesús y sus Mandamientos.
La
falta de caridad en los cristianos se ve en el hecho de que la gran mayoría de
los delitos y crímenes, públicos y ocultos, son realizados por bautizados, es
decir, aquellos que en teoría, deberían transmitir al mundo el Amor y la
Misericordia de Cristo; la falta de caridad de los cristianos se ve en el grado
de violencia en el que se encuentra sumergido el mundo, violencia contraria al
mandamiento del amor de Cristo “Amaos los unos a los otros”, violencia engendrada,
producida, mantenida y exacerbada por cristianos. Los cristianos deberían ser “la
luz del mundo y la sal de la tierra”, y en vez de eso, se han convertido en oscuridad
y en sal insípida que ni alumbran las tinieblas del mundo ni ayudan a sus
prójimos a cargar la Cruz.
Por
último, la falta de fe y caridad de los cristianos se ve en la ausencia de
grandes santos, como los que caracterizaron y caracterizan a la Iglesia en
todos los tiempos, porque para llegar a la santidad, se necesita creer en las
palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz y me siga”, y seguirlo significa seguirlo camino del Calvario, lo cual quiere decir negarse a sí mismo en las
pasiones desordenadas. Negarse a sí mismo para seguir a Cristo camino del Calvario significa estar dispuestos a morir antes de cometer un pecado
mortal, antes de perder la gracia santificante, y esto es válido para cualquier cristiano en cualquier estado de vida: para un político, significa estar dispuesto a morir, antes que aceptar dinero a cambio de votar leyes contrarias a la vida; para un joven, significa estar dispuesto a morir, antes que faltar a los Mandamientos de Dios, principalmente los relativos a la pureza; para un hombre casado, significa estar dispuesto a morir antes que cometer una traición contra el matrimonio; para un niño, significa estar dispuesto a morir antes que levantar la voz a sus padres; para un comerciante, significa estar dispuesto a morir antes que aceptar mercancía robada o de dudosa procedencia, o vender mercancía que induce al otro a cometer pecados; para un científico, significa estar dispuesto a morir, antes que trabajar en un proyecto que sea contrario a las leyes divinas; para un sacerdote, significa estar dispuesto a morir, antes que traicionar la Verdad de Cristo.
La crisis de fe conduce, inevitablemente, a la crisis de santos, y por eso hoy no se ven santos como en la Edad Media. Sin embargo, el Evangelio de hoy, con los ejemplos de la viuda de Sarepta y de Naamán el Sirio, que recibieron grandes dones de parte de Dios, a causa de su caridad y de su fe, nos alienta a crecer en estas dos virtudes, esenciales para ser santos y en consecuencia para alcanzar la vida eterna. A ejemplo de estos dos paganos, los demás deberían ver en cada cristiano una imagen viviente de Cristo Jesús, que brilla en las tinieblas del mundo por su fe, su esperanza y su caridad.
La crisis de fe conduce, inevitablemente, a la crisis de santos, y por eso hoy no se ven santos como en la Edad Media. Sin embargo, el Evangelio de hoy, con los ejemplos de la viuda de Sarepta y de Naamán el Sirio, que recibieron grandes dones de parte de Dios, a causa de su caridad y de su fe, nos alienta a crecer en estas dos virtudes, esenciales para ser santos y en consecuencia para alcanzar la vida eterna. A ejemplo de estos dos paganos, los demás deberían ver en cada cristiano una imagen viviente de Cristo Jesús, que brilla en las tinieblas del mundo por su fe, su esperanza y su caridad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)